domingo, 30 de marzo de 2014

EL 4 DE ABRIL SE CUMPLEN 100 AÑOS DEL NACIMIENTO DE MARGUERITE DURAS











HACE POCOS AÑOS PUBLIQUÉ ESTE ARTÍCULO EN RAÍCES, A PROPÓSITO DEL MONTAJE DE “LA DOULEUR” EN LA ABADÍA, DONDE TUVE EL PLACER DE CHARLAR CON DOMINIQUE BLANC, LA INEFABLE DAMA DE COMPAÑÍA DE LA REINA MARGOT DE CHÉREAU

“La redada” (“La rafle”), “El dolor” (“La douleur” de Marguerite Duras) y “El otro señor Klein”

I. A menudo el cine y el teatro, recrean las fantasmagorías que los pueblos y la Historia han querido olvidar. Es el caso de la película francesa de Rose Bosch, “La Rafle”, estrenada en marzo en Francia, que todavía no ha llegado a las pantallas españolas. Hay quien comenta que estará aquí para el comienzo del otoño. Así van nuestras expectativas, siguiendo el vaivén y el zigzag de las estaciones. Narra los acontecimientos que tuvieron lugar en Montmartre, el 16 de julio de 1942, día en que la policía francesa, con la complicidad del Mariscal Pétain y por instigación de los Nazis, detiene a miles de judíos para ser deportados a los campos de concentración. Sin embargo, “la desobediencia civil de muchos ciudadanos y de algunos funcionarios permitió escapar a una parte de los escogidos para la muerte”.

 Francia se debatía – todavía lo hace en el recuerdo-  entre la complicidad con los alemanes y la Resistencia y la ciudadanía tomaba partido o miraba, como a menudo sucede, en otra dirección.
Este film vuelve a poner de manifiesto una vieja deuda de la conciencia gala: la polémica que sumió la memoria histórica de la nación en un vergonzoso intento de olvido, la que la vincula al régimen de Vichy y a la colaboración con los ocupantes alemanes.
Los ojos de los niños son testigos en la película del horror, mientras que su principal protagonista, un verdadero y real Joseph Weismann, decide hablar después de décadas de silencio.
La directora confesó que creía necesario contar esta historia, que formaba parte del silencio colectivo y pactado, en un país que había preferido olvidar. Muchos presidentes, entre ellos De Gaulle o Mitterrand, pasaron de puntillas sobre estos sucesos.

 Sin embargo, el presidente Jacques Chirac decidió cambiar de discurso en 1995, reconociendo la participación del Estado durante la redada, en la entrega de aquellos a los que hubiera debido proteger. Después de ver la película, Chirac dijo, haciéndose cargo de décadas de oscurantismo, que uno de los principios de toda sociedad es que “la fuerza nunca debe prevalecer sobre la ley”.
Weismann fue inducido por Simone Veil, líder político y superviviente de Auschwitz,
para que después de años de silencio, pasara el testigo doloroso de las experiencias vividas a las generaciones futuras. “Cuando hablo sobre este tema, me choca y me resulta asfixiante”, expresó, pero “es vital contar la historia a los jóvenes de hoy, porque son ellos los que escribirán la de mañana”.
Weismann hace saber que “los comisarios que ordenaron la redada murieron ricos y bien considerados. No se ha hecho justicia”. Queda “La Rafle” como su testamento.
 

II. “La douleur” de Marguerite Duras, representada durante cinco noches por la talentosa Dominique Blanc en La Abadía, hubiera podido escribirse como el segundo acto de “La Redada”.
Los directores Patrice Chéreau (La reina Margot) y Thierry Thieû Niang llevan a escena uno de los textos más inquietantes de la literatura de posguerra. Aquí la escritora, en un monólogo desgarrado, narra su vida después de la liberación de París. Cuenta la tensa y desesperanzada espera del regreso de su marido, olvidado, tal vez muerto, en un campo de concentración en Europa, mientras los amigos y los combatientes intentan dar con su paradero. Entre ellos, François Mitterrand, amigo de Robert Antelme (Robert L. en la obra), marido de Duras.


