sábado, 6 de abril de 2019

EL TEATRO REAL PROPONE UNA DIDO Y ENEAS DE PURCELL, ILUMINADA POR EL TALENTO DE SASHA WALTZ AND FRIENDS


Ópera trágica en tres actos y prólogo. Música de Henry Purcell (1659-1695). Teatro Real, Jueves 4 de abril de 2019.

Libreto de Nahum Tate, basado en su obra Brutus of Alba, or the Enchanted Lovers (1678) y en el Libro IV de la Eneida (siglo i a.c.) de Publio Virgilio.
Primera interpretación conocida en el internado femenino Josias Priest de Chelsea en diciembre de 1689. Estrenada en versión de concierto en el Teatro Real el 18 de noviembre de 2013
Producción de Sasha Waltz & Guests y la Akademie für Alte Musik Berlin, en coproducción con la Staatsoper de Berlín, el Grand Théâtre de la Ville de Luxembourg y la Opéra national de Montepellier



Ficha Artística
Dirección musical: Christopher Moulds          
Coreografía: Sasha Waltz 
Reconstructor musical: Attilio Cremonesi     
Escenografía: Thomas Schenk y Sasha Waltz 
Figurines: Christine Birkle         
Iluminación: Thilo Reuther       
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Dido: Marie-Claude Chappuis     
Belinda: Aphrodite Patoulidou  
Aeneas: Nikolay Borchev 
La hechicera: Yannis François   
Segunda mujer: Luciana Mancini         
Primera bruja / Marino: Ziad Nehme  
Segunda bruja / Espíritu: Michael Smallwood          
Akademie für Alte Musik Berlin
Vocalconsort Berlin


“Cuando yazga en tierra, que mis errores no causen penas en tu pecho; recuérdame, pero ¡ay!, olvida mi destino”. Nahum Tate. 

Dido y Eneas, acto III, escena 2.
Carthago delenda est ('Cartago debe ser destruida') o Ceterum censeo Carthaginem esse delendam ('Además opino que Carthago debe ser destruida'). La frase se atribuye a Catón el Viejo quien, según fuentes clásicas la pronunciaba cada vez que finalizaba sus discursos en el Senado romano durante los últimos años de las Guerras Púnicas, alrededor del año 150 a. C.

Así fue y así se visualizan todavía los restos de esta cultura ancestral en los actuales territorios portuarios de Túnez. Para el Teatro Real, la experiencia de Dido y Eneas, fue todo lo contrario: una demostración de que a sus promotores y a su público, les gusta el riesgo y saben disfrutarlo.
El coliseo madrileño ya había ofrecido dos versiones de esta ópera. Hubo una Dido y Eneas que se estrenó en 2013 en versión concierto, en aquella ocasión interpretada por la formación barroca MusicAeterna y el Coro y Orquesta de la Ópera de Perm con la dirección del artista griego Teodor Currentzis. Dos años después, el Real Junior diseñó una producción para niños, a cargo del escenógrafo y figurinista Rafael Villalobos.
Es un privilegio para el público de Madrid asistir a la revisitación internacional de una obra como esta, que luego sería retomada por otros compositores, entre los que destaca Los Troyanos de Berlioz, en aquella versión inefable con Régine Crespin, dando vida a una Dido probablemente jamás igualada.
En 1689, Purcell compuso la ópera Dido y Eneas (Aeneas), que constituye un importante hito en la historia de la música dramática inglesa con la famosa aria «Lamento de Dido», y más tarde algunas otras semióperas, como la peculiar The Fairy Queen (La reina de las hadas). Dido y Eneas fue escrita según un libreto de Nathum Tate, quien lo recreó a petición de Josiah Priest, profesor de baile que también dirigía una escuela de señoritas, primero en Leicester.



Debutando en el Teatro Real, esta cumbre del Barroco inglés, se ha escenificado en una impactante producción de ópera y danza. Considerada por algunos como la sucesora de Pina Bausch, Sasha Waltz reinterpreta en movimiento la ópera de Henry Purcell a través de su característico lenguaje coreográfico. Christopher Moulds dirige a la Akademie für Alte Musik Berlin y un reparto encabezado por Marie-Claude Chappuis y Nikolay Borchev en las cuatro funciones de este espectáculo creativo y transgresor.


Sasha Waltz (1963), con una concepción del goce y desarrollo del cuerpo para todas las condiciones, las razas y las edades, en una ópera, es una las de muchas fronteras que ha decidido traspasar.
Acostumbrada a maridar la danza contemporánea con la ópera y ballets clásicos y actuales, también es responsable de Medea, y Matsukaze, Romeo y Julieta, para la Ópera de París, Le sacre du printemps en el Mariinski de San Petersburgo y Tannhaüser en la Staatoper de Berlín, entre otras producciones. Hace poco tiempo dio a luz Figure Humaine para la Elbphilarmonie de Hamburgo y las coreografías Kreatur y Exodos para el Radialsystem y rauschen para el Volksbühne de Berlín.

En este caso ha buceado en el extremo contrario de la contemporaneidad que define a su compañía, con una obra que rastrea los orígenes de la literatura, con La Ilíada y la Odisea de Homero y sus protagonistas y sobre todo, con La Eneida de Virgilio, el escritor latino del siglo I. a. C. La artista alemana, a través de esta obra, continúa su perseverante investigación sobre los cuerpos y el espacio, haciendo gala de su característica danza, a la vez rigurosa y creativa.


