El gran violonchelista Carlos Prieto relata el drama emocional vivido por
el compositor en la era soviética y su peculiar 'disidencia' musical
P. UNAMUNO Madrid
Carlos Prieto, uno de los violonchelistas más
reconocidos hoy en el mundo, conoció a Dmitri Shostakóvich en 1959 durante la
visita a México de una delegación soviética encabezada por el entonces
número dos del régimen, Anastás Mikoyán. El famoso intérprete se encontró
con un Shostakóvich nervioso, lleno de tics. Se amasaba permanentemente las
manos. Prieto empezó a intuir por qué su música le había entusiasmado tanto
como desconcertado cuando la conoció -él iba para ingeniero- siendo estudiante
del MIT en Cambridge. Prieto es, además de virtuoso violonchelista, escritor de
fuste y ágil estilo del que dio muestra en su impagable libro 'Las aventuras de
un violonchelo', donde reconstruía la historia de su Stradivarius Piatti de
1720. Ahora se ha propuesto explicar, en lo posible, la figura del compositor
ruso que le sedujo desde su juventud en el volumen 'Dmitri Shostakóvich. Genio
y drama', que publica el Fondo de Cultura Económica.
Nacido en San Petersburgo (pronto Leningrado) en
1906, aún bajo el yugo de los Romanov, era un niño durante la Revolución de
Octubre. Comenzó a estudiar música tarde, a los nueve años, pero su
madre descubrió perpleja que poseía una asombrosa capacidad para aprender y
para recordar en todos sus detalles cualquier obra que escuchara, don que
suele denominarse "oído absoluto". A los 18 años se gradúa en el
conservatorio y estrena su 'Primera Sinfonía', obra que le abre las puertas de
la celebridad. No podía sospechar entonces lo difícil que le iban a poner las
cosas las nuevas autoridades soviéticas. Acuciado por necesidades económicas
tras la muerte de su padre y halagado por recibir encargos del Estado con
apenas 20 años, el tímido e inseguro Shostakóvich compone dos
"sinfonías proletarias" -como las llama Prieto- fruto de una
confianza comprensible en el estrenado régimen. Al mismo tiempo, escribe otras
obras, como la ópera satírica 'La nariz', que le interesan más y le permiten
experimentar con más libertad caminos musicales nuevos.
Pero se acercaban los tiempos del Terror. Stalin
mandaba asesinar a sus adversarios reales e imaginarios, a los que habían sido
sus amigos hasta ayer. El más nimio motivo significaba la deportación a Siberia
y las autoridades culturales imponían estrictas reglas contra el arte
formalista y burgués. Todo se torció para el flamante compositor una noche
de enero de 1935, cuando 'el Gran Conductor' se presentó en el Bolshói a ver su
ópera 'Lady Macbeth de Mtsensk', en la que se había volcado mientras despachaba
rutinariamente la música para varios espectáculos de las juventudes del
Partido.
Stalin no mandó llamar a Shostakóvich ni en el
primer intermedio, como era costumbre, ni en el segundo, tampoco al terminar el
tercer acto. El autor se tapaba la cara cubierta de sudor mientras
Stalin salía del palco murmurando: "¡Esto no es música sino caos!".
Dos días más tarde, un editorial de 'Pravda' describía la ópera como "una
corriente confusa, deliberadamente disonante de sonidos" y concluía con
una admonición que, en el tiempo de las purgas indiscriminadas de millones de
rusos, sólo podía interpretarse como una amenaza directa: "Estos
juegos incomprensibles pueden terminar muy mal". Gorki escribió
entonces que el artículo autorizó a "cientos de personas sin talento,
escritorzuelos de todo tipo, a perseguir (...) al compositor soviético
contemporáneo de más talento".
Cuando logró reponerse del susto, Shostakóvich
acometió su 'Cuarta Sinfonía', una obra musicalmente muy atrevida y cuyo
"carácter dramático y pesimista violaba todas las normas artísticas
fijadas por el partido", recuerda Carlos Prieto. La música del
realismo socialista debía de ser alegre y optimista por decreto.
El músico se vio obligado a cancelar el estreno de
la sinfonía para evitar una desgracia. "Como tantos otros en aquellos
años, tenía preparada una pequeña maleta y esperaba angustiado a que cualquier
noche, muy tarde (...), los órganos de seguridad tocaran a su puerta". Por
alguna razón que Prieto no se acaba de explicar, Stalin nunca llegó a
tocar a Shostakóvich, igual que transigió con Pasternak.
La 'Quinta Sinfonía', bellísima pero de corte más
tradicional -la más interpretada de su repertorio hasta hoy-, supuso la primera
rehabilitación del compositor, que presenció pálido y mordiéndose los labios
cómo el público lloraba al escucharla. Para congraciarse con las autoridades,
tuvo que aceptar el capcioso subtítulo que le endosaron a la obra:
'Respuesta creativa de un artista a una crítica justa'. Shostakóvich volvía
a ocupar el trono de los artistas soviéticos. Mucho se le ha criticado su falta
de carácter, su ambivalencia hacia el poder que tanta tensión emocional -y
seguramente tantos tics- le produjo, pero no conviene olvidar que el miedo
todopoderoso llevó a Ósip Mandelstam a escribir una 'Oda a Stalin' que no le
libró de ser deportado poco después, y a Jatchaturian y Prokófiev a confesar
sus pecados de formalismo al tiempo que prometían partituras más normales.
