El compositor repasa su carrera antes de recoger el premio Fronteras del
Conocimiento
Hoy no da la imagen del compositor
contemporáneo. Con su gorra de béisbol, Steve Reich (Nueva
York, 1936) está moviendo —poco— las regletas de una mesa de mezclas,
supervisando los ensayos de los dos grupos que tocarán su música en el Teatro
Real. Ocasionalmente, tiene arranques de señor gruñón, pero termina mostrándose
afable ante el obvio entusiasmo de unos músicos jóvenes.
Comprensible: estamos ante una leyenda viva. Reich
comparte el podio del minimalismo con John Adams y Philip Glass. Tom Johnson,
el compositor y crítico del Village Voice que observó la
eclosión del movimiento, usaba una etiqueta más poética: la “escuela hipnótica
de Nueva York”. A Reich no le gusta: “Hipnótica… ni que fuéramos artistas de
circo”. No era el caso, pero forma parte de la leyenda que, durante un tiempo,
Reich y Glass comieron caliente gracias a una empresa de mudanzas.
Reich, que en 2011 suspendió una visita al festival Sónar por mala
salud, acude ahora a recoger uno de los Premios Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA. Está
dotado, atención, con 400.000 euros, cantidad que supera ampliamente la suma de
lo que consiguió al recibir el Pulitzer y el Polar. Se le escapa una
sonrisa. “Es una generosidad paradójica, que te llega cuando realmente ya no
puedes disfrutar del dinero. Pero, en una sociedad como la que nos ha tocado
vivir, sirve para reconocer que eres bueno en lo que haces”.
Tiene su vida muy organizada, explica. Ocupa una
casa discreta en un pueblecito cerca de Connecticut. Odiaba residir en
Manhattan. “Me pasé años, no, décadas con tapones en los oídos. Incluso de
noche, Nueva York tiene demasiado ruido”. Alguien haría un chiste fácil, al
recordar que sus hallazgos han sido utilizados por artistas habituados a
grandes volúmenes sonoros, desde The Orb (que le samplearon en
su éxito Little fluffy clouds) a Radiohead. “En realidad, he
sido yo quien he trabajado sobre dos canciones de Radiohead, que son la base de Radio
rewrite. Me fascinó conocer a su guitarrista, Johnny Greenwood, que
fue educado como violinista clásico. Admiro a Mark Stewart, que toca con Paul
Simon y luego está en Bang On A Can. O Bryce Dessner, guitarrista de The
National, que compone piezas muy atractivas. Igual con Nico Muhly, que trabaja
con artistas pop”.
Expone Reich su teoría sobre la dinámica de
avance / retroceso en el mundo de la “música escrita” (su
descripción, para diferenciarla de la popular, que generalmente no usa
partituras). “Desde la Alta Edad Media, cualquier escuela musical llega a tal
grado de complejidad que expulsa a los oyentes o se hace abrumadora. Ocurrió
con el barroco, con el romanticismo, lo que se te ocurra. En ese momento, algunos
compositores deciden retornar a una comparativa simplicidad. Yo estudié con
Luciano Berio, en un clima asfixiante: hasta Stravinski debió seguir los
dictados de la Escuela de Viena”.
Fue la herencia ingrata de Adorno,
que erigió una muralla entre música popular y música académica. “Desde siempre,
los compositores han utilizado melodías folclóricas, a veces sin reconocerlo.
¿Cómo puede alguien vivir en la primera mitad del siglo XX y no celebrar
la grandeza de Kurt Weill? Weill no aceptaba aquel lema absurdo del
dodecafonismo: que, con el tiempo, hasta el cartero silbaría esas
composiciones. Lo cierto es que nosotros, a los que nos llamaron ‘repetitivos’
o ‘minimalistas’, lo tuvimos muy fácil: recuperamos la melodía, la armonía, el
ritmo”.
Un paso importante fue la investigación en
tradiciones musicales no occidentales. “Disponían de soluciones
extraordinarias, evolucionadas a lo largo de siglos. Fíjese, los pintores
descubrieron enseguida el arte africano, ahí está Picasso; los compositores no
podían renunciar a su arrogancia europea. Yo me fui a Ghana, a estudiar con un
maestro de percusión. Eran lecciones extenuantes… y luego debía transcribir lo
que había aprendido. Aguanté hasta que enfermé de malaria. Felizmente, cuando
me interesé por el gamelán, encontré a músicos indonesios en Seattle”.
Igualmente fue importante el jazz, añade. “Cuando
topabas con algún esnob que negaba la existencia de una ‘música americana’, le
tapabas la boca con el jazz. Hubo compañeros míos de generación que sí
recurrieron a la improvisación, como Terry Riley. Yo decidí no hacerlo, ni
siquiera me gustan las grabaciones en directo: el estudio de grabación es mi
taller. En jazz, me impresionaba la inventiva de un John Coltrane, que partía
de elementos muy básicos, pero que desarrollaba piezas de 10 o 20 minutos sin
repetirse. Por no hablar de sus pulmones, claro”.
Steve Reich también se benefició de la tecnología…
hasta cierto punto. “Detesto los sintetizadores y demás aparatos que pretenden
reemplazar a otros instrumentos. Pero el sampler ha sido
esencial para mi creación: utilizo muchas partes habladas. Me encanta poder
aislar una palabra, una sílaba, incluso un fonema, y alargarlo, retorcerlo,
manipularlo. Otra de las deudas que tenemos con el rock es la amplificación. Si
se usa juiciosamente, puedes equilibrar partes pregrabadas con músicos que
tocan en directo. ¡Bach hubiera enloquecido con esas posibilidades!”.
Desde su casa rural, Reich contempla el final de
un modelo de negocio que deja desamparado al compositor. “Tuve suerte al firmar
contrato con Nonesuch Records, que básicamente me deja hacer lo que quiera.
Ahora precisamente cumple sus 50 años y allí estaré. Aunque, como parte de
Warner Music, en cualquier momento puede desaparecer. Con todo, resulta curioso
que cada vez se hagan más discos; tengo cajas y cajas de nuevos lanzamientos
que ni puedo escuchar”.
Ah, sí: el gran secreto de Steve Reich. “No soy
nada laborioso. Empiezo a trabajar al mediodía. Y mi ritmo de producción es
demasiado pausado. Alguna vez me han propuesto hacer scores para
películas. El dinero era atractivo, pero los plazos… en el tiempo que me daban,
con suerte, podría escribir la música para los títulos de crédito”.
Titán del minimalismo y apóstol
de la disolución de las fronteras entre la música culta y la popular, la enorme
reputación de Steve Reich se cimienta en una serie de composiciones que han
dejado una honda muesca en la historia cultural del último medio siglo.
Entre sus obras más destacadas se encuentra la
pieza de mediados de los años setenta Music for 18 musicians (ECM).
También es autor deDrumming (1971), influida por la
polirritmia propia de la música africana,Different trains (1988),
quizá su pieza más célebre, compuesta para doble cuarteto de cuerda y cinta
magnética.
En su abultada nómina de reconocimientos figuran,
además del premio de la Fundación BBVA, doctorados y galardones de
instituciones como la Escuela Juilliard o la Academia Franz Liszt de Budapest.
Recibió el Polar en 2007y el Pulitzer, dos años después (por
su composición Double Sextet).
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/06/16/actualidad/1402939164_525478.html
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