Hace 30 años moría el cineasta
que redefinió las reglas. Su arte permanece aún como testimonio de su
compromiso con la vida.
"Yo creo en el
cine", fue la frase que guió su filmografía con un único argumento: el
amor
LUIS
MARTÍNEZ
En su número 700 recién publicado, 'Cahiers du Cinema' recupera la
idea de la emoción, así en general, y de su mano 140 cineastas escriben sobre
precisamente "una emoción" provocada por un instante de cine.
"Quizá un término demasiado sospechoso en el pasado y que pocas veces ha
sido tomado en serio por la crítica", escribe Stéphane Delorme,
redactor jefe de la mítica cabecera, en una introducción que quiere ser a la
vez celebración y manifiesto. Pocas publicaciones tan devotas de las proclamas
como ésta. Cita el autor del texto a Samuel Fuller o, de forma más precisa,
hace suyas las palabras que el americano le soltó a bocajarro a Godard, quizá
el más desemocionado de los cineastas. "¿Qué es el cine? En una palabra,
emoción", dijo el director de 'Uno rojo, división de choque'. La
casualidad ha querido que el número especial de la publicación coincida con el
30 aniversario de la muerte de François Truffaut. Emocionante
coincidencia. El 21 de octubre de 1984, un cáncer acababa con el cineasta de,
precisamente, la emoción, los sentimientos, quizás simplemente el amor.
"El amor", escribía el propio Truffaut, "es el único
argumento posible, el argumento de los argumentos... estadísticamente se podría
afirmar que nueve de cada diez películas tratan del amor... Y no creo que sea
suficiente". El director se entusiasmaba de esta manera justo después de
confesar que tenía en la cabeza 30 películas diferentes sobre el amor y se
conjuraba a realizarlas a lo largo de los siguientes 45 años. La declaración es
de 1964. Cuando murió a los 52 años en 1984 se quedó tan sólo a tres de cumplir
su deseo con aspecto de promesa. Quizá la carrera entera de un cineasta que
modificó el modo por el cual el cine se hace consciente de sí mismo no sea sino
el resultado del trabajo ímprobo de armar las piezas rotas de su propia
infancia. Y hacerlo a través del propio cine. "El cine es más
importante que la vida", es la frase que con más insistencia se le
atribuye. Truffaut buscó en el ejercicio de su profesión hacerse a sí mismo,
construir su propia vida. El cine fue la única manera que encontró este hijo
bastardo y repudiado por su madre de explicarse su vida, de aclarar el único
misterio, el secreto más íntimo. Hablamos, obviamente, del amor, de la emoción
del reconocimiento. "El cine me ha salvado", llegó a escribir.
Decía Truffaut que un artista trabaja exclusivamente con todo aquello
que es capaz de vivir desde el momento del nacimiento hasta cumplir los 14
años. En ese periodo, él no conoció sino una extraña sensación entre la ira, el
deprecio y algo parecido al vacío. Hijo de Janine de Monferrand, fue abandonado
en un hospicio nada más nacer y no tuvo el primer contacto con su madre hasta
cumplir los tres años. La regla del juego, por parafrasear a su idolatrado
Renoir, de una familia burguesa de París era así, fundamentalmente cruel. Más
tarde, cuando muriera de manera precoz el que debería haber sido su hermano, la
madre, odiada y deseada con la misma fuerza ("La relación lamentable con
mi madre me ha llevado a buscar siempre a un mismo tipo de mujer a la vez
maternal y autoritaria", dijo ), volvería a deshacerse de él. Hasta los
diez años viviría con su abuela y aunque llegó a averiguar el nombre de su
padre biológico (le buscó, le encontró y, a escondidas, siguió sus pasos) jamás
cruzó una palabra con él. Si se quiere, no es difícil rastrear la huellas de
una biografía dolorosa de folletín en la piel y mirada arrasada de 'El pequeño
salvaje'. De él o de, por supuesto, el héroe inconsciente de 'Los 400 golpes';
antes que una simple película, un auténtico manifiesto de la forma y manera de
entender la vida, el cine y la vida a través del cine.
