Juan Cruz
El niño. Le dijo a Elena Poniatowska, en una de las cuatro entrevistas que tuvieron, que se sintió mal de niño: “Sí, yo creo que fui un animalito metafísico desde los seis o siete años. Recuerdo muy bien que mi madre y mis tías —mi padre nos dejó muy pequeños a mi hermana y a mi—, en fin, la gente que me veía crecer, se inquietaba por mi distracción o ensoñación. Yo estaba perpetuamente en las nubes. La realidad que me rodeaba no tenía interés para mi. Yo veía los huecos, digamos, el espacio que hay entre dos sillas, si puedo usar esa imagen. Y por eso, desde muy niño, me atrajo la literatura fantástica”.
El escritorJulio Cortázar posa con su gato en
1982. / Ulla Montan
El niño. Le dijo a Elena Poniatowska, en una de las cuatro entrevistas que tuvieron, que se sintió mal de niño: “Sí, yo creo que fui un animalito metafísico desde los seis o siete años. Recuerdo muy bien que mi madre y mis tías —mi padre nos dejó muy pequeños a mi hermana y a mi—, en fin, la gente que me veía crecer, se inquietaba por mi distracción o ensoñación. Yo estaba perpetuamente en las nubes. La realidad que me rodeaba no tenía interés para mi. Yo veía los huecos, digamos, el espacio que hay entre dos sillas, si puedo usar esa imagen. Y por eso, desde muy niño, me atrajo la literatura fantástica”.
La gente. Su primer libro importante, o ambicioso, Los premios (1960),
está lleno de gente que se va en un barco, de Buenos Aires a Europa. Gente
vulgar, todo tipo de gente. Tiene esta admonición de Dostoievski, nada más
empezar: “¿Qué hace un autor con la gente vulgar, absolutamente vulgar, cómo
ponerla ante sus lectores y cómo volverla interesante? Es imposible dejarla
siempre fuera de la ficción, pues la gente vulgar es en todos los momentos la
llave y el punto esencial en la cadena de asuntos humanos; si la suprimimos se
pierde toda probabilidad de verdad”. Para sintetizar a Dostoievski, así empieza
Los premios: “La marquesa salió a las cinco —pensó Carlos López—. ¿Dónde
diablos he leído eso?”. Estaban en el London, la cafetería de Buenos Aires, en
Perú y Avenida, y a partir de esa pregunta en la que intervienen los diablos,
esa gente empieza a desvariar. El resultado es la locura, que es la razón
envuelta en el misterio.
La noche. Ese desvarío de Cortázar
y de su gente de ficción alcanza su cima en Rayuela (1964), que fue
leída (que es leída) como un breviario de la soledad y la noche, un monumento
literario al amor, a la extrañeza y al tiempo. Lo preside el juego, pues
Cortázar quiere que lo leas como te dé la gana, pero si le quitas a esta
inmensa cebolla literaria toda esa pasión lúdica que se le atribuye a Julio lo
verás solo, despojado, hablando solo y de noche, en París pero también en
Buenos Aires. Como si Rayuela hubiera sido escrita ante el espejo de un
hombre solitario que convoca (como dice Dostoievski) a muchísima gente que, en
este caso, se pregunta cuánto durará un niño. El niño se llama Rocamadour; los
lectores de Rayuela solíamos vernos en esa criatura indefensa. Y en el
niño no era difícil ver también la metáfora que Cortázar le atribuía a la
infancia.
Momias. La recepción de Rayuela asombró a Cortázar, a su editor (y
amigo) Paco Porrúa, porque entonces (son palabras de Juan Carlos Onetti) por
el mundo literario había (no se han marchado) “infinitas momias”. Cuando Félix Grande le dedicó a
Julio un número especial de Cuadernos Hispanoamericanos (octubre-diciembre de
1980) Onetti se lo dijo en una carta: “(… sin previo aviso, apareció Rayuela.
Ahí Cortázar se descolocaba y colocaba. Se descolocaba de la tradición
novelística de nuestros países, aceptada o robada de lo que se escribía en
España o Francia. Su actitud resultó escandalosa para infinitas momias, rechazo
que no lo conmovió porque deliberadamente se trataba de provocarlo”. Quien no
se asombró fue Luis Harss, el gran escritor argentino que provocó (con Los
nuestros) el conocimiento de todos los que, alrededor de Cortázar, hicieron
boom.
