Más acá de las
tentaciones y el desamparo del ego, tu abrirte en un loco ofrecimiento de
barcos y mares fecundados, de horas compartidas, al abrigo del amor y la
locura.
Tu corazón, dondequiera
que vayas, se abre paso a través de tu carne saciada, todavía disponible. Te me
escapas, callado, en solitarias búsquedas ajenas.
Y te devuelves al aquí y
ahora de esta tierra de dos, como un cuchillo herido
de nostalgias pasadas y
futuras.
Tu piel, envoltura frágil
y cobertura de todos los imposibles. Mapa por donde circulan subterráneamente,
tus sueños, tus venas, tus tristezas ancestrales de loco trashumante. Se
crispan tus arrugas, las eternas arrugas de la pena vieja y uterina. Y te me
quedas en un no sé qué de lago quieto y mansedumbre entristecida. El duelo
sobrepasa nuestros límites. Y de pronto, la dulzura ésa de tus ojos como
pidiendo tregua desenluta el ambiente. Nos reímos.
Y entonces, desde esta
dura capa de realidades ambiguas, lacerantes,
nos disponemos a
desacralizar el miedo. Se nos parte el terror. Nos lo cedemos, y finalmente
hacemos de su pulpa un abrazo asfixiante. Intentamos una vez más, ahogar la
pena. Más allá de toda la amargura, de todas estas guerras, comienza la semilla
a degollar la tierra. Somos el hallazgo de dos continentes diferentes.
Vienes a mí desde la
eterna noche de los versos. El olor zigzagueante y violento de los azahares y
esta herida. Abrevaderos del amor donde empezamos a creernos dioses. Un
beso-como dice el poeta- qué no daría por un beso. Un beso tuyo como el de
aquel día ha podido levantar el vuelo. Beso fuga, de hambriento, ópalo beso,
beso de entrañas. Beso cristal, enloquecido beso, beso puñal, racial,
enamorado. Por aquel beso tuyo entregaría yo todos los soles, todo el oro y la
plata.
Como aquél no hubo otro,
no lo espero. Padre inmisericorde, hermano,
vienes a mí desde la
eterna noche de los sueños. Tómame siempre, ahora, como antes. Estoy embarazada
de ti, te estoy pariendo, reordenas en mí toda la creación, todas las sangres.
¡Ay amor! sin ti, no me consuela ni el lenguaje.
Necesito tu voz,
enredándose entre los adjetivos y los verbos.
Es imposible, no hay
vuelta atrás, me desgajo y me revuelvo: ya no hay más contundencia que estos
besos. Catador de mis venenos y mi triaca. Canonjía. Ritual de apareamiento.
Ese amor reverdecido es
mi secreto. Como el perfume orientalizado de las fresias. Una esquina y una
barra que se estira y se acorta-o dos- de encuentros.
¿Qué queda de nosotros,
náufragos de un universo que anhela y echa de menos el mundo que perdimos, que
nos quitaron, que nos dejemos arrancar, porque siempre recorremos el reloj del
tiempo en que fuimos felices?
Deliramos en una historia
incontrolable de ausencias. Apostamos por lo efímero y la fragilidad, no somos
más que un verso suelto. Dulce, profundo y loco. Recorremos día a día pequeñas
geografías de lisiado. Grandes llanuras de evasión para aliviar la piel y
acotar el deseo.
Ya esto empieza a ser
como una interminable preñez. Y la vida se filtra, el puro olor, el coágulo. Y tus
besos y tu boca y tu pelo. Y esas manos y tu cuerpo entrando en mí jadeando, empujando,
madurando la entrega. Me aprietas la cara y un leve susurro traduce la plenitud
del nosotros más allá de los yo y seguimos. Y más y todavía y siempre.
Aquella Perspettiva
Nevsky de Battiato era un fetiche, un caleidoscopio de exotismo, la música del
sexo. Aura, bazar, escenario, espejismo. Enorme caravana de armazón e
insurgencia.
Continuamos, implacables,
in crescendo, como el latido de un metrónomo de un corazón humano,
insobornable. Las piernas se tensan, los brazos se alargan, en un gesto mudo,
que se multiplica por cien, por mil. Las espaldas y las cabezas se tocan,
señalan, caracolean, se distinguen, se juntan. Las cinturas y las caderas se
contraen, giran, respiran. La misma réplica vuelve a comenzar una y otra vez,
como el paso de los atardeceres hacia la nada, para regodearse en un final
coral, de a dos, donde exploramos con la avaricia de los cuerpos desnudos, la
madera embrionaria de un escenario mítico, aquel que es la materia prima de
todas las cosas.
Permíteme una reflexión
gansbourgiana: Te quiero (te he querido) mucho más que el tiempo de una
canción, aunque tal vez fueras tú una ficción mía.
Abanderados de causas
perdidas al fin ganadas, muertos de no sé cuántas vidas, nos movemos desde el
cielo al vacío de un universo canalla, allí donde para la golfería y el
éxtasis.
Mitómanos, lúdicos,
sensuales y onomatopéyicos con aquello de sigue, no te pares, así, así,
juguetones con el lenguaje y con los besos, anclamos en esa constelación de
fuego por donde se nos va el oremus.
