El estrecho del Bósforo, en
Estambul. / SANTI BURGOS
Una ciudad es muchas ciudades a la vez, y
Estambul, capital de tres imperios que hoy ni siquiera lo es de un país,
carente de perros y sobrada de gatos (hasta dentro de Santa Sofía los vi), con
un pie en Asia y otro en Europa, cumple esa máxima ejemplarmente. No en vano ha
tenido tres nombres, Constantinopla, Bizancio, Estambul. Yo soñaba con
visitarla desde hace cuarenta años, pero no lo he sabido hasta después de
planear ir allí.
Rastreé el origen de ese sueño, el Imperio romano,
Bizancio, los mosaicos, los iconoclastas, el Bósforo, las cruzadas, la toma por
los turcos en 1453, para acabar descubriendo que nació en una clase de lengua,
con una profesora recitando apasionadamente La canción del pirata de
Espronceda. “Y ve el capitán pirata, / cantando alegre en la popa…”.
Embarco en uno de los muelles de Eminönü y penetro
en el Bósforo y sus aguas de un gris verdoso. Me voy alejando del mar de
Mármara, de la Mezquita Azul y del palacio de Topkapi en dirección al mar
Negro, al que no llegaré. En ambas orillas se suceden los palacios, las villas,
las mezquitas, las casas apiñadas. Antes de dar la vuelta el barco alcanza el
segundo puente, cerca de la fortaleza de Europa, construida por Mehmed II
para estrangular Constantinopla. Es el punto más estrecho del Bósforo, por el
que hizo su puente de barcas Darío I para saltar a Europa. Regreso entre
gaviotas, cormoranes y barcos. Y por un brevísimo instante, en la proa, “Asia a
un lado, al otro Europa, / y allá a su frente Estambul”, dejo de ser un
turista y me convierto en el pirata del poema.
Vistas a la Mezquita Azul desde la
terraza de un restaurante de Estambul. / ANNA
SERRANO
Para ver Estambul es imprescindible recorrer
también el Cuerno de Oro, ese apéndice del Bósforo que divide la parte europea.
Tomo otro barco, ahora hacia Eyüp. Una ciudad también debe verse desde las
alturas, y me dirijo al café Pierre Loti, frecuentado por este militar y
escritor que publicóAziyadé en 1879. Ambientada en Constantinopla,
cuenta la historia de amor de un oficial francés con una mujer de un harén, sin
menoscabo de su amistad con Samuel, un criado español. En sus aguas, no lejos
del puente Gálata, coinciden un hidroavión y un submarino, y pienso en Tintín
en Estambul, un álbum que Hergé jamás dibujó. El teleférico que sube
al café sale de cerca de la mezquita de Eyüp, uno de los lugares de
peregrinación del islam. Salva un cementerio erizado de lápidas de piedra, y
siento por un momento el vértigo de precipitarme hacia la muerte. Bajo al lado
del café, dividido en pequeñas salas con muebles modestos antiguos y paredes
llenas de viejas fotografías. La vista desde las mesitas de su terraza justifica
el esfuerzo de llegar allí. A mis pies está el Cuerno de Oro, con sus pequeños
islotes como manchas oscuras, y los puentes iluminados, las casas, los faros de
los coches, el latido de una ciudad en la que el turista agradece sentirse
seguro y no verse importunado por sus habitantes. De hecho, en un largo paseo
de hora y media por la poco turística Fevzi Pasa, la calle de los vestidos de
novias, nada ni nadie me molestó.
Fotografías y cucharas
En el Museo Arqueológico, junto a Topkapi, se
conservan, entre otros textos, el veredicto por un asesinato y un poema de
amor, con una antigüedad de más de 4.000 años. Y al entrar en el Museo de la
Inocencia, el panel con 4.213 colillas me recuerda la escritura cuneiforme.
Supuestamente abandonadas por Füsun y recogidas por Kemal, los protagonistas de
la maravillosa novela de Orhan Pamuk El Museo de la Inocencia, la
historia de un amor enfermo en el Estambul de los setenta y ochenta, esas
colillas se unen a otros cientos de objetos cotidianos, desde saleros hasta
figuritas de porcelana, fotografías o cucharas. “Füsun se quitó los pendientes,
uno de los cuales expongo como primera pieza de nuestro museo, y los dejó
cuidadosamente en la mesilla”.
JAVIER
BELLOSO
La novela del Nobel turco y su museo son un
interesante experimento en el que la ficción y la realidad se confunden de una
forma original y profunda. Reconozco que me emocioné bastante tontamente cuando
me sellaron el libro, lo cual, por otra parte, me permitió ahorrarme la
entrada.
Salgo del museo, muy recomendable si se ha
disfrutado del libro, y camino por la Çukurcuma Cadessi, una bonita calle llena
de anticuarios que parece una prolongación al aire libre del museo de Pamuk. Me
dirijo al cercano Pera Palas, el mítico hotel inaugurado en 1892 para los
viajeros del Orient Express, en el que se alojaron, entre otras, Mata-Hari y
Greta Garbo. Se cita en El tren de Estambul, de Graham Greene,
donde pese a su prometedor título apenas aparece la ciudad. Y en La
máscara de Dimitrios,la novela de intriga de Eric Ambler, el coronel Haki,
durante una comida en el Pera Palas, hablará del criminal Dimitrios a Latimer,
el protagonista, a quien ha conocido en una villa del Bósforo.
Entro con estos pensamientos en el bar del Pera,
un gran y lujoso salón de techos altísimos, lámparas de araña, tapicería
carmesí, alfombra y piano de cola. Tomo una cerveza, intentando sin mucho éxito
imaginar que soy un rico viajero del XIX. Me enseñan la habitación de Agatha
Christie, en la que escribió Asesinato en el Orient Express. La
cama con una colcha granate, una alfombra, elegantes muebles de madera,
fotografías de la reina del crimen.
Ceno en el 360, un moderno restaurante con una
espectacular terraza en un edificio de la peatonal y bulliciosa Istiklal
Caddesi, que baja desde Taksim. Contemplo, desde el siglo XXI, milenios de
historia. Me viene a la cabeza la habitación de Agatha Christie, con una vieja
Underwood negra y, encima, una pantalla de plasma. Y pienso que esa podría ser
la síntesis de Estambul, tan antigua y tan moderna a la vez.
» Martín Casariego es autor de la novela Un
amigo así (Espasa).
http://elviajero.elpais.com/elviajero/2014/05/15/actualidad/1400167515_113688.html
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