RUBÉN AMÓN
Nunca sabremos qué le
gustaba realmente a Kennedy. Lo que sí sabemos es que Kennedy nos gustaba y nos
gusta
Elaine de Kooning fue
convocada para retratar a JFK. No había artista más rápida, instintiva ni
vanguardista que ella, de forma que la sesión de posado en la villa de Palm
Beach —diciembre de 1962— tendría que haberse resuelto en unas horas.
Y unas horas tuvo De
Kooning delante de sí al modelo, nerviosa, desconcertada, pero el retrato la
capturó como un sortilegio. No conseguía trasladar al lienzo esa personalidad
incandescente ni ese poder afrodisiaco. Le resultaba “más grande que la vida” y
le sugería una dimensión desconocida o inexplorada de la humanidad. Hubiera
preferido pintar a Dorian Gray o la faz de Cristo. Se notaba torpe e impotente
la artista. Se había enamorado del modelo y era incapaz de retratarlo, incluso
cuando le acuciaban en la Casa Blanca con los plazos de entrega.
Elaine de Kooning, en su
estudio de Nueva de York, trabaja sobre varios retratos del presidente Kennedy.
GETTY IMAGE
Elaine de Kooning no podía
reconocer que en lugar de un retrato había pintado 38. Ni podía aceptar que su
casa estaba poseída. Ni podía admitir que ninguno de los lienzos alojaba, pese
a la obstinación y los intentos, la personalidad ni el espíritu de Kennedy.
Murió sin ver su retrato él, y ella dejó de pintar durante un año traumatizada
por la noticia. Está expuesto el cuadro en la Galería Nacional de Retratos de
Washington. Está expuesto como una mera y frustrante aproximación que el
historiador Thurston Clark utiliza como metáfora del personaje inasible e
inaccesible que fue Kennedy.
Él mismo ha dedicado su
vida y su obra a escrutarlo. Ha escrito las biografías de referencia y ha
convertido su casa en una especie de memorial, aunque el acceso privilegiado a
vídeos, documentos, escritos, testimonios, informes, fotografías, películas y
cuadros tampoco le permite despejar el enigma.
Y el enigma lo plantea
Thurston lejos de la paranoia: el problema no es quién mató a Kennedy. El
problema es quién fue Kennedy en esa mezcla de carnalidad y de intelectualidad
que desdoblaban el carisma y el hermetismo.
Acercarse a Kennedy es la
mejor forma de alejarse. El propio Thurston se identifica con la pintora De
Kooning en la impotencia de captar un alma evanescente. Y acaso como consuelo,
evoca una confesión de JFK al editor de The Washington Post, Ben Bradlee, de
acuerdo con la cual Kennedy concluía que una buena biografía —y un buen cuadro—
debe responder a una sola pregunta.
—¿Qué le gusta a esa
persona?
Thurston concluye que nunca
sabremos qué le gustaba realmente a Kennedy. Lo que sí sabemos es que Kennedy
nos gustaba y nos gusta. Y que la tentación de definirlo, de pintarlo, de
“escribirlo” engendran una enorme frustración ahora que se cumplen 100 años de
su nacimiento. Y que observamos la Casa Blanca ocupada por el mayor antagonista
o impostor que nunca hubiéramos imaginado.
http://elpais.com/elpais/2017/06/02/opinion/1496403801_342918.html
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