sábado, 23 de agosto de 2014

SAUDADE



 Más acá de las tentaciones y el desamparo del ego, tu abrirte en un loco ofrecimiento de barcos y mares fecundados, de horas compartidas, al abrigo del amor y la locura.

Tu corazón, dondequiera que vayas, se abre paso a través de tu carne saciada, todavía disponible. Te me escapas, callado, en solitarias búsquedas ajenas.
Y te devuelves al aquí y ahora de esta tierra de dos, como un cuchillo herido
de nostalgias pasadas y futuras.

Tu piel, envoltura frágil y cobertura de todos los imposibles. Mapa por donde circulan subterráneamente, tus sueños, tus venas, tus tristezas ancestrales de loco trashumante. Se crispan tus arrugas, las eternas arrugas de la pena vieja y uterina. Y te me quedas en un no sé qué de lago quieto y mansedumbre entristecida. El duelo sobrepasa nuestros límites. Y de pronto, la dulzura ésa de tus ojos como pidiendo tregua desenluta el ambiente. Nos reímos.

Y entonces, desde esta dura capa de realidades ambiguas, lacerantes,
nos disponemos a desacralizar el miedo. Se nos parte el terror. Nos lo cedemos, y finalmente hacemos de su pulpa un abrazo asfixiante. Intentamos una vez más, ahogar la pena. Más allá de toda la amargura, de todas estas guerras, comienza la semilla a degollar la tierra. Somos el hallazgo de dos continentes diferentes.

Vienes a mí desde la eterna noche de los versos. El olor zigzagueante y violento de los azahares y esta herida. Abrevaderos del amor donde empezamos a creernos dioses. Un beso-como dice el poeta- qué no daría por un beso. Un beso tuyo como el de aquel día ha podido levantar el vuelo. Beso fuga, de hambriento, ópalo beso, beso de entrañas. Beso cristal, enloquecido beso, beso puñal, racial, enamorado. Por aquel beso tuyo entregaría yo todos los soles, todo el oro y la plata.

Como aquél no hubo otro, no lo espero. Padre inmisericorde, hermano,
vienes a mí desde la eterna noche de los sueños. Tómame siempre, ahora, como antes. Estoy embarazada de ti, te estoy pariendo, reordenas en mí toda la creación, todas las sangres. ¡Ay amor! sin ti, no me consuela ni el lenguaje.
Necesito tu voz, enredándose entre los adjetivos y los verbos.

Es imposible, no hay vuelta atrás, me desgajo y me revuelvo: ya no hay más contundencia que estos besos. Catador de mis venenos y mi triaca. Canonjía. Ritual de apareamiento.

Ese amor reverdecido es mi secreto. Como el perfume orientalizado de las fresias. Una esquina y una barra que se estira y se acorta-o dos- de encuentros.

¿Qué queda de nosotros, náufragos de un universo que anhela y echa de menos el mundo que perdimos, que nos quitaron, que nos dejemos arrancar, porque siempre recorremos el reloj del tiempo en que fuimos felices?


Deliramos en una historia incontrolable de ausencias. Apostamos por lo efímero y la fragilidad, no somos más que un verso suelto. Dulce, profundo y loco. Recorremos día a día pequeñas geografías de lisiado. Grandes llanuras de evasión para aliviar la piel y acotar el deseo.

Ya esto empieza a ser como una interminable preñez. Y la vida se filtra, el puro olor, el coágulo. Y tus besos y tu boca y tu pelo. Y esas manos y tu cuerpo entrando en mí jadeando, empujando, madurando la entrega. Me aprietas la cara y un leve susurro traduce la plenitud del nosotros más allá de los yo y seguimos. Y más y todavía y siempre.

Aquella Perspettiva Nevsky de Battiato era un fetiche, un caleidoscopio de exotismo, la música del sexo. Aura, bazar, escenario, espejismo. Enorme caravana de armazón e insurgencia.

Continuamos, implacables, in crescendo, como el latido de un metrónomo de un corazón humano, insobornable. Las piernas se tensan, los brazos se alargan, en un gesto mudo, que se multiplica por cien, por mil. Las espaldas y las cabezas se tocan, señalan, caracolean, se distinguen, se juntan. Las cinturas y las caderas se contraen, giran, respiran. La misma réplica vuelve a comenzar una y otra vez, como el paso de los atardeceres hacia la nada, para regodearse en un final coral, de a dos, donde exploramos con la avaricia de los cuerpos desnudos, la madera embrionaria de un escenario mítico, aquel que es la materia prima de todas las cosas.

Permíteme una reflexión gansbourgiana: Te quiero (te he querido) mucho más que el tiempo de una canción, aunque tal vez fueras tú una ficción mía.

Abanderados de causas perdidas al fin ganadas, muertos de no sé cuántas vidas, nos movemos desde el cielo al vacío de un universo canalla, allí donde para la golfería y el éxtasis.

Mitómanos, lúdicos, sensuales y onomatopéyicos con aquello de sigue, no te pares, así, así, juguetones con el lenguaje y con los besos, anclamos en esa constelación de fuego por donde se nos va el oremus.