Los lugares que habitamos
siguen intactos, como inmensos paseos de nostalgia, hasta ahora. Te me ofreces
en un hiato carnal y correspondo con un discurso sin fin, como un glorioso acontecimiento.
Territorio telúrico sin límites. Tú eres mi precipicio y el ritual, un
simulacro resuelto y un estigma. Un pulso, un acento y esto es lo breve del
caos entre nosotros.
Eres mi linaje y mi
legado y no son mariposas –como cuentan- sino un aleteo total e inmisericorde
que me recorre todo el cuerpo. Y las palpitaciones que se aceleran y cabalgan
locas y los rebordes abiertos y disponibles que se humedecen y se mojan.
Inabarcable transgresión la nuestra, algo así como un desciframiento. Y un pliegue
de sudor, de líquidos, que desbordan las esquinas de las mantas.
Aunque vayamos siempre
arriba y abajo, adelante y atrás por el mismo sitio: se trata de un desfiladero
lleno de promesas.
Calafatéame el corazón
por favor, porque contigo me cobra vida hasta el corpiño. Mi codicilo y almenas
tomadas, mi Troya, mi Lepanto y el henchirse toda la arboladura de mi barco.
El azar y el olvido nos
despojan pero tu carne seminal se revuelve y se vuelve aún sobre la fuente
clamorosa de mis nalgas.
Emergemos ahítos de sudor
en compartidas búsquedas aladas. Te deseo y me acoges y me entrego y te me
pegas y hundes en las piernas. Mapa por donde circulan subterráneamente los sueños,
las arterias, las rutas ancestrales de enloquecidos trashumantes.
Estamos juntos, dentro y
nos quedamos en un no sé qué de lago quieto y mansedumbre entristecida, esa que
llega después y a partir del encuentro. Y entonces nos disponemos a
desacralizar el miedo. Se nos parte el terror. Nos lo cedemos y finalmente
hacemos de su pulpa un abrazo asfixiante, como de amantes.
Nos juntamos otra vez
entre la geografía de un lecho con dosel que nunca duerme, entre el aquí y el
allá de un orgasmo sobrevenido. Tus dedos suben suavemente por el corredor
arqueado de mi espalda cuando me voy a vestir pero me avisan que todavía no,
que no es la hora. El cabello deshilvanado de tanto abrazo me acolcha la caída
y la tierra recibe nuestros cuerpos, tan vivos de verano, que no pueden esperar
para desenredarse hasta llegar al hotel. Un déjà vu tras otro.
Como sobresaltos
adolescentes donde una pierna arrimada en un coche nos incendiaba el cuerpo y
las entrañas de estreno y conteníamos la respiración, en un temblor auténtico
recién descubierto. Y los pezones erectos y combativos que no dan tregua. Y una
copa de vino añejo enarbolada para celebrar la más antigua de las religiones y
el rito de conservar la última gota siempre para los dioses.
La provisionalidad,
sorprendida, se desmorona. Somos este ahora rotundo de acero endulzado de
calores internos. Fuera de ti, de nosotros, todos los otros ajenos y distintos.
Un apagón desconocido, extraño. Y tal vez, la locura sea esto, el fuego
desatado, para siempre, en el choque. Diurnos o nocturnos, circulamos de prisa,
sometidos a los juegos del poder. Fuegos
fatuos. ¡Qué pequeña la ciudad para albergarnos!
Más allá de los sexos
recobrados, húmedos y enardecidos, somos también la clepsidra eterna y la
esperanza. Un palpitar pujante a manos llenas. Rechazamos pudores como siempre.
Me ruborizas pero te necesito, mi fetiche omnipresente y recordado.
Ataviada de un blanco
nacarado y llueve, llueve siempre cuando estamos juntos. Y el acompañamiento
frío de todas las estrellas.
La sangre abundante de
este mes se moldea como la primavera y espero que se vaya, presurosa, porque tu
boca, tus brazos y tu piel y todo lo que eres para mí no tienen vacaciones y me
esperan.
Nuestra hidrografía
extraña del amor, ajena y propia a la vez se redondea en rimas, esto es un
largo poema zigzagueante. Alguien pensó y dijo que el amor es la memoria de las
cosas y sucesos pasados, envoltura brutal del instinto de vida y el instinto de
muerte, magia y evocación de una ceremonia que no se puede captar, es lo
inefable.
Es también la violencia y
la sangre adelantándose a la palabra y a la razón, que trata desesperadamente
de abrirse camino para volver al orden desde el caos primigenio, a la anestesia
cotidiana de una existencia sin sobresaltos.
Las fronteras de lo real
y lo soñado se pierden entre unos muslos abiertos y expectantes, los tuyos o
los míos, porque la identidad está siempre supeditada a la esencia y a la
presencia del otro.
No hay receso lunar, no
hay embarazo y las sábanas ensangrentadas guardan como un tesoro los restos de
nosotros, de mí, confundidos y escandalosos, entre paños, compresas y toallones
de luz.
Como escribió Girondo,
“nuestra cama nos espera con las velas tendidas hacia un país mejor”. Que así sea.
Alicia
Perris
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