Como escribe el novelista Jorge Volpi en el
prólogo al libro de Prieto, "resulta absurdo querer demostrar que
Shostakóvich fuese un mero peón del comunismo o un sagaz
(aunque discreto) crítico de la Unión Soviética, puesto que lo más probable es
que (...) fuese alternativa o simultáneamente las dos cosas: un
colaboracionista y un prisionero". La Segunda Guerra Mundial relajó la
represión interna del 'Gran Líder', que ahora disponía de un enemigo real e
identificable en el exterior. El compositor se ganó su sacralización
(provisional) escribiendo los tres primeros movimientos de su 'Séptima
Sinfonía' bajo las bombas nazis que sacudían Leningrado. El 'Gran Líder' en
persona ordenó evacuar de la ciudad a la poeta Ana Ajmátova y a Shostakóvich,
que terminó la obra en Samara. La partitura microfilmada voló de Moscú a
Teherán, de allí fue por tierra a El Cairo y luego de nuevo en avión a
Casablanca, donde la recogió un barco de guerra norteamericano que
la llevó a EEUU. Allí la estrenó Arturo Toscanini.
Manifestantes
contra Shostakóvich en Nueva York, en 1949. GEORGE SILK
Shostakóvich se empeñaba en responder con su
música, que no con su actitud ni con sus declaraciones, a los excesos
totalitarios que aplastaban al individuo. Cuando, terminada la guerra, arreció
la ofensiva de Stalin y su esbirro Zhdánov contra los artistas
"antidemocráticos", nuestro autor se puso de nuevo la diana
en la frente al escribir obras que no describían adecuadamente la
euforia del pueblo por la victoria. Ahora no se contentaron con prohibir su
música; también le privaron de sus ingresos como profesor en los conservatorios
de Moscú y Leningrado al destituirle por "negligencia profesional".
Tuvo que humillarse como "un parásito, un títere", según sus propias
palabras, en la particular caza de brujas montada en 1948 por Zhdánov y leer
una declaración ignominiosa. En años sucesivos le tocó hacer el mismo
papelón en Nueva York, donde criticó a Stravinski a pesar de lo mucho que lo
admiraba, y en Edimburgo. Forzado a escribir la música de películas
nefastascomo 'La caída de Berlín', una hagiografía de Stalin, o el atroz
oratorio 'La canción de los bosques', Shostakóvich reservó su fenomenal talento
para partituras que guardaba directamente en el cajón a la espera de tiempos
mejores. Por ejemplo, sus canciones sobre poesía popular judía -escrita
en vísperas de cruentos pogromos- o la cantata satírica 'Rayok', desempolvada
por su viuda Irina en los años 80, que de haberse conocido en tiempos de Stalin
habría significado la pena de muerte para su autor.
La muerte del 'Gran Líder' dio paso al relativo
deshielo de la era Kruschov. El régimen se empeñó en restituir a
Shostakóvich como su compositor oficial y lo agasajó con su máximo
distinción, el Premio Lenin, lo que mejoró considerablemente su posición
económica. En 1960 se supo que iba a ingresar en el Partido Comunista. Sus
admiradores y la 'intelligentsia' rusa que le había perdonado que firmara
declaraciones vergonzantes sin leerlas (pero sabía también de sus gestiones en
favor de Solzhenitsyn, Brodsky o Vainberg) recibe la noticia con
consternación, acaso sin saber que la afiliación era obligatoria para
presidir la Unión de Compositores, como era el deseo imperativo de Kruschov.
Esta nueva capitulación puso a Shostakóvich al
borde del suicidio, según relata su amigo Lev Lebedinski, y le dictó, como
siempre, una "respuesta musical": su 'Octavo cuarteto de cuerdas',
que suena como un réquiem por sí mismo, al que siguió una de
aquellas obras que tanto defraudaron a Prieto en el MIT, la grandilocuente
'Sinfonía nº12'.
La 'doble vida' musical del compositor le llevó a
tentar de nuevo la suerte con la siguiente sinfonía, 'la 13ª', que su amigo
Rostropóvich se llevó clandestinamente a Estados Unidos. Para cuando Brézhnev
congeló la apertura de su antecesor, Shostakóvich se sentía demasiado cerca del
fin como para andarse con juegos. Compuso"según los dictados de su
fuero interno", sin preocuparse de "las estúpidas normas de los
burócratas del arte".
Siempre desconcertante, el genio, bien que muy
debilitado por el cáncer, accedió a firmar una declaración contra
Sájarov. Creía que los actos de los disidentes eran inútiles, posición que
le distanció de Solzhenitsyn, un luchador nato que -a diferencia de él-
peleaba en su obra y en su vida y que resumió así el drama de nuestro
hombre: "Shostakóvich, ese genio con grilletes (...). Un genio trágico,
una ruina humana digna de compasión (...) cuya música se mete en nuestras
almas".
http://www.elmundo.es/cultura/2014/05/28/5384df81268e3e3a308b4581.html
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