jueves, 5 de junio de 2014

MARIA CALLAS. VUELVE LA DIVA.

Por primera vez se reeditan juntos todos los discos de la cantante más misteriosa, admirada y controvertida del siglo XX


RUBÉN AMÓN

Me contaba el viejo maestro Carlo Maria Giulini sus diferencias con Maria Callas a propósito del desenlace de 'La Traviata'. Cada vez que sobrevenía el sobreagudo del aria final -'Addio del passato'-, la cantante se estremecía de tal forma que la nota se le calaba. Ocurría en los ensayos y sucedió en las funciones de la Scala, pero el desliz vocal no deslucía el estremecimiento de los espectadores. Lo fomentaba, como si hubieran escuchado e interiorizado las explicaciones que la diva opuso al maestro italiano:



-"Me estoy muriendo". No se estaba muriendo Maria Callas, la Diva de la ópera. Se moría Violetta Valéry, pero su identificación con la agonía del personaje de Verdi le impedía finalizar el aria con un agudo tintineante e impecable. Se moría la Callas cada noche en la Scala. Se le quebraba la voz en el sobreagudo.
La anécdota tiene interés transcurridos 60 años de aquellas memorables funciones porque demuestra la imperfección y la verosimilitud de la artista. O la verosimilitud que se derivaba de la imperfección, haciendo de Violetta no sólo un papel operístico ni un exorcismo verdiano, sino una mujer que se despedía del mundo con una plegaria descoyuntada.

Un patíbulo de Callas

Advirtió el prodigio Luchino Visconti, hasta el extremo de que la dramaturgia en blanco y negro de aquel histórico montaje se concibió como un patíbulo de Maria Callas. Ella ocupaba la escena. Le daba sentido. Bastaba revestirla con un sudario blanco en un decorado tenebroso de catafalco.
Callas se había convertido en un personaje literario en vida y en un personaje legendario en la muerte
Se moría Maria Callas todas la noches, de tal manera que su compañero de reparto, el sublime Giuseppe di Stefano, decidió cancelar las últimas funciones porque el eclipse de la Diva neutralizaba cualquier atisbo de competencia. Maria Callas era la Traviata, la descarriada.
Como fue la Medea de Cherubini y la Carmen de Bizet. Y como fue quien quiso sobre el escenario y quien no quiso -fuera de él-, pues la versatilidad apabullante de la cantante, tan cuestionada ahora por los ortodoxos del síndrome Castafiore, obedece a la mejor explicación que pueda aportarse sobre su fama de artista absoluta: para asumir la Brünnhilde de Wagner, la Rosina de Rossini o La Vestale de Spontini, Maria Callas tenía que ser ella misma. Como le ocurre a Plácido Domingo en nuestro tiempo. Como le sucedió a Marlon Brando en sus vaivenes de celuloide. Igual que ellos, Maria Callas eludía mimetizarse con los personajes. No era un camaleón, por mucho que frecuentara un centenar de papeles y sus discos aporten una referencia enciclopédica. Era ella. Y más era ella, más se acercaba a la heroína o a la mártir que le correspondía interpretar. Por eso moría siendo Violetta. Y por la misma razón aparecía la Callas como un epígono de Eleonora Duse, figura extrema del teatro europeo en su oposición conceptual y visceral a Sarah Bernhardt.