Jóvenes. Seguía Onetti con su entusiasmo secreto y veterano: “Y el autor se
colocaba, sin buscarlo, sin buscar nada más o menos que un entendimiento
consigo mismo, al frente de una juventud ansiosa de apartar de sí tantos
plomos, de respirar un poco más de oxígeno, de entregarse con felicidad a la
zona lúdica y sin respuesta satisfactoria de su propia personalidad”. Esos
jóvenes se pusieron en fila entonces. Pero luego, treinta años después, cuando
Cortázar volvió a reinar en las librerías españolas, tras un interregno que
inauguró su muerte (en 1984), otros jóvenes dieron varias veces la vuelta a la
Fundación March de Madrid para escuchar jazz y palabras en honor de Julio
Cortázar; para ese acontecimiento vino su viuda, Aurora Bernárdez, y el pintor Eduardo Arroyo dibujó el
capítulo 7 de Rayuela, que fue como un banderín de enganche de la
ternura que hay dentro de ese libro de gente perdida en la noche. Ahora de esto
hace veinte años, y Rayuela sigue como el papel fresco.
Usted. El editor que creyó en él, que lo condujo, fue Paco Porrúa, que desde
hace rato vive en Barcelona. Estaban trabajando en la revisión de Los
premios, era marzo de 1960, y él trataba a su editor todavía de usted. Y
casi jugando llega a otro libro, que le ofrece. “Hace un par de semanas terminé
la revisión de Los premios, que mandé ya a Sudamericana. Me acordé
entonces de lo que me había dicho usted sobre los cronopios, y me puse a buscar
esos papeles que andaban bastante desparramados por toda la casa, como
corresponde a cosas de cronopios. Pero finalmente aparecieron, algunos
salpicados de sopa y otros con evidentes huellas de taco de goma (…) Ahora que
junté todos esos pequeños textos, y los estuvimos leyendo y criticando con
Aurora, tengo la impresión de que no se excluyen de ninguna manera, aunque
reflejan distintas épocas e intenciones. (…) Si sigue usted con ganas de
publicar esas cosas, será cuestión de que primero me escriba diciendo con su
franqueza habitual (y que es la razón (una de las razones) de mi simpatía por
usted) los méritos y deméritos del bicharraco”.
Risa. Así se iban haciendo los libros; ante Plinio Apuleyo Mendoza (el
escritor colombiano) se asombraba en París, cuando ya tenía 64 años y seguía
pareciendo un niño de dientes separados, de la cantidad de libros que había
publicado; tenía la certeza, decía, de que eso debía constituir un error, “no
son míos”. Los iba haciendo así, como si fueran bicharracos pintados desde
dentro pero con risa. Así hizo La vuelta al día en ochenta mundos
(1967); con la ayuda de su amigo el pintor Julio Silva (que hizo la portada,
los interiores) no sólo lo escribió sino que lo construyó, como quien dibuja
una rayuela. Todo lo que tocaba o recortaba, todo lo que veía viajando o
sentado, todo lo que le inspiraba el exterior, se convirtió en literatura. Como
si el niño que siempre fue le llevara la mano y le hiciera recortables. Así
hizo también, con las fotos tremendas de Antonio Gálvez, Prosa del
observatorio(1972). En esos dos libros están sus descubrimientos y la
gente, miradas para que permanecieran aún siendo vulgares, o extraordinarias.
Fin. El fin vino después de varias tristezas, la muerte de Carol Dunlop,
su propia enfermedad. Mario Muchnik,
su amigo y editor, lo invitó a su molino de Segovia. Cortázar podía ser
circunspecto o alegre, pero en ambas actitudes conservaba la mirada del niño
que fue, asustado o curioso. Aquí, sin embargo, en su último viaje español, su
mirada era esencialmente la de la tristeza. Muchnik lo retrató en una
fotografía inolvidable en la que Julio aparece escribiendo sin decir cómo le
habían sobrevenido el tiempo con su noche. Aquel niño que fue siguió con él, un
animalito metafísico buscando el hueco.
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/08/25/actualidad/1408982737_225422.html
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