domingo, 18 de febrero de 2018

ALTERNÁNDOSE CON "DIE SOLDATEN", AHORA “STREET SCENE”DE KURT WEILL O CÓMO ES IMPOSIBLE QUE FLOREZCAN LILAS EN LA MISERIA.TEATRO REAL DE MADRID.

VUELVE "STREET SCENE" AL TEATRO REAL, LOS DÍAS 26, 27, 29, 30 Y 1 DE JUNIO. ¡ÚLTIMA OPORTUNIDAD PARA VERLA!

“Street scene”, libreto de Elmer Rice, basado en su obra homónima (1929), con letras de Langston Hughes.
Estrenada en el Adelphi Theatre de Broadway (Nueva York), el 9 de enero de 1947. Nueva producción del Teatro Real, en coproducción con la Opéra de Monte-Carlo y la Oper Köln

Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. (Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid)
Pequeños Cantores de la ORCAM



Ficha Artística
Dirección musical: Tim Murray
Dirección de escena: John Fulljames  
Directora colaboradora: Lucy Bradley 
Escenografía y figurines: Dick Bird      
Coreografía: Arthur Pita 
Iluminación: James Farncombe
Diseño de sonido: Poti Martin  
Dirección del coro: Andrés Máspero    
Dirección del coro de niños: Ana González    

Reparto
Abraham Kaplan: Geoffrey Dolton       
Greta Fiorentino: Jeni Bern      
Carl Olsen: Scott Wilde   
Emma Jones: Lucy Schaufer     
Olga Olsen: Harriet Williams    
Henry Davis: Eric Greene
Anna Maurrant: Patricia Racette         
Sam Kaplan: Joel Prieto  
Daniel Buchanan: Tyler Clarke 
Frank Maurrant: Paulo Szot      
George Jones: Gerardo Bullón  
Lippo Fiorentino: José Manuel Zapata, eventualmente con Michael J. Scott 
Jennie Hildebrand: Marta Fontanals-Simmons        
Rose Maurrant: Mary Bevan     
Harry Easter: Richard Burkhard
Mae Jones / Niñera 1: Sarah-Marie Maxwell 
Dick McGann: Dominic Lamb   
Niñera 2: Laurel Dougall

Esta peculiar partitura del músico alemán nacionalizado posteriormente norteamericano, a la que él consideraba su obra maestra, se pudo compartir en el Teatro Real de Madrid del 13 al 18 DE FEBRERO y en otra serie de veladas que tendrán lugar entre el  26 DE MAYO  y el 1 DE JUNIO DE 2018.
El estreno de esta composición compleja y con una profunda lectura política e ideológica, de vibrante actualidad, cuenta con el libreto de Elmer Rice, basado en su obra homónima (premio Pulitzer 1929) y letra para las canciones de Langston Hughes. Street Scene es el relato violento y brutal de la pobreza, el alcoholismo, la segregación de clases, el abandono por los estados a unos inmigrantes europeos que huyen de la guerra y los envía, primero a la isla de Ellis, en cuarentena y luego los aloja en infraviviendas donde viven o mejor, malviven, hacinados y sin esperanza.



Una situación similar sucedió incluso ya en el siglo XIX, cuando miles de expatriados forzosos llegaron a las geografías de Australia, o Sudamérica, buscando refugio, consuelo, un hermanamiento que en muchas ocasiones se hizo difícil o imposible. Sin embargo, en lugares como Buenos Aires, durante décadas, aquel “melting pot” como define esa situación social el director del Real, Joan Matabosch en la rueda de prensa de Street Scene, se hizo posible, con altibajos.

Pero un hotel esperaba en la capital argentina a los inmigrantes y entre todas las nacionalidades que acudieron a la llamada de un mundo mejor entonces, cuajó una convivencia y una seguridad entre pueblos, lenguas, razas y religiones muy diferentes. Una quimera que cristalizó y que ahora, en todas partes, se ha perdido en la noche de los tiempos.

El tema de la inmigración, se puede leer cada día en los periódicos, se ve en las pantallas de las televisiones, se recorre en publicaciones, conferencias, mítines y manifestaciones de todo el planeta, pero sobre todo se recibe por la piel porque los inmigrantes están aquí para quedarse, son personas reales.
Han llegado a devolver las cuentas de colores del colonialismo, esa rama nociva brotada con ferocidad del capitalismo y la revolución industrial en Europa, que repartió los territorios de Asia o África, como si fuera un tablero de ajedrez dislocado, al hilo de la grandilocuencia geopolítica y militar de un Clausewitz o un Bismarck.


Después de “Dead man walking”, estrenada en el Real antes que “Street Scene” que reflexionaba tan cruda y amargamente sobre la pena de muerte, ya no se puede seguir creyendo que se va a la ópera a una velada de placer o como un aperitivo de una cena copiosa y elegante, porque las Mimi, las Traviatas o las Toscas han  quedado atrás por algún tiempo en esta temporada.
La ópera y el Real, hoy y aquí, nos ponen de una forma inevitable ante una realidad que nos obliga a muchos a salir de una “zona de confort” como se dice ahora, o de una burbuja egocéntrica y psicótica.

De hecho, el personaje de Kaplan, en “Street scene” es un judío de izquierdas que probablemente hablara el yiddish, esa lengua maternal y afectiva que sonaba en los hogares hebreos de Europa del este y centro, antes de que las carnicerías de la Shoah, esparcieran las cenizas de miles de ajusticiados por el nazismo a todos los vientos.

De aquellos polvos, estos lodos que Kurt Weill, sufrió en su propia carne. Podría haberse transformado en un psicópata, en un loco o en un antisocial, podría haberse callado para siempre, pero decidió asimilarse como pudo a Estados Unidos, seguir haciendo lo que sabía hacer tan bien, componer, y dejarnos una ofrenda de belleza cargada de pentagramas.