Así, su Dido y Eneas opinan los gestores del Real, ofrece imágenes poderosas y momentos que permanecen, deslumbrándonos, incluso mucho después de haber abandonado la sala. El comienzo es impactante, con los actores-cantantes-bailarines nadando o mejor, jugando con la gravedad en una piscina llena de agua, en medio del escenario. La propuesta da vértigo y se teme por la seguridad de los intérpretes y el propio lugar, pero todo sale fantástico. La vuelta al líquido materno primordial se lleva a cabo como un aterrizaje perfecto, descrito con elegancia y astucia.
La idea es que se componga un espectáculo donde las voces forman parte de los cuerpos, claro, en esa conjunción mucho tiempo ajena al mundo de la lírica, con cantantes hieráticos que no se mueven, aunque emiten sonidos o buenos actores con instrumentos vocales deficientes.


En la versión de Waltz todo se incardina como una textura suave y perfeccionista: los cuerpos, acompañados por una orquesta fantástica, con un director sensible, atento, talentoso y sutil, Christopher Moulds, polivalente maestro inglés conocido internacionalmente, al mando de la Akademie für Alte Musik Berlin y el Vocalconsort Berlin, dos formaciones de lujo.

Como escribe en el programa de mano Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real, “Sasha Waltz propone reinsertar la obra en la tradición de las masques de la época de Purcell, cuyo lenguaje predilecto era la danza….la suya es rigurosa, con frecuencia atlética, pero en la que los bailarines se dejan llevar, eso sí, por la vívida autoconciencia característica de lo contemporáneo”.

Se podría decir que hay pocos protagonistas porque el trabajo de cada participante en esta propuesta coral es imprescindible e insustituible. Agradable y certeras las voces de Nikolay Borchev, como Eneas, con una Dido, la mezzosoprano suiza Marie-Claude Chappuis, que le da muy bien la réplica vocal y asiste a su propia invención como actriz y bailarina cumplida, con esfuerzo. Sorprendente y muy eficaz el rendimiento de Aphrodite Patoulidou en Belinda: es grácil, afina, tiene una voz muy bella, susurrante y da cuerpo a un personaje necesario. Es griega, no podía esperarse otra cosa, porque lleva en la sangre y en nombre, el elixir de los dioses y los mitos.


Los bailarines, todos, realizan un esfuerzo expresivo titánico, físico y psicológico, de compenetración en el grupo: se tocan, se miran, se alejan, se trenzan, reptan, se deshilvanan, se huelen. Con los pies desnudos y a pecho descubierto. Una especie de trapecio gigantesco bajaba desde el techo, permitiendo a los actores acrobacias dignas de la mejor función del Cirque du Soleil. Perpetuum mobile. Plasticidad constante y una elegancia elástica, orgánica.

Es todo muy animal, primario y a la vez una geografía sofisticada de insinuaciones y “nuances”. Desde el nada apolíneo integrante en culottes, que muestra sus pliegues sin complejos, hasta la niña pequeña que representan durante casi toda la función a Cupido, es todo un ensamblaje de pasiones germanizadas, apolíneas, pero atravesadas por una pasión fría, contenida. Donde el fuego se entremezcla con el hielo, como en la propia obra de Virgilio, donosa pero difícil de traducir e interpretar, un verdadero arcano literario fundamental.

Un lugar muy destacado juega el vestuario de Christine Birkle, rico, variado, imaginativo, de hace siglos, actualísimo, de gasas, cabellos, linos y frunces, de colores violentos y nude, formando una paleta de tornasoles inesperados, de géneros diversos donde todo cabe.
El coro, aparece aquí y allí, en el escenario, desdibujado en paralelo con la orquesta o en el camino central de la sala del Real, camino del escenario. Fantástico.

Gran desafío este complejo artefacto vocal y escenográfico para sus propios creadores, Waltz y Schenk, el iluminador, Thilo Reuthe, los dramaturgos Jochen Sandig y Yoreme Waltz y el maestro de ensayos Juan Kruz Díaz de Garaio Esnaola, los bailarines y los secundarios que parecen primeras figuras, todos ellos, en número considerable, desplegados en esta versión total y onírica, alucinante, con la que Purcell nunca hubiera soñado, o tal vez sí, porque ya habían existido William Shakespeare y otros grandes dramaturgos precursores que hicieron caer en raras ensoñaciones y fantasmagorías a los públicos.

Mucho antes de que los invasores romanos, defendiendo su comercio y su hegemonía en el Mare Nostrum, la destrozaran a sangre cubriéndola de sal, los expatriados de Troya ya habían conseguido destruir moral y físicamente la tierra de la civilización púnica. Fue como una maldición ancestral una y otra vez, encarnada por el deseo de sus propios dioses o de los de sus enemigos.






La sala estaba a rebosar, lleno al completo y un montón de aplausos. Y nadie se movió de su butaca en las casi dos horas de espectáculo. La inclemencia de los dioses vengativos no llegó a alcanzarnos en ninguna de las cuatro funciones orquestadas por Sasha Waltz. Todo lo contrario, fueron propicios y tuvieron piedad de nosotros, mortales. Notable.



Alicia Perris

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