EDUARDO PRIETO
Hace un siglo,
Gropius llegó a Weimar con el encargo de crear una escuela de artes e
industrias que plasmara los ideales del romanticismo germano.
A su alrededor,
Alemania era una inmensa turbulencia política y, también, un enloquecido
momento de ruptura cultural.
Se cumplen 100 años
de la Bauhaus, y tanto los que entonces fundaron la afamada escuela como los
que hoy celebramos su aniversario vivieron y vivimos tiempos interesantes. Por
supuesto, ni los populismos ni el Brexit son comparables a la crisis generalizada
que sufrió Europa después de la Primera Guerra Mundial. Pero sí lo es la
sensación de que, una vez que los vientos del Zeitgeist comienzan a soplar
hacia otro lado, las cosas se acaban tornando muy distintas. Karl Kraus, con su
olfato infalible para rastrear el "espíritu de los tiempos", había
afirmado antes de la guerra que los vieneses -en realidad, los europeos-
asistían a "los últimos días de la humanidad", y los hechos habían
convalidado su pronóstico. Los cinco años de guerra total y los 30 millones de
muertos socavaron tanto el entramado político, social y cultural causante de la
tragedia, que por un tiempo pareció darse el consenso para acometer una empresa
improbable: la renovación completa de las instituciones y la creación de un "hombre
nuevo".La Bauhaus nació en esos tiempos de tribulación. Sobre todo, de
tribulación política. Apenas tres meses antes de que la escuela abriera sus
puertas en Weimar el 1 de abril de 1919, habían sido asesinados en Berlín, a
manos de militares tolerados por el Gobierno socialdemócrata, los
revolucionarios Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. En noviembre de 1918 había
abdicado el káiser Guillermo II y advenido en su lugar una república que, desde
su proclamación, no había dejado de estar acosada por los excombatientes de
ultraderecha, los comunistas y las potencias vencedoras, con sus millonarias
reparaciones de guerra. La sociedad alemana, antes robusta, se descompuso; el
marco, antes poderoso, devino papel mojado.
En este contexto, no
deja de ser sorprendente que la administración alemana, lenta pero tozuda,
mantuviera el aliento para retomar algunos proyectos educativos de la
preguerra, entre ellos la escuela de artes y oficios que hasta 1915 había
dirigido en Sajonia Henry van de Velde, adalid del Art Nouveau, diseñador y
pedagogo. La Bauhaus fue la heredera directa de esta institución y, en general,
de la larga tradición alemana de acercar el diseño a la industria, aunque su
primer director, Walter Gropius -por entonces un prestigioso arquitecto de 35
años-, fuera capaz de darle un sesgo novedoso e incómodo a la iniciativa.
Novedoso por su compromiso utópico de crear el hombre nuevo que requerían los
tiempos. E incómodo en la medida en que los tintes utópicos, cuando no
directamente políticos de la Bauhaus, causaron desde el principio problemas con
las autoridades. El nombre completo de la escuela, Staatliche Bauhaus, dejaba
claro que estaba financiada por el Estado y que, por tanto, debía ser una
institución de orden. Pero no fue el caso.Es probable que las autoridades
educativas de la atribulada Alemania de 1919 vieran en Walter Gropius un hombre
de orden, y es probable también, como sugieren sus escritos, que él mismo se
viera así. Pero la realidad es que el proyecto de la Bauhaus, más que un puente
oficial entre el diseño y la industria, nació como una organización de corte
neorromántico, con tintes colectivistas y anarquistas, y en la que, cuando
menos al principio, tuvieron más influencia los artistas que los arquitectos o
diseñadores.
Walter Gropius, en
1926.
