David Trueba.
Por muchas ambiciones con
que el ser humano se pinte a sí mismo, no pasa de ser un mero superviviente.
Ahora que sabemos que insectos que fueron nuestra más alegre compañía en la
infancia, las mariposas, los saltamontes, los grillos, son ya también especies
amenazadas de extinción, haríamos bien en poner nuestras barbas a remojar.
Basta escuchar con atención a los líderes mundiales para comprender que si
persistimos como raza dominante no es debido a la inteligencia superior, sino a
unas cualidades de resistencia al medio más sólidas que las de aquellos seres
que coleccionábamos con alfileres, recluíamos en botes transparentes o
cazábamos por el campo sin saber aún que éramos depredadores. Instalados en un
vértigo tecnológico que apunta a la inmortalidad como el próximo reto cuando
todavía la instalación de fibra telefónica es una chapuza de cables, taladros y
postes torcidos en las esquinas de las calles, parecemos imbuidos de una
seguridad en nosotros mismos que solo se apabulla cuando llega puntual la enfermedad
terminal y la pompa fúnebre, a la que por más rimbombancia que le damos no nos
acaba de gustar del todo protagonizar.
Cada vez más sumisos al
asfalto y al teléfono móvil, no parece angustiarnos la constante cadencia de
fenómenos naturales de una capacidad de destrucción asombrosa. El dolor de los
terremotos y huracanes, tan tremendos en el final de verano caribeño, ya ha
sido analizado por las mejores mentes financieras como una posibilidad cierta
de negocio y en las páginas de economía se especula con que un buen cataclismo
trae dinero para reconstrucción y crecimiento del PIB. Incluso utilizamos
amenazas como el tsunami, el huracán o el vendaval para adjetivar capacidades
humanas, presos del entusiasmo, olvidándonos de que cuando uno de esos fenómenos
nos visita el hombre se hace hormiga pisoteada sin esfuerzo. Qué miserable
delirio de superioridad nos invade cuando nos olvidamos de en medio de dónde
estamos.
Haríamos bien en sentarnos
de nuevo a apreciar el paso de las estaciones, a esperar la lluvia y el
amanecer con el respeto que le guardaban los antiguos. Mientras no somos más
que supervivientes. Y ahora que cambiamos de estación ya ni siquiera recurrimos
a la poesía, que se está quedando atrás frente al furor de los laboratorios.
Pero conviene recordar a Rilke cuando advertía que al comenzar el otoño quien
ya no tiene casa ya no la construirá, quien ahora está solo, lo estará mucho
tiempo, y que, pese a esos delirios tan nuestros, a lo máximo que llegaremos es
a deambular de un lado a otro mientras las hojas caen.
https://elpais.com/elpais/2017/09/25/opinion/1506347622_031757.html
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