Su obra constituye una de las cimas de las letras contemporáneas
ANTONIO LUCAS
Sentado en un pequeño sillón de cuero negro, Yves Bonnefoy mira
muy fijo lo que sucede a lo lejos. Es capaz de permanecer varios minutos sin moverse.
Sin entornar los párpados. Se diría que casi sin respirar. Pero con las córneas
clavadas en algo que está más allá del 'hall' del hotel, del muro lateral del
hotel, del aire del hotel. Es como si hubiera entrado en un manso trance por
alguna revelación inesperada que sólo a él le zumba por dentro.
Yves Bonnefoy es el gran poeta vivo de Francia. Acumula 92 años.
Tiene la cabeza de sabio disparatado y el gesto de hombre calmo acodado sobre
algún abismo del que fuera el único habitante. Incluso el único superviviente.
El pelo blanco de violinista romántico, la nariz grande de intuitivo, los ojos
desengañados. Viste con sastrería de viejo profesor y del gaznate le cuelga una
corbata Christian Dior de punto fino. Si mueve las manos es para dejar caer en
ellas la cabeza antes de contestar o de callarse de nuevo. Bonnefoy nunca habla
si antes no es preguntado. Es una de las señas de identidad de su elegancia.
Ayer ofreció un recital en Casa de América donde echó al aire poemas e
intuiciones dotadas de una acreditada sabiduría hecha de lascas irónicas que se
concretan en una sonrisa suave de ratón listo.
En 1953 publicó un libro esencial en la lírica europea, 'Del
movimiento y la inmovilidad de Douve'. Un conjunto de poemas que son una
escalada de vértigos sobre la reflexión de la muerte. Un breve tratado de amor
a la vez. Una espeleología por los daños y quebrantos de un hombre solo. Casi
un milagro. Bonnefoy había sido jefe de expedición de la segunda hornada de
surrealistas, donde André Breton mantenía de nuevo el título de único dios
verdadero. Cuando publicó aquel libro esencial había roto ya con el pope Breton
y con el movimiento, como corresponde a un verdadero creyente en la revolución
que la vanguardia supuso. Aquellos poemas extremos también por su rigor
expresivo y por hacer de las palabras un conflicto hondo le dieron sitio en el
paisaje de la poesía francesa de la posguerra. Aquellos versos revelaban tanta
personalidad que parecían venir de un contrabando de iluminaciones inéditas.
Bonnefoy, el hijo del ferroviario de la ruta París-Orleáns. El
matemático licenciado en la Universidad de Poitiers. El pequeño pensador sin
más 'summa' que un lirismo desbocado. El huérfano prematuro. El que todo lo
apostó a la escritura, habla hoy con voz suave y monótona desde la que va
esparciendo una fina filosofía de vida. El baremo de su entusiasmo crece si se
trata de poesía. Pero no sólo el entusiasmo, sino la certeza de saber por qué
está en este planeta cuestionado. "Una sociedad que no ama la poesía o que
renuncia a ella es una sociedad dispuesta a la extinción", exclama este
hombre estofado de saberes. Bonnefoy habla de poesía como de la más alta fe,
pero no es un cándido ni un optimista de primer asalto, sino un creador severo
a quien el escepticismo le galopa por la masa de la sangre.
Quizá por eso se mantiene feroz en la escritura. "Escribo más
que nunca", informa. No sólo porque el tiempo ya escapa, sino porque
es la única forma posible que conoce de atarse a la vida, al balanceo de
existir en un presente convulso y desgreñado. "Si me pregunta que cómo
habita en mí ahora la poesía le debo decir que con una fuerza extraordinaria.
Pero tengo claro que la patria de la infancia es la que definitivamente
alimenta mi escritura. Incluso me atrevería a decir que toda escritura y
experiencia poética. Se lo dice un hombre de 92 años. Como afirma Baudelaire,
hay que seguir siendo niños para continuar avanzando en las emociones".
