Wim Wenders dijo que no habría
alivio mayor que prescindir de lo intelectual
Hoy se impone un saber horizontal y
colaborativo, el conocimiento de la muchedumbre
El Campus Party reúne a miles de
personas dispuestas a compartir inquietudes e intercambiar experiencias. / CARLES FRANCESC
La escritora Susan Sontag y
el director de cine alemán Wim Wendersse encontraron en Los Ángeles a finales de los años
noventa, donde él se proponía residir una temporada. Entonces ella —siempre tan
brusca— le espetó: “¿Pero cómo usted, una persona culta, puede soportar vivir
en un país donde no hay cultura?”. Y Wenders le respondió. “¿Que no hay
cultura? ¿Imagina usted un alivio mayor que vivir un mundo sin cultura?”.
Muchos de nosotros, más o menos
afines a Wenders, comprendemos bien ese desahogo tan sano como sosegante. Fin
del carcelario mundo de la estirpe culta y sus sanedrines de cultura.
Liberación del penitenciario culto a la cultura.
De hecho una cosa es cultivarse y
otra culturizarse. En la Grecia clásica y democrática no se entendía por
cultura una acumulación personal de saberes. La población compartía un gusto,
una sensibilidad y un comportamiento que favorecían la convivencia y su
tolerancia. Esto sería la cultura invisible, ingrávida y ambiental. Nada de
santuarios ni de hierofantes. La auténtica cultura sería idealmente lo que se
derivaría de una educación integral y recibida al hilo de un aprendizaje
cívico. Una educación que
no se apoyara ante todo en los saberes de los libros de texto (con sus
“disciplinas”), sino en una formación que incluiría tanto el respeto a los
demás como la capacidad para afrontar mejor las adversidades, la incomprensión,
el éxito o incluso la expectativa de la muerte. Los individuos serían así
cultos no en cuanto a feligreses empapuzados de nombres y notas, sino en cuanto
perfeccionados ciudadanos de una convivencia tolerante y saludable.
Estados Unidos no
es ejemplar en todos los casos —ni mucho menos—, pero posee de forma nativa un
sentir democrático que rechaza tanto las imposiciones jerárquicas
(gubernamentales) y el dudoso tono intelectualoide. Un negro, un homosexual,
una mujer o un minusválido pueden ser presidentes norteamericanos, pero un
intelectual nunca. Un intelectual es la antifigura de la presidencia
norteamericana, y de hecho las murmuraciones que han buscado descalificar a
Obama durante estos años han venido afirmando que nació en Kenia, que practica
el islam y que se trata de un intelectual, tan sospechoso como peligroso para
el sistema.
Los buenos presidentes
norteamericanos han de ser, por el contrario, tan sencillos y tan pragmáticos
como el ciudadano común, porque un hombre no será completamente de fiar si no
es capaz de reparar una avería doméstica, arreglar el tejado y cortar el césped.
De los dos modos de entender el
término cultura (como culto o como cultivo) se deduce que tanto T. S. Eliot como Henry James dejaran
Estados Unidos para exilarse a Londres. Estados Unidos, su patria, les parecía
un territorio demasiado secular mientras en Europa la cultura
poseía ese rango sacramental que adorna a los dramaturgos, poetas, músicos y
novelistas eximios. Son, en efecto, adorados comocreadores, directas
derivaciones del Creador. Y son capaces de lograr que un arrogante Napoleón cayera
de hinojos ante la presencia deVictor Hugo.
En Francia, tras la Ilustración, se
pasó del respeto a los sacerdotes al de los artistas, y a lo largo del siglo
XIX el artista fue un personaje elegido a la manera de Jesucristo. A la manera
de Jesucristo, sufría para extraer miel salvífica de su dolor. Y así, el
artista sufría pintando, escribiendo, componiendo, pero además enfermaba de
hambre, contraía la sífilis, se alcoholizaba, vivía como un pobre a imagen y
semejanza del Hijo de Dios.
Los años tan inquietantes,
depresivos y caóticos que discurrieron entre las dos guerras mundiales
sirvieron para hacerles perder una parte de su unción y para extender un
sistema convulso que benefició a los líderes nacionalistas o revolucionarios
imbuidos de delirios fascistas.
¿Y ahora? Ahora, con las redes
sociales, han impuesto un saber horizontal y colaborativo que crecientemente se
ha conocido como “el saber de la muchedumbre” (The wisdom of crowds). Este
saber no brota de una mente, sino de una promiscua y conectada multitud.
Para un mundo progresivamente
complejo como el presente no basta el cráneo de nadie por grande que fuera su
aforo cerebral. Las empresas colaboran cruzando continentes; los consejos que
rigen las compañías más prósperas se componen de gentes de diferentes razas,
ciencias y culturas, y, por supuesto, de dos o más sexos. No es el feminismo
quien dirige sobre todo la operación contra el “techo de cristal”, sino que
otros puntos de vista (femeninos y masculinos) son necesarios para afrontar la
cristalizada complicación de las cosas, enteras o echas añicos.
¿Las cosas? Ahora se habla de “el
Internet de las cosas”, y esto no es más que el continuo intercambio, con o sin
dinero convencional, de mercancías, prendas, préstamos, conocimientos, tiempos
y aptitudes entre los miles de millones de corazones y cerebros diferentes
interconectados a la Red.
De modo que no es ya el saber de un
lumbreras quien ilumina un problema, sino la menuda luz de muchos leds.
Ciertamente el Premio Nobel sigue dándose a una o un trío de personas,
pero muchos artículos de las revistas científicas vienen firmados hasta por un
centenar de investigadores. Igualmente los diseños de los coches, de las casas,
de los muebles o la ropa no son obra de un creador visionario, sino de la
activa colaboración de muchos puntos de vista.
¿La escuela? No hay saber
transmisible sin colaboración. Así como el conocimiento avanza por estratos que
se metamorfosean hasta otro nivel, el profesor no alcanzará a inculcar nada si
no se involucra en la actualidad (gustos, deseos, aficiones, preferencias e
intereses) del alumno. No hay un saber superior que se imparte como desde la
cima y con sangre entra, sino un saber difundido que, como las notas de un
perfume, propaga el aire del tiempo. La fórmula, de otra parte, es la misma que
tiende a regir la relación entre países o imperios, entre regiones y
vecindarios, entre hombres, mujeres, niños, perros y gatos. Fin de la
jerarquía. Descrédito de las instituciones. Fin del culto cultural, con casta o
sin ella de por medio. El mundo avanza a la manera de un cultivo que se
extiende y crece como una epidemia horizontal. Ocaso pues del mandamás, del
iluminado y del mesías. Superdotados todos gracias al plus de intercambiar
saberes y esfuerzos.
¿Un mundo sin cultura? Hace más de
medio siglo, Herbert Read (destacado poeta, editor, teórico de la educación y
reformista social) publicó un libro de ensayos (Cátedra) que tituló Al
infierno con la cultura. De esos fuegos tremendos vendrían, pues, estas
amigables luces.
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/12/30/babelia/1419955296_524315.html
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