Neorromántico y
artístico fue el primer programa de la Bauhaus redactado por Gropius, ilustrado
con un dramático grabado de Lyonel Feinninger y cargado con todos los lugares
comunes de la vanguardia expresionista, por aquel tiempo en su floruit. En
primer lugar, el propósito de subvertir, a través de la llamada
"reespiritualización del mundo", el orden capitalista que abocaba al
ser humano a la enajenación, la fragmentación, la especialización o, como diría
más tarde Herbert Marcuse, la "unidireccionalidad". Después, la
voluntad de integrar en una síntesis armónica los estratos y oficios de toda la
sociedad, para devolver a las comunidades la unidad orgánica que habían perdido
con la llegada de la industrialización burguesa. Finalmente, el plan de
conciliar los dos mundos que las máquinas y el capital no habían dejado de
separar desde mediados del siglo XIX: el del arte y el de la industria.No se
trataba de programa original, al menos en lo ideológico. Hacer del individuo y
la sociedad realidades más espirituales había sido una obsesión de la filosofía
alemana desde Schiller. Y armonizar el arte con la industria, más allá de ser
el propósito último de las escuelas estatales alemanas como el Werkbund o los
Deutsche Werkstátten, era un problema vivo desde los tiempos de Ruskin y
William Morris, respecto al cual ya habían perorado, en la órbita germana,
personajes como Adolf Loos. La originalidad de la Bauhaus consistió en tomarse
este programa en serio, casi literalmente, como sugiere el propio nombre
elegido por Gropius para su escuela: un nombre, Bauhaus, que al mismo tiempo
que evitaba las palabras "arte" y "arquitectura"
englobándolas en la más genérica y moderna de "construcción" (Bau),
aludía a las logias de los constructores medievales (Bauhütte). Gropius quiso
ser el maestro de un taller de artesanos empeñados en levantar esa
"catedral del futuro" que habría de armonizar las tensiones de la
época.
"Aprender
haciendo"El empeño de Gropius dependió de la pedagogía. Buscó un modo de
enseñanza que fuera capaz de instruir a los estudiantes en el conocimiento de
los materiales y las técnicas propias de los oficios, pero que al mismo tiempo
promoviera su creatividad de artistas, de suerte que, al final (y a diferencia
de lo que ocurría con el obrero en la fábrica), el artífice pudiera
identificarse con su trabajo. Este énfasis en la subjetividad y en el
"aprender haciendo" tampoco era original, toda vez que recogía la
herencia alemana de Johann Pestalozzi y Friedrich Fröbel -los pedagogos del
Romanticismo-, la italiana de Maria Montessori y la estadounidense de John
Dewey, el padre del pragmatismo. Pero se tradujo en la experiencias que,
llevadas a cabo por profesores extraordinarios, dotaron a la Bauhaus de un
nimbo utópico que el tiempo no ha hecho sino acrecentar.Es cierto que la
Bauhaus fue, en buena medida, sus profesores. No sólo por el hecho de que
algunos de ellos (Kandinsky, Klee, Moholy-Nagy, Mies van der Rohe) llegaran a
ser algunos de los más innovadores artistas y arquitectos del siglo XX, sino
por la libertad de movimientos que Gropius les concedió, la originalidad de las
propuestas que supieron llevar a cabo y la influencia que, a la postre,
llegaron a tener en sus alumnos. En este sentido, la historia de la Bauhaus es
la de la sucesión de sus docentes y directores, desde una primera etapa en la
que Gropius se apoyó en Johannes Itten -el extravagante místico del color que
hacía curas espirituales en un centro mazdeísta- hasta la época en que asumió
el protagonismo Hannes Meyer -el funcionalista prosoviético que habría de
sustituir a Gropius como director en 1928-, pasando por la etapa de oro de la
escuela entre 1923 y 1928, cuando Laszlo Moholy-Nagy, Josef Albers y Marcel Breuer,
a través de sus talleres, reorientaron la Bauhaus desde el romanticismo
artístico hacia la arquitectura y el diseño industrial, y desde el lenguaje
expresionista hasta el objetivista o sachlich. De este periodo de esplendor son
las patentes, las obras y los objetos que forman parte de cualquier canon del
diseño moderno: los muebles de tubo de acero de Breuer, la tipografía de palo
seco de Bayer, las lámparas de acero y el Modulador Luz-Espacio de Moholy-Nagy
y, en fin, el edificio de la escuela y las casas de los profesores en Dessau
diseñados por Walter Gropius.