Renunciaba a ser el papel
Sarah Bernhardt, como Robert de Niro, renunciaba a ser ella misma para meterse en el papel. La Duse, como la Callas, renunciaba a ser el papel para terminar encontrando el extremo de la identificación. Extremo, literalmente.
Había una suerte de significación, de implicación personal, de tal forma que la realidad de la obra adquiría sentido a través de ella, percutiendo muchas veces en las zonas más profundas y dolorosas de su propia naturaleza.
Es lo mismo que podría decirse de Glenn Gould, por citar otro mito que nunca tramonta. Vienen a reprocharle los puristas su comportamiento vampírico en el teclado, su egocentrismo, su excentricidad, sus balbuceos, sus arbitrariedades, pero Glenn Gould se valía de Glenn Gould para enseñarnos desde la clarividencia el alma de Johan Sebastian Bach.
Se explica así su absoluta vigencia, como se entiende la absoluta vigencia de Maria Callas. Que no fue la mejor soprano del siglo XX porque ni siquiera fue soprano. Que no fue la mejor cantante de la centuria porque fue mucho más que una cantante. Y que sigue vendiendo más discos que nadie en 2014 porque su misterio y su humanidad nos abruman.
Reviste especial mérito la actualidad de la Callas porque disponemos de una versión extraordinariamente parcial. Desaparecieron muchas de sus fotografías que la retrataban con sobrepeso. Se malograron muchas películas. Y se han amontonado las "biografías definitivas" como si cualquier intento de acercarnos a su orilla terminara alejándonos.
No fue la mejor soprano del siglo XX porque ni siquiera fue soprano.
Le sucedió a Elaine de Kooning cuando intentó retratar a Kennedy. Posó para ella y concibió 38 versiones, pero ninguna satisfizo a la pintora. Le frustró que cada intento de «aprehenderlo» supusiera una frustración. No había forma de capturar el ánima del presidente americano.
Ni la hay de capturar a Maria Callas. Se avecina la edición remasterizada de toda su discografía a iniciativa de Warner Classics con las ambiciones de desentrañar el misterio, pero se trata de un proyecto fallido en su propia concepción. Maria Callas se nos escapa cuando tratamos de definirla.
Por eso resulta más asequible simplificarla. Tanto de un punto de vista crematístico y pecuniario, porque sus grabaciones -sitúo en primer lugar la 'Tosca' que grabó con De Sabata- fomentan un negocio discográfico que traspasa épocas y generaciones, como porque los puristas insisten en escrutarla como una simple manifestación vocal. Objetan sus problemas técnicos, le reprochan la fealdad ocasional de su voz, la someten a un análisis de laboratorio, ignorando que la personalidad de Maria Callas y su endiablado 'pathos' convierten en anécdota cualquier impureza.


La más aclamada y la más abucheada
Conviene recordar que Maria Callas ha sido la cantante más aclamada y la más abucheada. De hecho, el pasadizo secreto que comunica la Ópera de Roma con el Hotel Quirinale se llama "pasaje Callas" porque lo utilizó la cantante para evadirse de las funciones malogradas de 'Medea'.
Eran los vaivenes de una personalidad dionisiaca y caleidoscópica. Caleidoscópica como se desprende de los fulgores de la exposición que el año pasado se organizó en Barcelona a propósito de las joyas con que la diva apareció en escena. Las esmeraldas de Anna Bolena, la medalla de Isolda, los brazaletes de Aida, la diadema de Lady Macbeth, el collar de La Gioconda...
No figuraban, en cambio, aquellas joyas que Maria Callas extravió en el patio de butacas de la Ópera de Chicago mientras Renata Tebaldi oficiaba el aria de 'O patria mia'. Fue en Chicago, en la temporada de 1955. Se había enconado como nunca la rivalidad entre ella y la estrella italiana, de forma que la Callas aprovechó la presencia de su colega en el escenario para organizarle un sabotaje.
Semejante estrategia no trascendió en cualquier momento de 'Aida'. Lo hizo cuando la Tebaldi iniciaba el aria crucial de la ópera. Maria Callas alertó entonces al acomodador. Fue necesario abrirse camino con una linterna y levantar a los espectadores de sus butacas, hasta el extremo de que el público se distrajo de la escena. No lo suficiente para que la Tebaldi interrumpiera el aria, pero sí lo necesario como para malograr la actuación estelar de la diva 'tricolore'.
Callas había descubierto una función insospechada de las joyas. Tanto engalanaban su cuello y sus orejas como servían de munición en el duelo de la Tebaldi. Que tenía su explicación porque toda rivalidad se justifica en el principio del antagonismo absoluto. Callas era la cantante dionisiaca, oscura, misteriosa, profunda, mientras que Tebaldi representaba el modelo apolíneo, pulquérrimo, exquisito.
Nada que ver con el cognac. Ni con la Coca-Cola. Es decir, las analogías con que Maria Callas definió a la Tebaldi en una entrevista a la revista 'Time'. Viene a cuento rescatar el documento no sólo porque define el enésimo episodio de despecho entre las divas. También porque el periodista que encontró a la cantante griega en su camerino admitió después haberse autocensurado para no dañar la reputación de Coca-Cola
-"¿Qué piensa usted de las comparaciones Renata Tebaldi?".
-"No se puede comparar el champán con el coñac (ni con la Coca-Cola)".