Usted sostiene que la poesía es una forma de ser fiel a uno mismo...
Así es.
Cada cual es la experiencia del tiempo que se va perdiendo. La vida cotidiana
nos invita a olvidarnos de nosotros y la poesía sirve para reconquistar ese ser
interior mediante la palabra.
¿Y puede ser también un modo de estar en conflicto con el mundo?
Absolutamente.
Nuestra relación natural con el mundo es conflictiva y es la poesía la que nos
conecta con él de un modo más profundo. Es algo extraordinario.
Aunque, por desgracia, la poesía está muy olvidada. Y ése es un mal
síntoma. Este año Yves Bonnefoy fue el protagonista de la Feria del Libro de
Guadalajara (FIL). Y figura desde hace tiempo en la nómina de firmes candidatos
al Premio Nobel. Ha firmado algunos de los ensayos más audaces sobre
Baudelaire y Rimbaud. Es un traductor que piensa desde dentro el ejercicio
de traducir. Es autor de un extraordinario 'Diccionario de mitologías' y un
infatigable viajero. Todo lo que sucede en la jurisdicción de Bonnefoy es una
defensa de la cultura como pilar de la existencia. Tiene esa hechura de los
hombres que no creen en la vejez como un desalojo, sino como una reválida donde
no cabe el contrabando de nostalgias.
Pero Yves Bonnefoy no es un erudito a la violeta. Está anclado
firmemente a lo real con un discurso crítico que no esquiva las torceduras del
presente ni el compromiso intelectual. "Debo decirle que soy algo
pesimista respecto a este momento de la historia. No hay más que ver lo que
estamos haciendo con el planeta: los polos se derriten, la contaminación avanza
sin límite, la población del mundo crece desmedidamente y son muchos los que no
cuentan con los recursos básicos... Las condiciones que favorecen una vida
digna son cada vez más escasas. Y desde el poder no se está atendiendo a eso,
ampliando enormemente las desigualdades. Hemos perdido la implicación con
nuestro entorno".
Hace algunos años puso en marcha una de las definiciones más sensatas
sobre el concepto de democracia: "La democracia es un modo de hacer
sitio para dar cabida a la realidad de los otros". Sin embargo, cada
vez el espacio común es más estrecho. Cada vez la libertad se achica con más
ímpetu. Cada vez la democracia es menos precisa: "Por eso creo tanto en la
poesía, porque es el origen de la conciencia democrática. La poesía restituye
la presencia de los otros y nos hace respetarlos. Si abandonamos la poesía, que
es lo que ahora está sucediendo, corremos el riesgo de devaluar el espíritu
democrático. La poesía es una gran escuela de tolerancia".
En su estudio de la Rue Lepic de París, en la falda de la colina de
Montmartre, el autor de 'Principio y fin de la nieve' ha desarrollado una vasta
obra muy en solitario. Bonnefoy ha hecho el camino sin compañeros de viaje. No
cree en escuelas ni en generaciones. Él pertenece a la raza de los exploradores
sin cofradía. Pero no por desafección, sino convencido de que las voces
auténticas se maceran en un solfeo estepario. "El ejercicio de la
literatura requiere en ocasiones mantenerse prudentemente apartado. Es una
condición necesaria, pero no por eso me siento aislado. El surrealismo, por
ejemplo, era un movimiento colectivo confeccionado desde individualidades muy
bien determinadas. No hay otra manera de avanzar en este oficio".
¿Qué queda de aquel joven impetuoso que tomó impulso en las letras
desde aquel surrealismo de segunda hora?
Quedan
señales y huellas, cómo no. Para mí el surrealismo fue una escuela. Aprendí que
la poesía no es un generador de palabras bellas y esteticismos, sino que tiene
la misión de transformar la vida. El surrealismo fue algo transitivo para mí,
pero me enseñó a apreciar lo fundamental del sentido de las palabras. Por otro
lado, aquel movimiento resultó también un modo de combate que era necesario.
¿No echa en falta hoy la efervescencia de las vanguardias?
