miércoles, 23 de abril de 2014

MATEMÁTICAS. LA CIVILIZACIÓN DE LOS ALGORITMOS

Ilustración: LUIS PAREJO

PABLO PARDO Washington
 Aunque usted no lo sabe, su lugar en el Universo ha sido designado por algoritmos. Si está leyendo esto en Internet, y lo ha encontrado con un buscador -como Google, Yahoo! o Bing- no se engañe: lo que le ha traído a estas letras es un algoritmo. Si lo está leyendo en el periódico impreso, pero en un avión, el asiento que ocupa y el precio del billete han sido determinados por un algoritmo. El petróleo que originó el combustible del avión fue encontrado gracias a algoritmos. Otros algoritmos fijaron el precio de ese combustible en el mercado financiero.
Si tiene un plan de pensiones o un fondo de inversión, no se haga ilusiones: es posible que su dinero no lo gestione ningún operador en mangas de camisa y con el nudo de la corbata desabrochado gritando delante de una pantalla, sino un algoritmo que yace en un ordenador que parece un armario y que está, con otros miles más, en un almacén refrigerado.
No fueron los empleados del banco ni de la aseguradora, sino unos algoritmos, los que determinaron lo que usted paga de hipoteca ni del seguro del coche. Un coche que en California y Nevada, en EEUU, puede ser conducido no por una persona, sino por un algoritmo, aunque con carácter experimental. Bruce Breslow, director del Departamento de Vehículos de Motor (el equivalente de la Dirección General de Tráfico) de Nevada, que ha usado estos vehículos, explica a EL MUNDO: «Son mucho más seguros que un coche normal. Cuando se comercialicen, salvarán vidas».
Predecir acontecimientos
En el caso de que esta información le esté desatando su vena antisocial, tenga cuidado: las policías de Chicago y Los Angeles usan algoritmos para predecir dónde van a suceder crímenes. Porque los algoritmos no solo hacen cosas, sino que también las predicen. Hace dos meses, Google compró por 2.250 millones de euros una empresa llamada Nest, que vende en EEUU y Canadá un aparato de aire acondicionado y calefacción que gradúa la temperatura de las casas él solo, porque sus algoritmos aprenden a conocer los hábitos de la gente, y saben cuándo se levantan, a qué hora se meten en la ducha y qué días traen amigos a cenar. Si quiere ligar por internet, asuma que está dejando su vida sentimental en manos de algoritmos.
Los algoritmos se han convertido en el 'carbono' de la sociedad moderna. Están tras la ciencia, la tecnología, la cultura y la economía
¿Indignado? No vaya a los poderes públicos en busca de respuesta. Barack Obama fue reelegido como presidente en 2012 porque su campaña empleó de forma masiva algoritmos para identificar a los potenciales votantes y dirigir a ellos -y sólo a ellos- sus mensajes. Y, probablemente usted se morirá de cáncer, Alzheimer o una enfermedad cardiaca, que serán diagnosticados con algún tipo de imagen electrónica basada en algoritmos.
Le queda al menos un consuelo: este artículo no ha sido escrito por un algoritmo. Así que disfrútelo mientras pueda. Porque, el 21 de marzo, la primera noticia que publicó en su web el diario Los Angeles Timessobre el terremoto que había sacudido California aquel mismo día fue escrita por un algoritmo, usando la información generada automáticamente por los algoritmos del sistema de alertas del Servicio Geológico de EEUU. Y, si le gusta el artículo y lo reenvía a sus amigos por Facebook... bueno, ya sabe qué cosa se va a encargar de hacer eso en la práctica.
Una definición imprecisa
Los algoritmos se han convertido en el carbono de la sociedad del mundo moderno. Están tras la ciencia, la cultura, la tecnología y la economía del siglo XXI. Y lo más paradójico es que no hay una definición formal de lo que son. El Diccionario de la Real Academia dice que algoritmo es un «conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar una solución de un problema», y también un «método y notación en las distintas formas de cálculo».
Todo lo que aplica la lógica a la solución de problemas es un algoritmo. Llevando las cosas al extremo, podríamos decir que una receta de cocina es un algoritmo secuencial, porque usa diferentes ingredientes, que son las variables, en diferentes módulos -primero se mezcla, después se sazona, a continuación se le deja enfriar, etcétera- para alcanzar un resultado.
El ejemplo de la receta de cocina, aunque un poco surrealista -y prueba fehaciente de que este artículo no lo ha escrito un algoritmo, dado que entre las capacidades de éstos no se encuentra la ironía- es bastante ajustado a la realidad. Porque un algoritmo tiene dos claves fundamentales. La primera: sus instrucciones deben ser ejecutadas de forma ordenada, con lo que no cabe saltarse pasos o volver atrás. La segunda: no hay margen para la experimentación, es decir, no hay prueba y error.
Gestionar los datos con más rapidez
Otra cosa es plasmar eso en lenguaje matemático. Y, a su vez, utilizar ese lenguaje para hacer códigos de programación de ordenadores. Ahí la clave ha sido el avance tecnológico. A medida que los ordenadores han ganado rapidez y capacidad de almacenamiento de información, los algoritmos han ido desarrollándose para que gestionen esos datos mejor. Así, algoritmos más complejos hacen que los ordenadores vayan más deprisa, con lo que pueden manejar, gracias a otros algoritmos, más información.