Ejercicio desesperado
El pequeño Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud en la más cercana
aproximación al propio Truffaut) prefiere mentir y declarar muerta a su madre
que imaginársela siquiera en compañía de un amante. Y en esa declaración
infectada de rabia se levanta entera la filmografía del autor. Lo que sigue no
es más que un ejercicio desesperado por recomponer las piezas, por calmar la
ira, por entender el sentido profundo, único y doloroso de eso que llamamos
amor.
"El cine es un arte de la mujer", dirá Truffaut. Lo hará con
motivo de la adaptación que Otto Preminger realizó de 'Buenos días,
tristeza', de Françoise Sagan. Para él la actriz es siempre lo primero. Y
lo es hasta el punto de compartir su vida con cada una de ellas (o casi,
Isabelle Adjani se resistió). Jeanne Moreau, Françoise Dorléac, Catherine
Deneuve, Claude Jade, Fanny Ardant... fueron todas protagonistas de sus sueños
y amantes de sus vigilias. Como Rossellini y Bergman, Sternberg y Dietrich o
Hitchcock y Grace Kelly, Truffaut ama al cine y al propio amor a través de
la sensación táctil e irrenunciable de la piel de cada una de sus actrices; de
todas ellas.
"El trabajo de un cineasta consiste en hacer que las mujeres
bellas hagan cosas bellas", dijo en una nueva prueba de resistencia contra
el azote feminista. No en balde, se las tuvo que ver más de una vez con la
ortodoxia militante. En su cine, las mujeres están ahí para dar constancia del
único misterio posible. Si el cine es un arte de la mujer su único argumento es
el amor; el amor a tres bandas: 'Jules y Jim', 'Las dos inglesas y el amor' o
'El último metro'; el amor en pareja: 'La sirena del Mississippi' o
'Vivamente el domingo'; o el amor solitario por inalcanzable: 'La
habitación verde' o 'Diario íntimo de Adela H'. Pero siempre el amor, la
emoción, siempre Truffaut.
La belleza en el director de 'La piel suave' no es más que la belleza
femenina. La mujer, sólo ella. Aborrecía a los directores que se quejaban de
trabajar con las 'vedettes' del momento; les acusaba de no entender el
privilegio de su oficio. "Una película en la que aparezca Catherine
Deneuve", decía, y la ponía como ejemplo al lado de Julie Christie o
Jacqueline Bisset, "no necesita de argumento. Estoy convencido de que el
espectador encuentra la felicidad simplemente en el ejercicio de gozar
mirando". Pues eso. "Yo no siento ningún remordimiento puesto que no
pertenezco a la sociedad de los hombres. Todo lo que hago, lo hago por las
mujeres. Amo mirarlas, tocarlas... gozar con ellas y hacerlas gozar. Las
mujeres son mágicas y, por ello, me he convertido en mago", declama el
abogado asesino de 'Vivamente el domingo' y quién sabe si Truffaut con
él.
Deseo enfermo de eterno
adolescente
La mujer que idolatraba Truffaut vive quizá detenida en la imagen de
una ausencia. Y volvemos, por qué no, a su madre, a Janine de Monferrand. En
'El amante del amor', el protagonista colecciona conquistas mientras su deseo
enfermo de eterno adolescente es consumido por la contemplación fetichista de
largas y 'buñuelescas' piernas enfundadas en seda; en 'La habitación verde', la
devoción por los muertos se convierte en el único consuelo para el amante viudo
que perdió la gracia de seguir amando; en 'La mujer de al lado', una pareja
vive la angustia de no poder amarse perseguida por la sanción social a una
relación adúltera. Y así. El propio Truffaut está siempre ahí, ofreciendo su
carne herida como trofeo, su vida demediada como la clave de un enigma
pendiente de ser reconstruido. El cine, en definitiva, se confunde con la vida.
No es tanto un cine autobiográfico que preste atención a los hechos, como un
cine universalmente biográfico (todas las vidas caben) entregado a reconstruir
los deseos, cualquiera de ellos y en cualesquiera de las circunstancias.
