CÉSAR COCA
Diez años después de su
muerte, apenas nadie recuerda el escándalo de la evasión fiscal, que solo se
cerró por la prescripción del delito debida a un cambio de la ley. Ni la bronca
con su esposa cuando la dejó para marcharse con su secretaria, 34 años más
joven. Ni los juicios destemplados de algunos críticos, que hicieron leña del
árbol ya inclinado de su decadencia vocal y su tendencia a dejarse acompañar
por figuras del pop que lo alejaban de la lírica. Lo que se recuerda hoy de
Luciano Pavarotti (Módena, 1935-2007) es su enorme carisma, la maravillosa voz
de sus mejores años -de mediados de los 70 a finales de los 80-, su simpatía en
escena y su capacidad para hacer que un público completamente ajeno a la ópera
se supiera de memoria algunas de las arias que cantaba en sus recitales. El
tenor italiano conquistó algunos récords que, si bien por sí mismos no reflejan
la calidad de sus mejores trabajos, hablan mucho de su éxito. Tardará mucho en
existir otro como él. Quizá no lo haya nunca. Pavarotti encarnaba a la
perfección el mito del artista que nace en el seno de una familia humilde y
gracias a su talento y a algunos toques de la fortuna (y quién no los necesita)
llega a lo más alto. Era hijo de un panadero apasionado de la ópera, algo nada
extraño en un país en el que la lírica es casi una religión, y vivió toda su
infancia rodeado de mujeres porque los hombres estaban en la guerra. Hasta
compartió nodriza con Mirella Freni, con quien luego se subiría al escenario en
multitud de ocasiones. Antes de su debut -con el rol de Rodolfo en La Bohème, a
los 25 años- había trabajado como panadero, vendedor de seguros y, por extraño
que ahora pueda parecer, profesor de gimnasia. El tenor era entonces un tipo
alto, fuerte y muy aficionado al fútbol, que aún no había sucumbido a la
glotonería.
XOAN A. SOLER
Sus comienzos no fueron
fáciles. Cantaba en un coro, ganó un concurso local, subió a un puñado de
escenarios en Italia, pero los años pasaban y no conseguía destacar. Incluso
había obtenido buenas críticas en Europa y debutado en algunos coliseos líricos
de relieve. Nada parecía servir para ser algo más que un buen cantante, uno más
entre las decenas que recorrían el mundo. Y en un momento en que para un
artista lírico era esencial disponer de un disco con éxito, Pavarotti no había
atraído aún la atención de ningún sello. La suerte llegó vestida de gran dama
de la ópera: Joan Sutherland descubrió su talento y quedó prendada de su
simpatía. Y también de su estatura, porque estaba harta de cantar junto a
tenores más bajos que ella, y en cambio con el de Módena hacía una estupenda
pareja. Fue la soprano australiana quien presionó a su compañía
discográfica. Empieza la leyendaLe
dieron una oportunidad, aunque modesta: un disco sencillo, de los de 45
revoluciones por minuto, con un par de arias. Las ventas fueron mínimas. El
responsable de prensa de Decca no sabía qué hacer para lograr publicidad y
entonces, aprovechando que Pavarotti estaba en Nueva York para cantar La fille
du régiment en el Metropolitan, invitó a un grupo de periodistas a uno de los
ensayos. Lo que vieron es ya Historia de la ópera: ante sus atónitos ojos (y
oídos), el tenor dio sin esfuerzo aparente nueve do de pecho. Al día siguiente,
Pavarotti salía en la primera página de The New York Times. Empezaba la
leyenda. A partir de ahí, Pavarotti fue sinónimo de éxito arrollador. Solo
cinco años después, tras intervenir en el programa televisivo de Johnny Carson,
recibió 200.000 cartas de admiradores. Es el primero de sus récords, pero hubo
más. Tuvo de forma simultánea ocho discos en la lista de los 40 de más éxito de
Billboard, recibió una ovación de 67 minutos en Berlín mientras el telón se
alzaba 165 veces -veinte años más tarde lo superó Plácido Domingo- y dio un
recital en Hyde Park para 150.000 personas que esperaron horas bajo un intenso
aguacero. Vendió en vida más de cien millones de discos y acumuló una gran
fortuna, evaluada en no menos de 150 millones de dólares en 1996, cuando se produjo
su divorcio. Se codeó con famosos de toda condición, políticos y aristócratas,
de Lady Di al Dalai Lama. Fue nombrado embajador de la ONU, participó en
campañas de solidaridad, se convirtió en personaje invitado de series de
dibujos animados y hasta se prestó como jurado en el Festival de San Remo.
Jovial siempre ante el público (aunque quienes trabajaron con él aseguran que
su simpatía no era tal cuando se apagaban los focos o no había cámaras
delante), no tuvo empacho en reconocer que su formación musical era escasa y se
cuidó mucho de no abordar papeles muy atractivos pero en los que podía tener
dificultades. En realidad, su repertorio operístico era bastante corto: algunos
títulos de Verdi, Puccini, Donizetti, Bellini... y no mucho más. Tampoco lo necesitaba
porque con esas obras enamoraba al público. En los últimos años de su carrera
se prodigó en recitales acompañado de grupos y solistas del pop más comercial
-muchos puristas no le han perdonado aún que cantara incluso con las Spice
Girls- y limitó su repertorio a las arias en las que la belleza de su voz
brillaba de manera especial y a las napolitanas que cantaba como nadie pero que
le exigían muy poco vocalmente. Algo así sucedió en 1998 cuando llegó a Bilbao
para participar en el colofón a los actos por el centenario del Athletic.
Ya
había cantado en siete títulos de las temporadas de la Asociación Bilbaína de
Amigos de la Ópera y un concierto especial. Miles de personas que nunca habían
asistido a una función de ópera se pelearon por conseguir una entrada o una
invitación para poder presenciar su recital en San Mamés. Muchos de ellos
tenían el álbum con la actuación de Los tres tenores en las termas de
Caracalla, durante los actos del Mundial de Fútbol de Italia de 1990, y el
recopilatorio Tutto Pavarotti (había salido unos meses antes), que ya había
vendido mucho. Ni Domingo ni mucho menos José Carreras lograron algo
semejante. Cuesta abajoPara entonces, ya
estaba en la cuesta abajo de su carrera. Suspendía actuaciones, su peso era
excesivo y su salud se resentía: soltó unos gallos impropios de un cantante de
su categoría en varias ocasiones y, como tantos otros, se arrastró por los
escenarios más de lo que su leyenda merecía. Pero su público, o la parte menos
exigente, se lo perdonaba todo porque él mantenía intacta su enorme capacidad
para comunicar. Al llegar a casa ponían E lucevan le stelle o Nesun dorma en su
tocadiscos y no podían evitar emocionarse ante la belleza indescriptible de su
voz. Murió por un cáncer de páncreas el 6 de septiembre del 2007 y esa voz
irrepetible, recogida en más de un centenar de discos, es su gran legado.
https://www.lavozdegalicia.es/noticia/cultura/2017/08/28/pavarotti-legado-voz-irrepetible/0003_201708G28P25991.htm
No hay comentarios:
Publicar un comentario