EL GALLO DE ORO, Nikolái
Rimski-Kórsakov (1844-1908). Teatro Real de Madrid. Ópera en 3 actos con
prólogo y epílogo y libreto de Vladimir
Belsky, basado en el cuento El gallo de oro de Aleksandr Pushkin, a su vez inspirado en los Cuentos de la Alhambra
de Washington Irving. 31 de mayo de 2017.
“Esta historia no es
verdad, pero en ella hay una pista; una lección para todos los jóvenes y
despiadados”. Aleksandr Pushkin, El gallo de oro.
Elenco
Coro y Orquesta Titulares
del Teatro Real
(Coro Intermezzo / Orquesta
Sinfónica de Madrid
Ficha Artística
Dirección musical: Ivor
Bolton
Dirección de escena y
figurines: Laurent Pelly
Escenografía: Barbara de
Limburg
Iluminación: Joël Adam
Coreografía: Lionel Hoche
Dirección del coro: Andrés
Máspero
Zar Dodón: Dmitry Ulyanov
Zarévich Guidón: Sergei
Skorokhodov
Zarévich Afrón: Alexey
Lavrov
Gobernador Polkan:
Alexander Vinogradov
Amelfa: Olesya Petrova
Astrólogo: Alexander
Kravets
Zarina de Shemajá: Venera
Gimadieva
El gallo de oro: Sara
Blanch y
Bailarines, el gallo,
Frantxa Arraiza
Titiritero: Patrick
Maillard.
Geoffrey Boissy, Jean Marc
Brouxel, Jordi casas, John Gomis, Charly Magonza, Marvin mariano, Javier Muños,
Miguel Ángel Some.
Edición musical: Robert
Forberg Musikverlag, Berlín.
Del 25 de mayo hasta el 9 de junio, el coliseo madrileño, ofrece El
gallo de oro, la última ópera compuesta por el ruso Nikolái Rimski-Kórsakov,
una broma macabra cargada de significado. La propuesta resulta sin embargo y
sin titubeos, una crítica necesaria a las políticas belicistas (Guerra
ruso-japonesa) y la postura radical contra el pueblo (sublevación y feroces
matanzas gubernamentales de 1905,
aquellas que hicieron llorar a Yuri, el Doctor
Zhivago en la famosa película homónima de David Lean). Es la descripción de la ineptitud- la de la dinastía
rusa Románov- que acabaría totalmente
deshilvanada con los fusilamientos en Ekaterimburgo de 1918. Buscando un
equilibrio imposible entre la astracanada y lo superfluo, con una partitura que
desdibuja por momentos la seriedad del asunto, la carga emocional que hay
detrás de la fachada de la propuesta de Rimski y sus escritores. Se trata de melodías
y sonoridades orientalizantes, reconoscibles y rastreables en toda la larga
andadura de la música clásica del país asiático, no solo la operística, unida a
la eufonía evidente de la lengua rusa, por momentos cálida y aterciopelada.
El Gallo de Oro es la décimoquinta de las óperas de Nikolái
Rimski-Kórsakov, que solo se estrenaría de forma póstuma alcanzando el éxito
sobre todo en París (en 1914), respaldada por los grandes portentos de
principios del siglo XX de la escena y el ballet: el empresario y mecenas
Diaghilev y el coréografo Fokin. El retrato del protagonista, el rey Dodón, es
el de un déspota que no desea otra cosa
que comer, dormir y dedicarse a los placeres sensuales que la vida y su
condición de mandatario pueden ofrecerle. La denuncia, a través de esta burla
despiadada disimulada detrás de un libreto aparentemente ingenuo, fue captada
perfectamente por la censura de la época que exigió, para darle el placet, cambios
a los que el compositor se negó una y otra vez. Finalmente, la ópera se
estrenaría en 1909, dos años después de haber sido compuesta.
Esta obra que
presenta ahora el Teatro Real, en nueva producción con el Théâtre Royal de La Monnaie de Bruselas y la Opéra National de Lorraine, es tal vez la única de las quince que
compuso Rimski-Kórsakov que ha logrado establecerse en el repertorio de los
teatros fuera de Rusia.
Por su parte, el Teatro Real agradece a la Junta de Amigos el
patrocinio de esta ópera.
Gran desafío este de llevar a buen puerto una obra como El Gallo,
con su complejidad, el desconocimiento de gran parte del público de este tipo
de propuestas, escasas, más habituado como está en el Real y otras salas de la
península al repertorio italiano, francés o alemán y a toda la obra en español,
de ópera y zarzuela. Sin embargo, la recepción de este trabajo coral, por parte
de los presentes, fue muy cálida y aplaudida.
Bien la dirección de Ivor Bolton, que, aunque falta a veces de un
sello e impronta propios y contundentes, es diligente, minuciosa y consigue
resultados, aunada a la labor siempre ajustada y holgada del Coro Intermezzo que
dirige Andrés Máspero. La puesta en escena y los figurines de Laurent Pelly
responden adecuadamente al planteamiento y la fantasía del cuento que se narra,
muy apropiadas además la escenografía de Barbara de Limburg y la iluminación de
Joël Adam, y las coreografías de Lionel Hoche. La labor de trabajo corporal del
gallo, representada por la bailarina Frantxa Arraiza, es fantástica, igual que
su alter ego vocal fuera del escenario, la jugosa voz de Sara Blanch. Adherido
con propiedad a la representación también el equipo que acompaña al titiritero
Patrick Maillard.
Entre los protagonistas, solvente el Dodón de Dmitry Ulyanov, de
demostrada experiencia, así como los dos zarévich alocados y flexibles también
en lo teatral, Sergei Skorokhodov y Alexey Lavrov. Correctos el Polkan de
Alexander Vinogradov, la Amelfa de Olesya Petrova y airoso en la complicada
vocalidad del astrólogo, Alexander Kravets. La zarina de Shemajá es un
personaje seductor y sensual, que lleva adelante su rol escénico con una voz
bonita, que no le ofrece problemas, sobre todo en el gran esfuerzo del II acto
y dada su experiencia con compositores como Verdi o Donizetti. Esta ópera tiene
pasajes difíciles para algunos cantantes, pero se vive y se recibe como un gran
compromiso de rendimiento de conjunto, donde todo tiene que encajar a la
perfección, para completar el puzzle de una sátira acabada y creíble, válida.
Ivor Bolton y su concertino, excelente, ofrecieron un interludio
musical, el Concert Phantasy de Efrem
Zimbalist Hymn to the Sun de Fritz Kreisler (basadas en El Gallo de oro),
mientras se efectuaban los cambios entre el II y el III Actos.
Desgraciadamente para la geopolítica y nuestra supervivencia
presentes como países y como planeta, todas las maniobras teatrales que se
respiran a través de la fantochada de El Gallo, sus personajes y secuencias
imposibles y supuestamente imaginarias, están en el mundo de hoy, a la orden
del día, en muchos de los dirigentes o gestores que tienen en sus decisiones la
vida de los pueblos. Esperemos que estos no resulten, a la postre, tan
manejables y dóciles como los súbditos del zar Dodón y participen en las
decisiones grupales y sociales que los alejen de la representación facilona y
dejada del mero rebaño. Verlos proyectados tan cerca de nosotros, gracias a la
audacia del Teatro Real, nos hace que, tal vez, como creían los antiguos
griegos, nos sirvan de catarsis ejemplarizante y nos conduzcan a una mayor
lucidez como individuos y como seres humanos responsables.
Alicia Perris
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