Dice el director Olivier Assayas, lo decía recientemente en la
presentación en Cannes de 'Sils Maria', que si algo se aprende del cine del
director de 'Jules y Jim' es su radical independencia: "Su cine escapa a
recetas y a ideas. Por eso no hay una escuela de seguidores. Su singularidad
hace que su cine entero sea una lección moral. Una ética". En opinión de
Assayas, que como Truffaut antes fue crítico, su fuente de inspiración es él
mismo. Y dicho lo cual se revuelve contra una de las ideas extendidas que convierten
a Truffaut, junto con Chabrol, en el gran traidor del ideario de la Nouvelle
Vague ("Acabaron por hacer las películas que criticaron", dicen).
Según esta idea, él seguiría la estela de sus maestros sin llegar a la
perfección de Renoir ni a la magia de Hitchcock. Demasiado simple para ser
verdad. "Truffaut hizo de su vida y de él mismo su cine, por eso
cuesta tanto imitarlo, seguirlo, siquiera criticarlo", concluye.
"Es muy importante saber dónde estamos nosotros con las mujeres.
Y al revés, dónde se encuentran las mujeres con respecto a nosotros. Usted ha
disipado la niebla que rodea la esencia de esta cuestión", comentó el
propio Jean Renoir emocionado tras ver 'Jules y Jim'. El cumplido llegaba del
hombre cuya película 'Le carrosse d'or' (La carroza de oro) dio nombre a la
productora del propio Truffaut. Para él, y así lo dijo en cada ocasión que tuvo
con el permiso del resto de su panteón sagrado (Hitchcock a la cabeza), la
filmografía de Renoir resume a la perfección el ideario completo de su forma de
entender el cine; un cine que califica de "abierto". "Cuando se
ve 'La regla del juego'", escribió el director de 'Besos robados',
"se tiene la impresión no de ver una obra acabada sino de asistir a una
película en el proceso mismo de rodaje... Cuando acaba la película uno se dice
a sí mismo: 'Tengo que volver para ver si las cosas pasan de la misma
forma'".
Y a ese ideal aspira Truffaut: su filmografía se extiende entera sobre
la pantalla como una obra abierta que se construye como la propia vida a base
de errores, dudas, imprecisiones. El argumento, siempre y radicalmente abierto,
es la propia vida ofrecida como la víctima del único misterio posible: el amor.
De otro modo, la vida no es más que el ejercicio de reconstruirla a través de
precisamente el cine. El cine, lo único capaz de dar sentido a todo,
acaba por ser lo que importa; acaba por ser la vida. Si suena trágico, no me
culpen. Truffaut era francés. Sin remedio.
En el cine de Truffaut nadie trabaja, nadie come, nadie se entretiene
en nada que no sea vivir. "La única vez que se ve a alguien trabajando es,
no por casualidad, dirigiendo una película", comentaba el también director
Arnauld Desplechin sobre precisamente 'La noche americana'. Sobre el papel, la
cinta por la que ganó el Oscar era tan sólo una película sobre el ejercicio de
construir, rodar, otra película. Cine sobre cine. "De alguna forma",
explicaba Truffaut, "la cinta es un homenaje a 'Ciudadano Kane', una
película que cambió mi vida y la historia del cine... A través del joven actor
interpretado por Jean-Pierre Léaud, todo mi cine gira alrededor de una sola
pregunta que me ha atormentado durante 30 años: ¿Es el cine más importante que
la vida?... Y no queda otra que reprochar a la vida no ser tan interesante,
densa e intensa como las imágenes organizadas en el cine... En el cine no hay
tiempos muertos. Las películas avanzan como trenes en la noche".
Un poco más allá, en ese tren que atraviesa la noche en que se
convirtió el cine para el francés, se encuentre quizá la última clave del misterio
Truffaut. Dice su biógrafo Serge Toubiana que, pese a su imagen de cineasta
gentil detenido en una infancia idealizada y dolida, es la sombra de la muerte
la que sobrevuela todo su cine. "Siempre que puede alza la cámara para
espiar a los buitres que amenazan la armonía, el amor". La desesperación
sin consuelo del protagonista de 'La piel suave' es la misma herida que la
obsesión enferma por la muerte del necrófilo devoto de 'La habitación verde'.
Entre la pulsión del amor y de la muerte, atrapado en la emoción; la emoción
del cine, de la vida, de todas y cada una de las mujeres que amó.
http://www.elmundo.es/cultura/2014/06/06/5390ca7a22601da77a8b459e.html
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