Weill habla de la calle, cuenta la escenas en lo público porque lo privado, allí, en esos cubículos donde todo se sabe, se oye y donde espiar al vecino es un pasatiempo al uso, no se puede imaginar otros comportamientos.








Hasta aquí la soflama personal y emocional. Hablemos ahora de música, que lo depura, limpia e ilumina todo, hasta las historias más sórdidas.



Cuando Antoine Pecqueur, periodista presentador de las retransmisiones de Mezzo, le preguntó al director musical Tim Murray por la partitura, éste destacó el magma de “sonidos, de colores y de los distintos estilos imperantes, porque la ópera fluctúa entre el swing de la orquesta de Benny Goodman, el jazz,  una película de Hollywood o el verismo de Puccini”, según sus propias palabras.
De hecho, es una sumatoria de textos hablados, música y bailes, porque  todo New York está en escena, ya que Weill quería hacer algo típicamente americano, con un gran cast, incluyendo un coro de adultos, adolescentes y de niños y una orquesta muy nutrida.

“Una producción costosa y arriesgada para cualquier teatro”, agregó, porque se necesitan cantantes de ópera, voces específicas, del pop, el musical, la opereta y la gran ópera. Murray recuerda su paso por el Real con “Porgy and Bess” y la formación del Cabo de Sudáfrica, que también estuvo en el Teatro Colón de Buenos Aires, de gratos recuerdos para él. Lo importante además, es que Tim Murray concertó a todos con holgura y de maravilla.
El director musical está encantado con los músicos del Real, cálidos, de excelente trato y conocimientos, a los que no les importa arriesgarse a fondo en un proyecto lleno de desafíos como este.

John Fulljames, el director de escena, por su parte, hace girar los contenidos de Elmer Rice entre el naturalismo de la historia y el expresionismo de Kurt Weill, todo imbuido de un claro mensaje político, reivindicativo, de izquierdas. Y relata su propia visión de esta época (que es también la nuestra, hoy), con grandes quiebros de clases sociales, razas, donde sin embargo, hay lugar para la compasión, como la de Mrs. Murrant con la parturienta, mientras no llegan ni el médico alcoholizado ni la partera. Estas declaraciones de ambos directores responsables coincidieron totalmente con las que hicieron en la rueda de prensa del Teatro Real.

Y luego está el calor, verdadero protagonista y detonante de todas las desgracias y los dramas, y la humedad. El calor, la justificación de aquel Mersault asesino de un árabe en el norte de África en “El extranjero” del Premio Nobel Albert Camus, una obra joya  que ya nadie suele leer.

Y una pareja como Mae y Dick, deliciosos y hasta el perro que pasea en medio del desastre general, impasible y rutinario. Es 1938, y es el Lower East Side de Nueva York. Los decorados, el escenario, la actuación de los artistas quieren mostrar lo ya es evidente: la suciedad, el hacinamiento de los vecinos sin recursos, porque solo queda el esqueleto del edificio en realidad, una jaula humana donde abundan los dialectos europeos, para los que se han utilizado coaches ad hoc y la violencia brutal resumida por el conserje, vertiendo en la propia acera, los restos sanguinolentos del parto de una vecina de la corrala.
Se trata de una obra coral y en este caso sí, sería titánico hacer referencia a cada actuación, pero soberbios todos los coros, los bailes, la dirección de actores, el vestuario, la iluminación y las voces. 



Y la teatralidad y la soltura musical de Joel Prieto en el papel de un joven enamorado, despistado, que debe soñar con un momento mejor. Su desempeño es importante y exigente, como el del asesino que encarna un Paulo Szot, Frank Maurrant,  de origen polaco, pero nacido en Brasil (parece sacado pues del propio argumento de la obra). Sobrado, sudoroso, con una mirada feroz y un voz de barítono que se adapta como un guante a un papel sombrío, muy ingrato.


Patricia Racette compone una Anna Maurrant solvente en lo vocal, transmitiendo toda la frustración que un marido borracho le produce y atendiendo a sus hijos de edades dispares como puede. Tanto Szot como Racette componen de verdad psicológicamente su personaje, ya que en la vida real, en el contacto con la prensa, en la cotidianeidad, se muestran diferentes, arropados y cómodos en otros yo, más auténticos y es de esperar que menos traumáticos. 


El Geoffrey Dolton que da vida a Abraham Kaplan (la voz del propio Weill en escena) es incisivo, con un enorme despliegue de recursos con poco esfuerzo, igual que Mary Bevan, que dibuja una joven deliciosa, nacida en un tiempo y sobre todo en un lugar equivocado. Exquisita presencia física y llena de posibilidades vocales que administra muy bien.

El resto del elenco, prodigioso, entregado, traduciendo una compleja propuesta teatral y musical, consigue que esta utopía se haga realidad y pueden estar más que satisfechos todos, gestores y artistas, los que han hecho posible que Kurt Weill, su época y esta, la nuestra, tan asimilables, se visualicen como testimonio y como reprimenda para muchos, en un teatro de ópera.
El público, cuando pudo reaccionar, aplaudió, unos lo hicieron más que otros, pero se puede asegurar que los presentes apoyaron el enorme esfuerzo. Mítico, de verdad.

Alicia Perris

PARA MÁS INFORMACIÓN DE KURT WEILL Y EL CABARET EN EL BERLÍN DE ENTREGUERRAS, LE RECOMENDAMOS TAMBIÉN LA EMISIÓN DE RADIO SOBRE EL TEMA, DE ALICIA PERRIS:

https://aliciaperris.blogspot.com.es/2016/06/weill-y-hollander-en-el-berlin-gozoso.html

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