 Es más de una hora de intenso esfuerzo interpretativo, en el que la actriz fetiche de Chéreau relata su angustia, su impotencia hasta la recuperación de su marido, al que ya no ama, pero al que se encuentra profundamente ligada. Al vacío y la ausencia del preso de Dachau, sucede una escalofriante descripción del estado del familiar recuperado cuando llega a casa casi moribundo, después del periplo agónico de la guerra y el campo de concentración.
Discurso chocante éste de Duras, tanto como fuera en su día dulce y erótica la lectura de su novela El Amante, soñadora y perfumada de Asia. Escatológico, brutal e impactante, “La douleur” remueve la vergüenza, la culpabilidad y la falta de toma de partido de la que todos hacemos gala en algún momento de nuestra vida. El texto de Marguerite Duras no exonera ni perdona a nadie. Involucra a la especie humana como lo hará más adelante el propio Antelme, o Primo Levi (“Si esto es un hombre”) o Polanski, con su película “El Pianista”.
Todos somos culpables, viene a escribir y a recitar la autora y Dominique Blanc se deshace y se reconstruye cada vez en la grandeza de un texto hecho para hacer reflexionar y padecer, en tanto que pasajeros a la vez cómplices y mudos de esas historias, de la Historia.

III. En la misma línea de asfixia, cerrando cada vez más un círculo que se estrecha y se vuelve fóbico y kafkiano, Joseph Losey (“El sirviente”, “Por el rey y por la patria”) dibujó para el cine la desestructurante peripecia de “El otro señor Klein” (1976). Asistimos de nuevo a la ceremonia de la confusión de las identidades, porque Klein comercia con muchos judíos pagándoles poco dinero por sus cuadros y objetos y enriqueciéndose a su costa cuando ya están elegidos para la deportación y la muerte, pero se ve envuelto en la maraña inexplicable y confusa de los acontecimientos.
Es un camino cenagoso, filmado en estado de gracia, en el que protagonista descubre la existencia de ese otro yo que se llama como él, pero no es él pero se le parece y lo arrastra.
Esta película recibió muchos elogios y varios premios César y Losey tal vez vio así recompensado su enorme talento y su obligado exilio de Estados Unidos por su filiación de izquierdas, en la época del Maccarthysmo.
Alain Delon, “El otro señor Klein”, nunca estuvo tan enigmático, ni tan seductor, ni tan evanescente, arropado por su eterna gabardina y su sombrero de fieltro. Si acaso en aquella película, que pasó sin pena ni gloria, “La primera noche de quietud”, donde hablaba italiano y representaba a un profesor que decía, en otra línea ideológica ahora: “Yo no soy ni de derechas ni de izquierdas. Vengo a enseñarles por qué un verso de Petrarca es bello”.


Y IV. La primavera apenas esbozada de Madrid se concentra en una tarde resplandeciente que se desmaya contra la verja del teatro de La Abadía. Mientras la esperamos en la puerta de la sala, la emoción nos sigue desbordando. Dominique Blanc aparece sonriente, agradecida y luminosa, la melena castaña y larga deshojada, hablando un francés exquisito y sonriendo como si el texto de la Duras no hubiera pasado por ella. Como si nunca lo hubiera recitado. Se va esta misma noche a París ya desdoblada y otra vez ella misma y no la otra y saluda encantadora cuando se aleja como había llegado: sin pretensiones, como una presencia de claridad y de frescura. Parece un alivio…
Pero en el fondo del corazón, “La Redada”, “El Dolor” y “El señor Klein” están ahí, con nosotros, continúan al acecho, siguen sosteniéndonos la mirada en las sombras de la tarde, de una manera que asusta, atrabiliaria.         

Alicia Perris

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