Para
que algo así se diera de nuevo sería necesario que prendiera un cierto espíritu
revolucionario. Y no creo que estemos en condiciones. Falta autenticidad. No es
un problema de ideología, sino de la capacidad de generar nuevas condiciones de
libertad. Lo que sí es necesario es una conciencia crítica e individual para
oponer resistencia a los nuevos totalitarismos que están entre nosotros.
En cada una de sus visitas a Madrid, Yves Bonnefoy tiene una parada
ritual: el Museo del Prado. Y, sobre todo, las 'Pinturas negras' de Goya. En
las escenas con las que el artista decoró las paredes de la Quinta del Sordo
encuentra no sólo una modernidad sin fatiga, sino el positivado de un drama que
es la perversión a la que alcanza el hombre en cualquier época. Le seduce la
falta de resignación de Goya ante el terror, ante lo siniestro, ante lo
extremo. "Esos trabajos me acompañan desde hace demasiados años. Escribí
un largo ensayo sobre este inmenso artista y en él afirmaba lo mismo que
confirmo cada vez que voy a ver sus obras: no es una forma de pintar, sino un
espíritu".
Sucede igual cuando el autor de ensayos como 'La nube roja', 'Donde la
flecha cae' o 'El artista del último día' habla de Rimbaud. A él dedicó un
estudio esencial, 'Rimbaud por sí mismo', que sólo cuenta con una traducción en
español realizada en Caracas en 1975. "Deberíamos volver más a él. El
carácter fundamental que representó para la vida es extraordinario". Habla
de Rimbaud como quien se refiere a una mitología más que a una referencia de la
historia de la literatura. "Rimbaud está mucho más allá del mito",
exclama. "Es el más extraño y el más convulso de los poetas
europeos".
¿De esa Europa hoy tan devaluada?
De la
misma.
Mañana son las elecciones europeas, ¿cómo valora el escepticismo
general que hay sobre la UE?
Con
preocupación. La creación de la Unión Europea fue para mí un momento de gran
felicidad. Recuerdo perfectamente aquel día y lo que entonces era este conjunto
de países: cañones que se apuntaban de país a país, recelos, fronteras
inexpugnables entre nosotros... Pero gracias a aquel proyecto logramos sumar y
dejar de restarnos. La cultura y la idiosincrasia de los estados miembros no
han sido alteradas por el proyecto común europeo. Al revés: hoy son más
notables y visibles. Por eso lamento tanto el recelo que los ciudadanos de casi
todos los países tiene hoy ante la UE. En Francia se prevé un récord de
abstención, dicen que como en España... Ese no es el camino.
Hay en Yves Bonnefoy algo de crepuscular y algo de luminoso. Casi de
esotérico. Es un poeta replegado hacia dentro, embarnecido de un suave trasluz
de inteligencia intacta que se hace más visible cuando descapota una de sus
sonrisas de calígrafo oriental. A ratos echa un vistazo alrededor y sigue
volando ideas con algo de cetrero, de hombre adentro. La poesía, las
matemáticas, la música, el poder sanador de los símbolos (la luz, la flecha, la
nieve) y el entusiasmo por el arte contemporáneo le dan contorno. Ha colaborado
con artistas como Joan Miró, Tàpies, Chillida y Palazuelo. "Para mí son
la verdadera modernidad. Y de todos ellos, por quien siento quizá una mayor
admiración es por Chillida. Su obra es la síntesis de la delicadeza y de la
rotundidad. También de Tàpies me siento muy cercano".
A lo largo de una hora, el viejo poeta francés va desgranando
gravedades con levedad de heterodoxo que no se deja palpar del todo. A los 92
años sigue siendo aquel verso suyo que no se extingue: "Yo no era más que
tierra deseosa". Y ese apetito, a los noventa y tantos se le nota. Y nos
desborda.
http://www.elmundo.es/cultura/2014/05/24/537f8191268e3e6c338b456c.html
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