martes, 12 de agosto de 2014

LA NETREBKO ACABA CON EL CUADRO MEMORABLE TRIUNFO DE LA DIVA RUSA EN UN 'TROVADOR' MARCADO POR LA POLÉMICA PUESTA EN ESCENA Y LAS DUDAS DE PLÁCIDO DOMINGO



RUBÉN AMÓN Salzurgo

Plácido Domingo ha interpretado casi 200 papeles diferentes en su descomunal carrera olímpica, pero nunca lo habían disfrazado de vigilante jurado. La idea proviene del director de escena letón Alvis Hermanis con el pretexto de extrapolar Il Trovatore de Verdi al espacio de una pinacoteca de nuestro tiempo.
Que podría ser el Prado o el Louvre. Y que podría tratarse de una mera ocurrencia o de una astracanada si no fuera porque la dramaturgia de 'Una noche en el museo', nada que ver con la comedia adolescente de Ben Stiller, consigue momentos de gran sugestión teatral. Particularmente cuando Anna Netrebko, disfrazada a su vez de bedela, interioriza el misterio de la ópera de Verdi y hechiza a los espectadores de Salzburgo erigida en una enorme personalidad artística.
Se reconocía la presencia escénica de un gigante que necesitaba arriesgar para sentirse vivo
Fue ella la estrella absoluta del Trovatore sin apiadarse de los galones de Domingo ni condescender con el tenor protagonista. Francesco Meli defendió su personaje desde la distinción canora, pero Netrebko acabó con el cuadro -qué mejor lugar que un museo- reivindicándose como la diva absoluta del escalafón y aprovechando el trato de favor que le concedió la batuta de Daniele Gatti. Fue la suya, la de Gatti, una versión extraordinariamente escrupulosa con el concepto del claroscuro verdiano. Podría reprochársele mayor implicación visceral entre tanto desgarro de sentimientos, pero el magma cromático que proporcionó la Filarmónica de Viena en su miniaturismo y en su opulencia explica las ovaciones con que los espectadores salzburgueses aclamaron la clarividencia de Gatti. El veredicto al esfuerzo imaginativo de Hermanis, en cambio, resultó bastante traumático.
Arreció la división de opiniones. No es que se produjera una escandalera, pero el regreso del 'Trovatore' a Salzburgo medio siglo después de sus últimas representaciones se resintió de ciertas contradicciones.
Plácido Domingo fue una de ellas. Porque titubeó en su aparición inicial y porque el aria del segundo acto la resolvió con sufrimiento. De hecho, el remate posterior de la 'cabaletta' no hizo sino demostrar que al coloso barítono madrileño -asumía el papel del Conde Luna- le faltaban el aire y la seguridad. No conseguía que su voz fluyera como acostumbra, pero es cierto también que el 'ex tenor' recuperó la forma en el desenlace de la ópera y que los espectadores lo jalearon con devoción generacional cuando se produjo el trance de los saludos. 

 Se aplaudía más el mito que al cantante. Se reconocía la presencia escénica y artística de un gigante que necesita arriesgar para sentirse vivo. Por eso ha acuñado él mismo un lema y una aliteración en inglés que define su dependencia del escenario: 'If I rest, I rust', es decir, «Si descanso, me oxido».
Impresiona que Domingo necesite legitimarse en los escenarios más exigentes a sus 72 años. Que busque nuevos papeles para renovar su armario sin fondo. El Conde Luna forma parte de ellos desde que se lo probó el pasado año en Berlín, aunque la lectura teatral de Hermanis sobrepasa las connotaciones literarias originales -a Verdi le impresionó mucho el drama visceral/medieval de Antonio García Gutiérrez- para trasladarlo a la noche embrujada de un museo. Quiere decirse que los personajes de la ópera 'descienden' de los cuadros para escenificar la trama que los maldijo. Y que asumen el aspecto corpóreo de los empleados del propio museo, así es que el vigilante jurado, Domingo con su linterna, se convierte en el Conde, la bedela se transforma en Leonora y una guía turística asume el papel de la gitana Azucena en el trajín de desdoblamientos. Comprendemos que la idea pueda resultar extravagante. Entenderíamos, incluso, que la hiciera suya el personaje de Jerry en A Roma con amor, o sea, el alter ego de Woody Allen que jacta de haber provocado una gran escandalera por haber escenificado 'Tosca' en una cabina telefónica.
La lectura teatral de Hermanis sobrepasa las connotaciones literarias originales
Es el 'Trovatore', por añadidura, un material sensible a los sortilegios y las parodias desde que los hermanos Marx estrenaron 'Una noche en la ópera'. Quienes hemos convertido la película en un tótem particular difícilmente podemos tomarnos en serio cualquier versión escénica de la mayúscula obra de Verdi.
Esperamos en cualquier momento que la obertura aparezca truncada por la música de 'Llévame al partido', barruntamos que va prorrumpir el telón pintado de un buque de guerra en el aria de la gitana, aguardamos con ahínco el momento en que Chico y Harpo secuestran al tenor provocando un gran apagón en la sala.
Desde estas mismas precauciones, el montaje de Hermanis, inteligente, acaso demasiado cerebral, plantea la ventaja de que no se trata de una dramaturgia de época. La prueba está en que la primera escena convierte al personaje de Fernando en un guía museístico que explica a los visitantes la trágica historia del Trovador, señalando cada protagonista en su respectivo cuadro, desarrollando el enfáticamente el monólogo con que el propio Verdi introdujo la trama de la ópera.
Quedan superpuestos así el plano contemporáneo y el pretérito, aunque éste último va ganando terreno a medida que transcurre la función. Tanto, que las paredes del museo terminan desnudas y que la última escena transcurre no tanto en una pared de la pinacoteca como en un paredón de ejecución.
Se consuma allí la masacre endogámica de la obra, del mismo modo que los espectadores pasan revista a los artífices del acontecimiento. Incluidos Marie-Nicole Lemieux (Azucena) y Francesco Meli, en ambos casos cantantes sensibles y refinados, pero no siempre provistos del desgarro y la pujanza de sus personajes. La contralto francesa, por ejemplo, se resintió de un feo vibrato en el aria cumbre del segundo acto, mientras que el tenor italiano no tuvo demasiada afilada la espada en el aria mítica del la pira, quizá porque acudió a hechizarlo el último y superdotado Manrico que representó el papel en Salzburgo: Franco Corelli.
Cantaron junto al 'monstruo' Leontyne Price, Giulietta Simionato y Ettore Bastianini. Difícil, muy difícil, encontrar artífices de parecida altura en el siglo XX, pero esta mirada retrospectiva a las funciones de 1962 y 1963 invitan a preguntarse si Anna Netrebko está en el camino de emularlos. Creemos que sí. Pensamos que la diva rusa es ya una gigante.

http://www.elmundo.es/cultura/2014/08/11/53e7a6e722601dfd3e8b4579.html

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