Futura, la
tipografía de palo seco y dibujo geométrico que diseñó Paul Renner.
Pese a la coherencia
que los historiadores suelen imponer a sus objetos de estudio, seguida de la
inevitable mitificación a la que es tan dada la cultura de masas, la Bauhaus no
fue una escuela de una pieza. Todo lo contrario: fue una amalgama de ideas,
corrientes y personajes diversos, casi en conflicto permanente; una institución
muy dependiente de la calidad de sus profesores y alumnos y que, de hecho, ni
siquiera consiguió resolver la tensión a la que, desde el principio, le había
abocado la decisión de Gropius de convertirla en una academia de arte y a la
vez una escuela de diseño industrial, amén de una implícita escuela de
arquitectura.Estas dificultades internas se acompañaron de las difíciles
relaciones que, desde sus inicios, tuvo la Bauhaus con sus mecenas estatales y
las corporaciones de las ciudades donde estuvo afincada. Primero fueron los
problemas financieros, que llevaron al estado de Turingia a renunciar a su
patrocinio, de suerte que la Bauhaus tuvo que radicarse en Dessau. Y después
fue la presión de las clases más conservadoras de esta última ciudad: las
clases que en breve votarían en masa a los nazis y que, si en algún momento
habían llegado a tolerar las desinhibidas fiestas que tenían a gala celebrar
los estudiantes y profesores, nunca aceptaron que la Bauhaus fuera un centro de
vanguardia y, menos aún, un foco de bolchevismo.La presión social llegó al
punto de que las fuerzas vivas de Dessau exigieran -y al cabo consiguieran- la
cabeza del segundo director de la Bauhaus, Hannes Meyer, y que incluso
exigieran -obviamente sin conseguirlo- la colocación, sobre la cubierta plana
del edificio, de un tejado a dos aguas mucho más acorde con el espíritu de la
raza alemana. Así las cosas, el nuevo director, Ludwig Mies van der Rohe -un
personaje con simpatías derechistas- apenas pudo hacer otra cosa que trasladar
la escuela a unos almacenes a las afueras de la todavía cosmopolita Berlín.
Pero ni siquiera esto salvó a la Bauhaus: en 1933, la llegada de los nazis al
poder supuso su condena definitiva.La Bauhaus tuvo una segunda vida en los
Estados Unidos, ligada a la etapa de Walter Gropius en Harvard, y al Black
Mountain College organizado en torno a Richard Buckminster Fuller, Merce
Cunningham y algunos exprofesores de la Bauhaus, como Josef Albers o el propio
Gropius. En esta vida vicaria, la fortuna de la Bauhaus fue limitada en lo
pedagógico, pero extraordinaria en lo propagandístico. Gracias a los años
americanos, la etiqueta estilo Bauhaus, difícil de sostener incluso cuando se
aplica al trabajo de los Moholy-Nagy, Breuer o Albers en Dessau, acabó
convirtiéndose en una marca susceptible de definir todo el Movimiento Moderno.
