Portada de la catedral de
Reims, del siglo XIII. / FRANCK
GUIZIOU
A finales de agosto de 1914, ante la resistencia
de Bélgica a la entrada de tropas alemanas por su territorio camino de Francia,
Lovaina fue arrasada, incluida su gran biblioteca. Poco después, en septiembre,
le sucedía lo mismo a Reims. Los cañones machacaron su catedral con un diluvio
de fuego. Gran parte de las extraordinarias vidrieras, así como las pinturas y
esculturas, saltaron por los aires. El templo, en el cual la virginal Juana de
Arco había ayudado a entronizar a Carlos VII (Voltaire en La doncella
de Orleans describe la vida de este monarca con su amante Agnès Sorel
“siempre felices comiendo, bebiendo, cazando y fornicando”), ya había sufrido
las convulsiones de la Revolución Francesa, cuya furia iconoclasta condujo a la
destrucción de 26 iglesias de un gran valor artístico. Fue un judío ruso
afincado en París, Marc Chagall, quien 60 años después, en junio de 1974,
inauguró las vidrieras que él creó para la capilla central del ábside. Chagall
representó figuras del Antiguo y Nuevo Testamento junto a reyes de Francia.
Desde que Clodoveo recibió el bautismo de manos de san Remigio, a finales del
siglo V de nuestra era, 25 reyes fueron coronados en este lugar sagrado.
Luis VIII fue el primero, en 1223, y el último Carlos X, en 1825. La
crucifixión de Cristo, así como su resurrección, son elementos esenciales de
esta obra en la cual sobresalen los azules intensos y los rojos llamativos.
Todo el estilo tan peculiar de este artista, proveniente de la pintura medieval
libre de los convencionalismos de la perspectiva, influenciado por los iconos
bizantinos y rusos, siempre narrativa, fundiendo las raíces religiosas judías
de la tradición jasídica y las cristianas, adquiría en estos vitrales modernos
una majestuosidad digna de semejante espacio. “Después de la muerte de Matisse
el único artista que ha entendido la esencia del color es Chagall. Desde Renoir
solo él captó el sentimiento de la luz”, comentó Picasso.
Reconciliación
La catedral tardó décadas en ser reconstruida, y
aun así, y a pesar de la magnífica cirugía llevada a cabo, las heridas, las
grandes heridas, se perciben por doquier. La escultura decapitada del ángel
sonriendo nunca perdió su gesto benevolente. El 8 de julio de 1962, Charles de
Gaulle y Konrad Adenauer se reunieron en esta ciudad para manifestar el dolor
por el pasado y la reconciliación. A los pies de la entrada principal de la
catedral, donde estaba antes la estatua ecuestre de Juana de Arco, ahora
desplazada a un lateral, se puede ver sobre las baldosas la gran placa
conmemorativa.
Una terraza en la ciudad. / GETTY
Si bajamos por la calle, dando la espalda a la
entrada principal de la catedral, nos cruzaremos con la Rue Chanzy. En el
número 8 está el Museo de Bellas Artes, que, entre otras muchas obras maestras
firmadas por Cranach, La Tour, Delacroix, Géricault, Courbet, Millet, Monet,
Renoir, Gauguin, Dufy o Picasso, exhibe el Marat asesinado pintado
por David. A continuación, el teatro de la ópera y toda la zona centro de Reims
rehabilitada. Aún hoy en cada edificio hay una placa conmemorativa recordando
la desolación que produjo la Primera Guerra Mundial en cada manzana, y su
reconstrucción. Pocos años después, estos antiguos recordatorios tuvieron que
compartir espacio con otras placas incluso más terribles. Son aquellas que
recuerdan las detenciones y asesinatos de la Gestapo. Curiosamente, la sede de
estos asesinos estaba instalada en un palacete de la Rue Jeanne d’Arc. Ese
espacio, del que solo se conserva el lienzo de la fachada, es ahora un pequeño
jardín donde están inscritos los nombres de quienes allí fueron torturados y
murieron por defender “tu libertad”. Siempre he entendido que no solo era por
defender la libertad de los franceses, sino, y sobre todo, de la humanidad.
Faulkner redactó el texto de la placa que el condado de Lafayette, en Estados
Unidos, puso a sus caídos en todos los frentes de la Segunda Guerra Mundial.