Se veía a sí misma reflejada en el color dorado
Quiere decirse que la Callas se veía a sí misma reflejada en el color dorado del champán y en el cosquilleo de las burbujas, cuando su personalidad vocal -y no sólo vocal- se antoja más próxima a la corpulencia, la intensidad y los matices de un gran coñac. Más aún en la lógica embriagadora de la inmensa cantante.
Cumpliría 91 años en 2014, pero es cierto que Maria Callas se ha ganado la inmortalidad "de por vida". El tiempo ha jugado a su favor y al enaltecimiento de su mitología. Ninguna cantante, ninguna, ha sido capaz de sustituirla, ni siquiera ha podido emularla superficialmente.
Es difícil afirmar cuál ha sido el tenor más importante del siglo XX, pero no existen dudas de la hegemonía de Maria Callas en la categoría femenina. Especialmente si concedemos a su primado más argumentos que la estricta exquisitez vocal. Callas era una cantante y mucho más que una cantante. Callas era un fenómeno. Un animal. Un monstruo.
Pueden mencionarse a favor del mito su naturaleza felina y su muerte prematura. Pueden destacarse sus pasiones amorosas y el atribulado romance con Onassis. Callas se había convertido en un personaje literario en vida y se ha convertido en un personaje legendario en la muerte, pero cualquier retrato póstumo y honesto que pretenda hacerse resultará frívolo y oportunista si no aparece en primer plano la personalidad artística.


Abruman y te convierten en un cómplice
Los discos son un documento inequívoco. Por un lado resulta frustrante no experimentar la sugestión que incitaba su presencia escénica, pero las grabaciones proyectan su densidad y su magma creativo. Abruman y convierten al oyente en un cómplice necesario.
Queremos decir que Maria Callas no permite que se le escuche contemplativamente. Te secuestra, te exige implicarte en su drama. Drama porque Maria Callas, aun habiendo sido una cantante 'rossiniana', acudía al teatro para morir todas las noches. Unas veces como Tosca, arrojándose al Tíber. Otras ejecutada, como la Maddalena de 'Andrea Chénier'. Y tantas veces, tantas, escarmentada por el destino. Como la Violetta Valéry que Visconti convirtió en un funeral premonitorio.
Porque Maria Callas murió en París, igual que la Dama de las Camelias ("me moriré en París, con aguacero, un día del cual ya tengo el recuerdo", escribió César Vallejo). No quedan claros los motivos. Ni puede hablarse categóricamente de una sobredosis de medicamentos. Ni de un suicidio. O sí puede hacerse, porque Maria Callas y sus misterios forman parte de un "problema de actualidad" que revisitamos una y otra vez desde la idolatría o desde el morbo.
Sabemos que sufrió un infarto. Que se le rompió el corazón. E imaginamos que su plegaria al pasado terminaría malográndose, calándosele la voz. Como le dijo a Carlo Maria Giulini. "Porque me estoy muriendo, maestro, porque me estoy muriendo".
Un nicho funerario la recuerda en el cementerio de Père Lachaise. Pueden depositarse flores y se puede rezar por el sufragio de su alma, pero los devotos que acuden a visitarla saben que Maria Callas no se encuentra allí dentro. Sus cenizas se esparcieron en el mar Egeo, como si fueran las de Medea. Y el mar las meció como una barcarola por los siglos de los siglos.

http://www.elmundo.es/cultura/2014/06/04/538e05ab22601d16508b4576.html

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