Elliot Madore Commendatore en el papel de Don
Giovanni y Layla Claire como Donna Anna ROBERT WORKMAN
Nuevos talentos musicales
debutaron en obras como 'Don Giovanni' y 'La Traviata'
RUBÉN
AMÓN Glyndebourne
El festival de Glyndebourne ha cumplido sus primeros 80 años de
historia con arreglo a su idiosincrasia entre el hedonismo y la categoría artística.
No sólo por haberse arraigado la cultura del 'picnic' en los entreactos
invocando a las musas -de la melomanía a la melopea-, sino porque el
templo y la hierba de la campiña inglesa permanecen sensibles al descubrimiento
de talentos musicales, fomentando incluso el despliegue de audaces ojeadores en
el territorio fértil de Rusia y América Latina.
Un buen ejemplo consiste en la apuesta de un director de orquesta
colombiano para 'Don Giovanni', Orozco Estrada, y en la atribución del papel
mayúsculo de 'La Traviata' a la soprano del Bolshoi Venera Gimadieva.
Debutaba en Glyndebourne como una desconocida. Ni siquiera figura su nombre en
el abrevadero enciclopédico de Wikipedia, pero estas limitaciones relativas a
la popularidad se antojan efímeras y circunstanciales.
Tanto por la envergadura escénica que acreditó la diva como por sus
cualidades canoras, fue la suya una 'Traviata' dolorosa e introspectiva, pero
también fabulosa en la expresión del canto y en la capacidad de conmoción.
Desde el fatalismo y la resignación, interiorizó Venera Gimadieva la
consigna escénica de Tom Cairns, cuya extrapolación de la 'Traviata' al siglo
XXI no era tanto una 'modernez' gratuita como un pretexto legítimo para
relacionar el mito verdiano con el paredón social que se yergue en cualquier
época. La nuestra también, en su hipocresía, en su intolerancia hacia la
enfermedad, en su discriminación hacia cualquier amenaza iconoclasta.
La de Gimadieva fue una 'Traviata' que agoniza desde el primer compás
Gimadieva compone una 'Traviata' que agoniza y convalece desde el
primer compás. Y Cairns la abruma con sus maldiciones, alojándola al inicio en
una 'chaise longue' de terciopelo que presagia la sepultura del último acto. Es
donde se produce el mejor hallazgo dramatúrgico y conceptual del espectáculo.
Violetta Valéry ya ha muerto cuando cree que está renaciendo, así es que la
soledad absoluta de la última secuencia, con un escenario desnudo e irreal,
confunde la resurrección con el delirio sin lugar a la piedad.
El protagonismo absoluto de la Gimadieva suponía un desafío para sus
compañeros de reparto. Lo acusó el barítono griego Tassis Christoyannis en su
convencionalismo, pero el regreso de la 'Traviata' a Glyndebourne 25 años
después de las últimas funciones proporcionó, a cambio, el descubrimiento
de Michael Fabiano, un tenor norteamericano y lírico entre cuyos méritos
destaca la valentía, la calidad y la imponente presencia escénica.
Debutaba Fabiano y volvía a demostrarse la reputación del Festival de
Glyndebourne en el ámbito del hallazgo de jóvenes cantantes, como un día, por
ejemplo, lo fue Montserrat Caballé, y como podrá recordar Fabiano a sus nietos
si persevera en sus aptitudes como tenor elegante. Hubiera merecido mejores
ovaciones de las que recaudó, quizá porque el público de Glyndebourne prefirió
repartirlas entre el estremecimiento de Gimadieva y el talento teatral, la
exquisita sensibilidad y el alarde cromático con que Mark Elder leyó la
partitura al frente de la Filarmónica de Londres.
Se trataba de la misma orquesta con que Orozco Estrada concibió un
trepidante 'Don Giovanni'. Más que un foso, se diría que el habitáculo de la
orquesta de Glyndebourne era un volcán a punto de entrar en erupción. O de
hacerlo cuando prorrumpió la escena final con todo su poder magmático. El joven
maestro colombiano descendió con los filarmónicos al averno y los trajo a la
luz, otorgando apasionamiento e intensidad a partitura. Y consciente de que las
óperas de Mozart no nacen del escenario, sino del foso, con más razón cuando se
trata del misterio de 'Don Giovanni'.
Orozco Estrada esmeró cada escena sin romper la homogeneidad de la
obra. Todo lo contrario de cuanto sucedió al planteamiento alambicado y
fallido de Jonathan Kent, cuyo acierto en la ambientación escénica de la
ópera -el anochecer claro, el amanecer oscuro- se resintió de los gags que
derivaron muchas veces 'Don Giovanni' no a la imposible ambigüedad del
drama-jocoso, sino a la comedia descontrolada. Especialmente cuando aparecía
Leporello buscando la carcajada fácil de los espectadores.
Es un público indulgente y condescendiente el de Glyndebourne. La
tradición del 'picnic' en la ópera -y de la ópera en el 'picnic'- en las
praderas alfombradas que circundan el teatro, el bucolismo de las ovejas
y la predisposición sensorial a la buena mesa, predisponen a la amabilidad,
aunque sería injusto negarle a la soprano canadiense Layla Claire la distinción
con que compuso su papel de Donna Anna al frente de un reparto voluntarioso al
que Orozco supo elevar con habilidades de demiurgo.
http://www.elmundo.es/cultura/2014/08/09/53e50f90268e3e84588b458b.html
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