Los lugares que habitamos siguen intactos, como inmensos paseos de nostalgia, hasta ahora. Te me ofreces en un hiato carnal y correspondo con un discurso sin fin, como un glorioso acontecimiento. Territorio telúrico sin límites. Tú eres mi precipicio y el ritual, un simulacro resuelto y un estigma. Un pulso, un acento y esto es lo breve del caos entre nosotros.

Eres mi linaje y mi legado y no son mariposas –como cuentan- sino un aleteo total e inmisericorde que me recorre todo el cuerpo. Y las palpitaciones que se aceleran y cabalgan locas y los rebordes abiertos y disponibles que se humedecen y se mojan. Inabarcable transgresión la nuestra, algo así como un desciframiento. Y un pliegue de sudor, de líquidos, que desbordan las esquinas de las mantas.

Aunque vayamos siempre arriba y abajo, adelante y atrás por el mismo sitio: se trata de un desfiladero lleno de promesas.
Calafatéame el corazón por favor, porque contigo me cobra vida hasta el corpiño. Mi codicilo y almenas tomadas, mi Troya, mi Lepanto y el henchirse toda la arboladura de mi barco.

El azar y el olvido nos despojan pero tu carne seminal se revuelve y se vuelve aún sobre la fuente clamorosa de mis nalgas.

Emergemos ahítos de sudor en compartidas búsquedas aladas. Te deseo y me acoges y me entrego y te me pegas y hundes en las piernas. Mapa por donde circulan subterráneamente los sueños, las arterias, las rutas ancestrales de enloquecidos trashumantes.

Estamos juntos, dentro y nos quedamos en un no sé qué de lago quieto y mansedumbre entristecida, esa que llega después y a partir del encuentro. Y entonces nos disponemos a desacralizar el miedo. Se nos parte el terror. Nos lo cedemos y finalmente hacemos de su pulpa un abrazo asfixiante, como de amantes.

Nos juntamos otra vez entre la geografía de un lecho con dosel que nunca duerme, entre el aquí y el allá de un orgasmo sobrevenido. Tus dedos suben suavemente por el corredor arqueado de mi espalda cuando me voy a vestir pero me avisan que todavía no, que no es la hora. El cabello deshilvanado de tanto abrazo me acolcha la caída y la tierra recibe nuestros cuerpos, tan vivos de verano, que no pueden esperar para desenredarse hasta llegar al hotel. Un déjà vu tras otro.

Como sobresaltos adolescentes donde una pierna arrimada en un coche nos incendiaba el cuerpo y las entrañas de estreno y conteníamos la respiración, en un temblor auténtico recién descubierto. Y los pezones erectos y combativos que no dan tregua. Y una copa de vino añejo enarbolada para celebrar la más antigua de las religiones y el rito de conservar la última gota siempre para los dioses.

La provisionalidad, sorprendida, se desmorona. Somos este ahora rotundo de acero endulzado de calores internos. Fuera de ti, de nosotros, todos los otros ajenos y distintos. Un apagón desconocido, extraño. Y tal vez, la locura sea esto, el fuego desatado, para siempre, en el choque. Diurnos o nocturnos, circulamos de prisa, sometidos  a los juegos del poder. Fuegos fatuos. ¡Qué pequeña la ciudad para albergarnos!

Más allá de los sexos recobrados, húmedos y enardecidos, somos también la clepsidra eterna y la esperanza. Un palpitar pujante a manos llenas. Rechazamos pudores como siempre. Me ruborizas pero te necesito, mi fetiche omnipresente y recordado.

Ataviada de un blanco nacarado y llueve, llueve siempre cuando estamos juntos. Y el acompañamiento frío de todas las estrellas.

La sangre abundante de este mes se moldea como la primavera y espero que se vaya, presurosa, porque tu boca, tus brazos y tu piel y todo lo que eres para mí no tienen vacaciones y me esperan.
Nuestra hidrografía extraña del amor, ajena y propia a la vez se redondea en rimas, esto es un largo poema zigzagueante. Alguien pensó y dijo que el amor es la memoria de las cosas y sucesos pasados, envoltura brutal del instinto de vida y el instinto de muerte, magia y evocación de una ceremonia que no se puede captar, es lo inefable.

Es también la violencia y la sangre adelantándose a la palabra y a la razón, que trata desesperadamente de abrirse camino para volver al orden desde el caos primigenio, a la anestesia cotidiana de una existencia sin sobresaltos.

Las fronteras de lo real y lo soñado se pierden entre unos muslos abiertos y expectantes, los tuyos o los míos, porque la identidad está siempre supeditada a la esencia y a la presencia del otro.

No hay receso lunar, no hay embarazo y las sábanas ensangrentadas guardan como un tesoro los restos de nosotros, de mí, confundidos y escandalosos, entre paños, compresas y toallones de luz.

Como escribió Girondo, “nuestra cama nos espera con las velas tendidas hacia un país mejor”.  Que así sea.

Alicia Perris
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