Dice así: “Ellos mantuvieron no la suya, sino la libertad de todos los hombres,
muy lejos de casa, hasta este último sacrificio”. Pero uno de los mármoles más
emotivos que leo en Reims es el que se encuentra en la Rue Thiers, donde
tristemente no es el único, sino, para mí, el más simbólico. “Aquí vivieron
Georges Simon (1903-1944), abogado, y su madre Albertine Weil (1878-1944),
viuda de Simon. Muertos tras su deportación al Campo de Auschwitz”. Goethe
escribió: “Dios me dio la voz para que expresase mi dolor”. Estas placas son
gritos que avisan, que nos previenen de los males del pasado que no deben
repetirse. Reims durante el siglo XIX sufrió a los prusianos y, durante el
siglo XX, los alemanes la destruyeron dos veces.
El campanario de la iglesia de Saint-Jacques, en
el mismo casco histórico, fue destruido durante la primera contienda. Hasta
1992 no fue reconstruido tal cual estaba. Vieira da Silva, la gran artista
portuguesa, compuso unas vidrieras bellísimas y alegres que le dan un aspecto
menos sombrío al templo.
La ciudad de Reims quedó destruida en un 90%
después de la Primera Guerra Mundial. Las voces de muchos escritores,
intelectuales y artistas se alzaron ante aquella barbarie. Romain Rolland llegó
a escribir que esa demolición había sido un crimen inexplicable. Hasta el
verano-otoño de 1944, en que Varsovia obtuvo la distinción de
ser la ruina mejor conseguida de Europa, según la ironía macabra de Janet
Flanner, Reims estaba en los primeros puestos del ranking de
las ciudades martirizadas.
Atravesando las vías del tren, por el puente de
Laon, y muy cerca de él, está la Rue Franklin Roosevelt. Allí estaba, y aún
conserva en parte este fin, un complejo inmobiliario dedicado a la enseñanza,
el Collège Moderne et Technique de Reims. A finales de la Segunda Guerra
Mundial fue el Cuartel General de Eisenhower. En febrero de 1945, el general
norteamericano, comandante en jefe de las fuerzas aliadas en Europa, instaló
allí su cuartel general (Supreme Headquarters Allied Expeditionary Force). El 7
de mayo de 1945, en la Sala de los Mapas, fue firmada la rendición de las
tropas nazis en todos los frentes de batalla. Se llevó a cabo a las 2.41.
Alemania capitulaba sin condiciones. Estaban presentes británicos, franceses,
norteamericanos, soviéticos y, por supuesto, los propios alemanes representados
por el general en jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas alemanas y el
comandante en jefe de la Marina de Guerra. Curiosamente, a esa firma no quiso
asistir Eisenhower, aunque hay una foto posterior realizada ese mismo día, en
su despacho, con las autoridades militares aliadas, también los soviéticos, en
las que todos están sonrientes mientras Eisenhower muestra como un trofeo de
guerra las plumas estilográficas con las cuales se firmó el tratado. La
humildad de este pequeño recinto sobrecoge ante la trascendencia de lo que allí
pasó.
JAVIER BELLOSO
Hoy en día el edificio, en parte, sigue cumpliendo
su papel educativo, que también comparte con un museo dedicado a aquellos días.
Museo que contiene uniformes militares de todas las naciones combatientes,
armamento militar, banderas, documentales y fotografías, maquetas, periódicos y
libros, así como otra documentación valiosísima. Pero el lugar emblemático es
la Sala de los Mapas (desde donde se estudiaban y analizaban los movimientos de
tropas), igualmente conocida como Sala de la Rendición. Está tal cual quedó ese
día, hace ahora casi setenta años. Es una gran sala con los mapas colgando de
las paredes y una mesa muy larga. Los aliados se sentaron todos juntos frente a
los alemanes, que quedaron desplazados hacia la esquina derecha. Se mostraba
así, simbólicamente, su soledad y minoría. Un gran cristal separa al visitante
del escenario principal de la firma. La estancia, con los mapas un tanto
amarillentos, ha quedado congelada en el tiempo. Un lugar humilde, melancólico,
acorde con el dolor que esta Segunda Guerra Mundial y, por supuesto, también la
Primera Gran Guerra, llevaron al mundo.
Alrededor de Reims hay multitud de cruces blancas
esparcidas por sus campos. Manifiestan el recuerdo de tantas vidas jóvenes
segadas por la intolerancia. El gran poeta Apollinaire, que murió en el año
1918 a los 38 años a consecuencia de una herida de guerra, escribió estos
versos en La bonita pelirroja: “Apiadaos de nosotros que
combatimos siempre en las fronteras / De lo ilimitado y de lo
venidero. / Piedad para nuestros errores, piedad para nuestros pecados…”.
» César Antonio Molina fue ministro de
Cultura y dirige actualmente La Casa del Lector.
http://elviajero.elpais.com/elviajero/2014/04/17/actualidad/1397746546_603463.html
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