Fue una mistificación, y al mismo tiempo una mistificación, en parte debida a
la influencia que tuvieron en el público general libros tan divertidos e
inexactos como ¿Quién teme a la Bauhaus feroz?, del vitriólico Tom Wolfe, que
consiguió forjar el mito de que unos artistas alemanes y bolcheviques habían
conseguido seducir y al cabo imponer su utopía estética de la tabla rasa a los
plutócratas estadounidenses.En lo que toca a la pedagogía, el balance de la
Bauhaus tiene, por fuerza, luces y sombras. Es cierto que el tópico
neorromántico de convertir a los estudiantes en beaux sauvages confiados en su
instinto pero capaces de trabajar en equipo (tan criticado más tarde por
intelectuales y pedagogos como el recientemente fallecido Tomás Maldonado)
sigue teniendo adeptos, como demuestran los programas de tantas escuelas de
arte y arquitectura y la tendencia a la colectivización en la producción del
arte y el diseño. Pero no es menos cierto que la pedagogía de la Bauhaus (afín,
por cierto a la de la española Institución Libre de Enseñanza) se llevó a cabo
en un contexto minoritario, por no decir elitista, que poco tiene que ver con
la masificación que hoy campa a sus anchas en las universidades europeas.Luces
y sombras se proyectan también sobre la utopía mayor de la Bauhaus: armonizar
el arte con la industria. Si algo claro dejó el siglo XX es que, en lugar de
integrarse con naturalidad en la vida (como quisieron las vanguardias), el arte
ha pasado a ser la exclusiva de creadores, intelectuales, connaisseurs e
instituciones. Ajena a cualquier componenda del tipo Bauhaus, la industria ha
seguido su camino, aunque no haya renunciado nunca a que los objetos que
produce sean bellos. Para conseguirlo, se ha servido menos de la figura del
artista que la del diseñador, un oficio en parte inventado en la Bauhaus y que
tendría su ejemplo mayor en Steve Jobs, el adalid de la estetización del objeto
de consumo. En realidad, la industria nunca ha estado tan preocupada por la
belleza como cuando ha roto sus lazos con el arte -si es que alguna vez los
tuvo-, y, en este sentido, podría decirse que el mayor legado de la Bauhaus
consiste en su fracaso.
PRIMER MANIFIESTO DE
LA BAUHAUS, POR WALTER GROPIUS
¡El fin último de
todo arte es el edificio! En otro tiempo, su decoración fue la más noble tarea
de las artes plásticas, las cuales eran imprescindibles para la gran
arquitectura. Hoy en día permanecen en un satisfecho aislamiento, del cual sólo
podrán ser redimidas a través de la cooperación consciente de todos los
artesanos. Arquitectos, pintores y escultores deben conocer y comprender de
nuevo la naturaleza compleja de un edificio, en cuanto totalidad y también en
sus partes. Así, su trabajo se llenará por sí mismo de aquel espíritu
arquitectónico que ha perdido en el 'arte de salón'.ILas viejas escuelas de
arte eran incapaces de generar esta unidad. Y, desde luego, ¿cómo lo iban a
conseguir, si el arte no puede ser enseñado? Se debe regresar al taller. Aquel
mundo apenas pintado y diseñado de los dibujantes y artesanos debe por fin, una
vez más, convertirse en un mundo donde se construyan cosas. Si el joven que
siente amor por la actividad plástica vuelve a iniciar su profesión, como en
los viejos tiempos, aprendiendo una artesanía, entonces el 'artista' improductivo
no estará más condenado a practicar un talento artístico imperfecto, ya que sus
habilidades estarán conservadas en los oficios artesanales, donde puede
alcanzar grandes logros.IArquitectos, pintores, escultores: ¡debemos volver a
la artesanía! Pues no existe el tal 'arte profesional'. No existe una
diferencia esencial entre el artista y el artesano. El artista es un artesano
exaltado. Por gracia divina y en raros momentos de inspiración que superan a su
voluntad, el arte flocere inconscientemente del trabajo de sus manos, pero una
base en artesanía es fundamental para cada artista. Allí reside la fuente
original del diseño creativo.I¡Construyamos pues un nuevo gremio de artesanos
sin la distinción de clases que levanta un muro de arrogancia entre artesanos y
artistas! Permitámonos todos juntos deseear, concebir y crear el nuevo edificio
del futuro, que combinará todo en una única forma: arquitectura, escultura y
pintura, y que un día se alzará hacia el cielo de la mano de un millón de
artesanos como símbolo cristalino de una nueva fe.
Weimar, abril de
1919.
https://www.elmundo.es/cultura/laesferadepapel/2019/01/27/5c4cc945fdddffaa068b45a5.html
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