Barcelona y el director
estadounidense sellan su idilio con un concierto que celebra la complicidad del
artista con el jazz
Javier Pérez Senz Barcelona
Woody Allen durante el concierto en el Liceo de Barcelona. / A.
D. (EFE)
Barcelona adora a Woody Allen. La ciudad y el célebre actor y director
de cine neoyorquino mantienen un idilio desde hace décadas, y todos los
conciertos que ha ofrecido con la New Orleans Jazz Band han sido éxitos
rotundos. Esta noche, en su debut en el Liceo, aunque no se agotaron las
entradas, congregó a 1.750 personas, superando el 80% de ocupación, y se metió
al público en el bolsillo en un concierto de Fin de Año con localidades de 18 a
135 euros.
Como siempre, Allen tocó con alegría y absoluta complicidad con los
músicos de una banda que sabe a ciencia cierta que, dado que el jazz
tradicional de Nueva Orleans no suele movilizar a las masas por estos lares, lo
que quiere el público es ver en carne y hueso -más hueso que carne tratándose
de Allen- a un icono de la gran pantalla. El concierto fue el pistoletazo
mediático de apertura del nuevo Suite Festival, que hasta el próximo mes de
mayo busca captar nuevos públicos con los más variados géneros musicales en un
cartel que incluye a Van Morrison, Bob Geldof, Kraftwerk, y Luz Casal, entre
otros.
Tras su arrollador éxito el martes en Badajoz, Allen y su banda
llegaron a Barcelona para despedir el año en el Liceo en el marco de una gira
internacional. Todos los conciertos de Allen se parecen. Al gran cineasta le
encanta tocar el clarinete e irradia buenas vibraciones en todos los escenarios
que visita. Tras sus anteriores actuaciones en el Palau de la Música y el
Auditori, Allen y la New Orleans Jazz Band pisaban por primera vez el templo
lírico de La Rambla: les esperaban, con toda la ilusión del mundo, 1.750
personas dispuestas a pasar un par de horas en compañía de su ídolo.
La música, ciertamente, pasa a segundo plano, porque en sus
conciertos, y él lo sabe perfectamente, el jazz es la excusa perfecta para
escenificar una ceremonia de emociones muy personales. Ver de cerca al genio de
Manhattan, sin perder detalle de sus gestos, sus miradas y su presencia física
en un escenario, mueve a una legión de admiradores en todo el mundo. Y Allen
hace de Allen todo el rato: habló poco –tuvo tiempo para agradecer la
asistencia del público en estas fechas, presentó a los compañeros de banda, y
felicitó el Año Nuevo– y, aunque le costó entrar en calor, con un sonido un
tanto desbocado, tocó el clarinete con deleite, disfrutó escuchando a sus
compañeros y llevó el ritmo con su pie izquierdo, algo que pide el cuerpo,
porque el dixieland es puro ritmo, melodías en movimiento, música
contagiosa que lleva la alegría en su ADN.
Al gran cineasta le encanta
tocar el clarinete e irradia buenas vibraciones en todos los escenarios que
visita
No es un virtuoso del clarinete y nunca se ha sentido otra cosa que un
músico aficionado; pero es innegable que Allen lleva toda la vida tocando dixie
en pequeños clubes neoyorquinos. Lo hacía antes de ser una estrella mediática,
cuando acariciaba la idea de convertirse en músico profesional y estudiaba con
Gene Seldric, clarinetista del grupo del mítico Fats Waller.
Aprovechando su fama, además de darse el gustazo de actuar los lunes
en un club de Nueva York, pasea por grandes auditorios y teatros su pasión por
el dixie, el más tradicional estilo de jazz de Nueva Orleans. Y lo hace con un
grupo de músicos amigos, con el intérprete de banjo Eddie Davis como
inseparable timonel de un conjunto sin pretensiones –es una formación clásica
de piano, contrabajo, banjo, batería, trompeta, trombón y clarinete– que se lo
pasa en grande tocando con suficiencia un repertorio de estándares de la
primera gran época del jazz clásico en los que algunos músicos asumen con
discreción tareas de vocalista.
El sonido de clásicos ligados a la memoria de Louis Armstrong, King
Oliver, Barney Bigard o Benny Goodman nutre con su poderosa influencia el
estilo de Allen, que mantiene un fino olfato para subrayar, a pesar de sus
limitaciones técnicas, los momentos álgidos de cada pieza. De hecho, levantó
pasiones en sus solos, bien defendidos y a tono con las voluntariosas versiones
de la banda que, naturalmente, el público aplaudía con clamorosas ovaciones. El
concierto duró una hora y cuarenta minutos sin descanso, con una generosa
ración de estándares, en los que no faltaron éxitos como Para Vigo me voy,
de Ernesto Lecuona, o la emblemática Sweet Georgia Brown.
Hubo más mitomanía que excelencia musical en la última noche del año
en el Liceo, pero las caras de satisfacción del público certificaron el éxito
de la velada. Al acabar el concierto, el foyer del teatro acogió una
cena con cotillón para 200 personas al precio de 165 euros.
El sonido de clásicos ligados
a la memoria de Louis Armstrong, King Oliver, Barney Bigard o Benny Goodman
nutren con su poderosa influencia el estilo de Allen
http://cultura.elpais.com/cultura/2015/01/01/actualidad/1420075422_461897.html
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