“¿Por qué al leer a los
moralistas siempre tengo la sensación de que se les escapa el hombre? Su
moraleja me parece impotente, abstracta y teórica", escribió Gombrowicz
JOSÉ ANDRÉS ROJO
Witold y Rita Gombrowicz
HANNE GARTHE
A Europa se le están
torciendo las cosas. Viene de una época de esplendor que para muchos empieza a
resultar ya lejana. Así que, de pronto, hay miedo. Y entonces llegan los
mensajes simples, la apelación a algún remoto fundamento, el afán de reforzar
las propias señas de identidad frente a los otros. La tentación de levantar
muros, de encerrarse hacia dentro, de volver a mirarse al ombligo y contemplar
como consuelo las viejas glorias. Cuando eso ocurre, cuando de pronto vuelven a
escucharse los coros celestiales que entonan la larga retahíla de los valores
eternos, es cuando hace falta salir de ahí y encontrar a alguien que pueda
mirar las cosas desde fuera. Y que sea un poco deslenguado.
“¿Por qué al leer a los
moralistas siempre tengo la sensación de que se les escapa el hombre? Su
moraleja me parece impotente, abstracta y teórica, como si nuestra verdadera
existencia se realizara en algún lugar fuera de nosotros”. La anotación es de
1953, y forma parte del diario de Witold Gombrowicz, el escritor polaco. Iba de
camino a Argentina cuando Alemania invadió Polonia, había estallado la II
Guerra Mundial. Decidió quedarse allí. Así que no tuvo otra que mirar desde
lejos al viejo continente y el horror que entonces se produjo, y ya después, la
progresiva vuelta a la normalidad. Estaba leyendo El hombre rebelde, de Camus,
cuando hizo esa anotación. Gombrowicz temía que lo concreto se esfumara en un
mar de abstracciones. Así que se batía por defender aquello que todavía no
tenía forma, lo que se estaba haciendo, frente al imperio de lo acabado.
En otra anotación, de 1958,
alude a un muchacho de 17 años que había conocido en Tandil, y dice de él que
no había nada que lo impresionara: “Posee una incapacidad total de sentir
cualquier jerarquía”. Y añade: “Es una sabiduría proveniente de la esfera
inferior, la sabiduría de un pilluelo, de un vendedor de periódicos, de un
ascensorista, de un mozo de recados, para quienes la esfera superior tiene
valor en la medida en que se le puede sacar dinero”.
Algo de eso está pasando
ahora. Los envarados defensores de la vieja Europa siguen recitando la moraleja
de los grandes valores, esa que a Gombrowicz le resultaba “impotente, abstracta
y teórica”, y hay un montón de pilluelos, si es que sirve el calificativo, que
simplemente quieren ver cómo le pueden sacar dinero. Y es por eso por lo que se
produce la terrible imagen de los muros que está levantando Europa para frenar
a los que vienen de fuera.
Quizá pueda resultar un
tanto extravagante hablar de “pilluelos” para referirse a aquellos que están
llegando a Europa tras inmensos y profundos padecimientos, y que escapan de la
guerra y de la miseria. Pero hay algo que tiene ese término que acaso sirva
para iluminar su proeza y reivindicar la energía que los anima. Están llenos de
vida a pesar de todas las desgracias que han padecido, y no van a reconocer que
esos muros que quieren detenerlos están levantados sobre la solemne verborrea
de valores de la esfera superior. Un muro es un muro. Y si está ahí para cerrar
el paso a las esperanzas, esos “pilluelos” saben que simplemente hay que
saltarlo. Se juegan su futuro. A Europa le toca inventar una respuesta.
https://elpais.com/elpais/2018/06/10/opinion/1528653112_721320.html
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