Salvador Dalí intentó colarse tres veces en la residencia vienesa de
Sigmund Freud y tres veces fue rechazado. Había leído La interpretación de
los sueños en 1922 y se había convertido en un admirador incondicional de
la obra de Freud, a quien consideraba un genio: según observaba, su cráneo
semejaba la concha de un caracol, de modo que la fijación por el padre del
psicoanálisis y los moluscos gasterópodos fue un tema recurrente en sus
conversaciones hasta que, quizás para cambiar de tema, el mecenas Edward James
y el escritor Stefan Zweig organizaron un encuentro entre los dos en julio de
1938 en Londres. Freud acababa de escapar de la Austria anexionada por el
nacionalsocialismo y estaba muriendo del cáncer de mandíbula que iba a acabar
con su vida al año siguiente. Dalí no hablaba ni alemán ni inglés y el diálogo
fue imposible, así que Dalí se sentó a dibujar a Freud mientras éste conversaba
con James y con Zweig.
Años después afirmaría que aquel encuentro fue una de
las experiencias más importantes de su vida, pero posiblemente Freud no fuese
de la misma opinión. Nos gusta pensar que los encuentros entre las personas que
admiramos depararán momentos también admirables, pero esto casi nunca sucede,
posiblemente debido a que en ellos se impone la adulación o la indiferencia.
¿Es mejor no conocer a nuestros ídolos? No lo sé. Dalí dibujó a Freud como un
híbrido monstruoso entre caracol y humano; Zweig consiguió interceptar la obra
antes de que éste la viera, convencido de que se enfadaría, y el padre del psicoanálisis
nunca pudo contemplar su retrato. Sólo dijo, mientras Dalí lo dibujaba: “Este
joven parece un fanático. No me sorprende que tengan una guerra civil en España
si todos son como el”.
http://elpais.com/elpais/2014/08/15/opinion/1408108639_909992.html
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