Al realizar de forma mucho más barata y rápida funciones que tradicionalmente han sido hechas por el ser humano, el algoritmo está empezando a desplazar a su creador. Todo lo que requiera intermediación entre dos personas está empezando a ser sustituido por algoritmos, en particular si esa actividad implica manejar información.
El ejemplo más evidente es el comercio minorista, donde Amazon -una empresa pionera en el uso de estas funciones- se ha convertido en una de las mayores tiendas del mundo. El algoritmo, además, al manejar información mejor que sus creadores -los seres humanos- libera a éstos de muchas funciones. Desde que Google la compró, Nest se anuncia en EEUU mostrando idílicas imágenes de bebés durmiendo bajo el cuidado de su termostato sabio. El eslogan de la empresa es Cosas que reflexionan.
El sueño de Aristóteles
Es el sueño de Aristóteles, que escribió que «es una vergüenza esclavizar a la gente, pero tenemos que hacerlo para que alguien interprete la música, dado que amamos la música». El algoritmo puede ser el esclavo que buscábamos. Pero, al asumir ese papel ¿qué va a pasar con los esclavos que tocan -tocamos- la música? Profesiones como la asesoría fiscal y de inversión ya están sintiendo el mordisco de estas funciones. Wall Street emplea a más de 2.000 físicos. El mayor hedge fund del mundo, Renaissance Technologies, tiene 275 empleados, y ni un solo economista. Su fundador, Jim Simons, es uno de los matemáticos más importantes de EEUU de las últimas décadas. Su plantilla está formada por licenciados en Ciencias Exactas, físicos, astrónomos y programadores.
Profesiones como la asesoría físcal y de inversión están amenazadas por algoritmos que pueden realizar sus funciones
Hoy, 2.500 años después de que Euclides se convirtiera en la primera persona (que sepamos) que empleó un algoritmo, no sabemos si estas funciones nos van a devorar.
Henry Blodget, ex trader de Wall Street y actual consejero delegado y director de Business Insider, que pugna conThe Wall Street Journal por ser la segunda página web de Economía más visitada de EEUU, tras Forbes, no lo cree así. Al menos en el campo del periodismo. «Los algoritmos sirven para hacer algunas noticias sobre resultados empresariales, pero el periodista es insustituible. Es como cruzar información sobre quién entra y cuándo en tus noticias: eso es importante, pero al final lo es más producir historias interesantes», ha declarado a EL MUNDO.
El algoritmo es más preciso que los seres humanos. Pero no es creativo. Y, aunque pequeño, su margen de error existe. Todo algoritmo debe tener una parte caótica, es decir, imprevisible. Pero a veces los programadores reducen la importancia de esa parte. Las consecuencias pueden ser indescriptibles, porque la automatización ha dejado a los algoritmos al mando de muchas cosas.
En el verano de 2007, al inicio de la crisis financiera en EEUU, el mercado se comportó durante cuatro días consecutivos de una manera que los modelos de los algoritmos de Goldman Sachs -el mayor banco de Wall Street- habían previsto que solo podría pasar una vez cada 4.000 millones de años. Tres años después, en mayo de 2010, Wall Street sufrió el llamado flash crash cuando, por una combinación de operaciones diseñadas por algoritmos, el 13% del valor de la bolsa desapareció en cinco minutos. El gigante de la consultoría Accenture, por ejemplo, perdió el 99,975% de su valor en cinco minutos, y lo recuperó en otros 15. Es algo que preocupa a los reguladores que, sin embargo, no parecen muy bien saber qué hacer al respecto. «La tecnología avanza y hay que establecer algunos límites prudenciales. A veces las máquinas pueden dar grandes beneficios a los que las manejan pero también pueden crear dificultades a los demás», sostiene el director del Departamento de Asuntos Monetarios y Financieros del FMI, José Viñals.
Sin embargo, Goldman Sachs no ha abandonado los algoritmos. De hecho, a pesar de que ese banco ha estado involucrado en la mayor parte de los escándalos que han estallado en la actual crisis, sólo ha visto cómo uno de sus 33.000 empleados iba a la cárcel. Se llama Sergey Aleynikov, y no fue a prisión por algo que hizo en Goldman, sino contra Goldman: robar un código de computación con un algoritmo que el banco usaba para operar en el mercado financiero.
«Nadie se toma en serio los márgenes de error de los algoritmos», se lamentaba el viernes, en una entrevista telefónica, el economista y columnista del diario Financial Times Tim Harford, autor del best-seller El economista camuflado. Para Harford, si Amazon empieza a distribuir, como ya ha anunciado, sus productos por aviones sin piloto, «¿qué pasa en el, digamos, 0,0001% de los casos en que se equivoca? ¿Qué pasa si una farmacia online distribuye el medicamento erróneo?». No lo sabemos. Por ahora, lo que parece claro es que le hemos dado las llaves del siglo XXI a los algoritmos.

http://www.elmundo.es/ciencia/2014/04/13/5348544ae2704e4c568b4587.html

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