Víctor Núñez Jaime Madrid
El escritor y periodista argentino Martín
Caparrós. / Álvaro García
Un día, en un pueblo de Níger, Martín Caparrós
(Buenos Aires, 1957) estaba sentado sobre un tapiz de mimbre frente a la puerta
de una choza. En medio del sudor del mediodía conversaba con Aisha, una mujer
entrada en los treinta que durante toda su vida había comido —cuando tenía— una
bola de harina de mijo. Al cabo de un par de horas, el escritor —blanco, calvo,
con bigote de manubrio— le dijo: “Si pudieras pedirle a un mago cualquier cosa,
¿qué le pedirías?” La mujer lo pensó bastante y al fin respondió: “Una vaca que
me dé mucha leche. Si vendo un poco de leche puedo comprar las cosas para hacer
buñuelos y venderlos en el mercado y con eso más o menos me las arreglaría”.
Sorprendido, Caparrós replicó: “Pero lo que te digo es que el mago te puede dar
cualquier cosa, lo que le pidas”. Entonces ella soltó: “dos vacas. Con dos
nunca más voy a tener hambre”. Así que, después de oír eso en medio de aquella
tierra seca, este periodista viajero se propuso abordar el problema del hambre
en distintos espacios y desde diferentes puntos de vista. Una vaca. Dos vacas.
“Era tan poco, pensé primero. Y era tanto”, reflexionó aquella vez.
Durante cinco años, Martín Caparrós visitó Níger, Kenia, Sudán,
Liberia, Zambia, Bangladesh, Madagascar, India, Argentina, Estados Unidos y vio
a quienes sufren hambre por sequías, pobreza extrema, guerras, marginación. Vio
a obesos malnutridos y a famélicos desnutridos y vio la especulación rapaz de
los que controlan los precios de los alimentos. Por eso ahora, en un libro de
600 páginas —El Hambre (Planeta), de momento publicado en América Latina,
pero que llegará a España en febrero de 2015— sostiene que el mal reside en la
distribución. Porque hay comida para todos los habitantes del planeta, y para
más, pero también hay quien se queda con una cantidad superior a la que le
corresponde. Y “los hambrientos”, dice el autor, “—unos mil millones— son la
gente que le sobra al capitalismo.”
El hombre que fue director de una revista gastronómica —Cuisine&Vins—,
que recientemente ha publicado una recopilación de sus crónicas gastronómicas —Entre
dientes (Almadía)—, una novela sobre la decadencia de un tragón —Comí
(Anagrama)— y que es padre de un cocinero, ofrece ahora un libro atravesado por
una pregunta: “¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas?”
“Somos animales muy extraños”, dice desde Colombia, donde se encuentra
ahora presentando su investigación. Lo que ha escrito no es un relato
“tradicional”. Se trata de “una crónica que piensa, un ensayo que cuenta”
porque quiso hacer “un libro que cruzara la crónica con el ensayo, que
intentara narrar y pensar al mismo tiempo, porque quería entender”, explica
este etnógrafo que transitó entre los hambrientos del mundo y que, un día antes
de esta entrevista, desayunó “jugo de naranja, un pancito y café; almorcé un
ajiaco (estaba en Bogotá) y cené un bife de atún en Cartagena de Indias. Sí, no
hay duda de que me alimento bien. Soy un privilegiado”.
¿En el origen del hambre está la desigualdad? “El hambre es la
desigualdad: la forma más brutal, más violenta, más intolerable de la
desigualdad”.
—Y ahora desde que hace dos años vive en Barcelona, ¿qué piensa del
hambre en España?
—Que no hay dato que convenza más a los españoles de que realmente
están en crisis que las noticias de que en este país también hay malnutridos.
Pero esos malnutridos siguen siendo, casi siempre, otros.
—¿Y en América Latina?
—Que es el continente que más redujo el hambre. Y, aun así, le falta
mucho.
—¿Y en su país, Argentina?
—Que si el hambre siempre es desigualdad, el hambre en un país de 40
millones de personas que produce alimentos para 300 millones es violencia pura.
No sólo aquellos que dominan el mercado de los alimentos salen mal
librados en las numerosas páginas de El Hambre. También las ONG, que muchas veces se convierten en un instrumento de
los países ricos para que “los países pobres dependan de su ayuda humanitaria”.
O personajes como la Madre Teresa de Calcuta. “No tengo nada contra la Madre Teresa.
Pero muchas veces me pregunto qué tiene el mundo a su favor. Sobre todo, pereza
para averiguar qué era, qué hacía”, señala ahora en referencia a que, a pesar
de que la fundación de la monja beata tenía suficientes recursos económicos,
nunca hizo clínicas para dar atención médica a los desfavorecidos y se dedicó a
abrir “casas para morir mejor”, pues sostenía que “hay algo hermoso en ver a
los pobres aceptar su suerte”.
En cuanto a sus probables lectores, el autor les lanza una
advertencia: “Si usted se toma el trabajo de leer este libro, si usted se
entusiasma y lo lee en —digamos— ocho horas, en ese lapso habrán muerto de
hambre unas ocho mil personas: son muchas ocho mil personas. Si usted no se
toma ese trabajo esas personas se habrán muerto igual, pero usted tendrá la
suerte de no haberse enterado”.
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/08/26/actualidad/1409075210_663487.html
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