Me cuenta un amigo sin
problemas de insomnio que no ha podido dormir un par de noches y en los pocos
momentos que lo hacía le asaltaban pesadillas. Y no se le ha muerto ningún ser
amado, no le han largado del curro, no le amenaza una enfermedad chunga, tiene
una familia en la que existe amor y cuidado mutuo. También me informa que
sufren idéntica aflicción, estremecimiento, terror, piedad, los periodistas que
tuvieron acceso a la carta de despedida del niño suicida. Ellos tienen niños.
Yo no. Pero desde que leí el adiós de esa criatura me fallan los duraderos
efectos del pastilleo que me ayuda a dormir.
Cómo no entender las razones de los
desesperados adultos que tienen el coraje de largarse de este mundo. Pueden ser
múltiples. Al bajar definitivamente la persiana solo anhelan acabar con un
sufrimiento atroz e inacabable. Su ruina puede ser física o moral. O ambas
cosas. Les resulta imposible sobrevivir a la angustia, la pérdida, la
intemperie anímica, el fracaso, el miedo, la soledad, los demonios reales o
imaginarios que torturan su cabeza o su corazón, la desolación, el sentimiento
de culpa, vaya a usted a saber.
Y en muchos casos se supone que las
heridas y las cicatrices han ido acumulándose a lo largo del tiempo, que les
han ocurrido cosas insoportables en el camino que supone la vida. Pero el de un
niño ha sido muy corto. No hay derecho a que se haya sentido acorralado, sin
esperanza, asumiendo la nada. Y sería preferible que su carta estuviera llena
de ruido y de furia, rencor y venganza. Pero está llena de amor a los suyos,
del deseo de ser perdonado por el dolor que les creará, de agradecimiento hacia
todo lo que le dieron, les desea felicidad y suerte. Es maravilloso. Lo único
que me consuela es que crea que existe el cielo y que allí compartirá felicidad
eterna con sus seres amados. Todos deberíamos estar de luto. Y maldecir a un
mundo en el que los niños, los más débiles, deciden matarse. O los asesinan.
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/01/22/television/1453488532_697779.html
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