sábado, 24 de mayo de 2014

YVES BONNEFOY. 'RENUNCIAR A LA POESÍA DISPONE A LA EXTINCIÓN' EL GRAN POETA FRANCÉS, A LOS 92 AÑOS, ES UNO DE LOS REFERENTES INTELECTUALES DE EUROPA.


Su obra constituye una de las cimas de las letras contemporáneas
 ANTONIO LUCAS
 Sentado en un pequeño sillón de cuero negro, Yves Bonnefoy mira muy fijo lo que sucede a lo lejos. Es capaz de permanecer varios minutos sin moverse. Sin entornar los párpados. Se diría que casi sin respirar. Pero con las córneas clavadas en algo que está más allá del 'hall' del hotel, del muro lateral del hotel, del aire del hotel. Es como si hubiera entrado en un manso trance por alguna revelación inesperada que sólo a él le zumba por dentro.
Yves Bonnefoy es el gran poeta vivo de Francia. Acumula 92 años. Tiene la cabeza de sabio disparatado y el gesto de hombre calmo acodado sobre algún abismo del que fuera el único habitante. Incluso el único superviviente. El pelo blanco de violinista romántico, la nariz grande de intuitivo, los ojos desengañados. Viste con sastrería de viejo profesor y del gaznate le cuelga una corbata Christian Dior de punto fino. Si mueve las manos es para dejar caer en ellas la cabeza antes de contestar o de callarse de nuevo. Bonnefoy nunca habla si antes no es preguntado. Es una de las señas de identidad de su elegancia. Ayer ofreció un recital en Casa de América donde echó al aire poemas e intuiciones dotadas de una acreditada sabiduría hecha de lascas irónicas que se concretan en una sonrisa suave de ratón listo.


En 1953 publicó un libro esencial en la lírica europea, 'Del movimiento y la inmovilidad de Douve'. Un conjunto de poemas que son una escalada de vértigos sobre la reflexión de la muerte. Un breve tratado de amor a la vez. Una espeleología por los daños y quebrantos de un hombre solo. Casi un milagro. Bonnefoy había sido jefe de expedición de la segunda hornada de surrealistas, donde André Breton mantenía de nuevo el título de único dios verdadero. Cuando publicó aquel libro esencial había roto ya con el pope Breton y con el movimiento, como corresponde a un verdadero creyente en la revolución que la vanguardia supuso. Aquellos poemas extremos también por su rigor expresivo y por hacer de las palabras un conflicto hondo le dieron sitio en el paisaje de la poesía francesa de la posguerra. Aquellos versos revelaban tanta personalidad que parecían venir de un contrabando de iluminaciones inéditas.
Bonnefoy, el hijo del ferroviario de la ruta París-Orleáns. El matemático licenciado en la Universidad de Poitiers. El pequeño pensador sin más 'summa' que un lirismo desbocado. El huérfano prematuro. El que todo lo apostó a la escritura, habla hoy con voz suave y monótona desde la que va esparciendo una fina filosofía de vida. El baremo de su entusiasmo crece si se trata de poesía. Pero no sólo el entusiasmo, sino la certeza de saber por qué está en este planeta cuestionado. "Una sociedad que no ama la poesía o que renuncia a ella es una sociedad dispuesta a la extinción", exclama este hombre estofado de saberes. Bonnefoy habla de poesía como de la más alta fe, pero no es un cándido ni un optimista de primer asalto, sino un creador severo a quien el escepticismo le galopa por la masa de la sangre.
Quizá por eso se mantiene feroz en la escritura. "Escribo más que nunca", informa. No sólo porque el tiempo ya escapa, sino porque es la única forma posible que conoce de atarse a la vida, al balanceo de existir en un presente convulso y desgreñado. "Si me pregunta que cómo habita en mí ahora la poesía le debo decir que con una fuerza extraordinaria. Pero tengo claro que la patria de la infancia es la que definitivamente alimenta mi escritura. Incluso me atrevería a decir que toda escritura y experiencia poética. Se lo dice un hombre de 92 años. Como afirma Baudelaire, hay que seguir siendo niños para continuar avanzando en las emociones".
Usted sostiene que la poesía es una forma de ser fiel a uno mismo...
Así es. Cada cual es la experiencia del tiempo que se va perdiendo. La vida cotidiana nos invita a olvidarnos de nosotros y la poesía sirve para reconquistar ese ser interior mediante la palabra.
¿Y puede ser también un modo de estar en conflicto con el mundo?
Absolutamente. Nuestra relación natural con el mundo es conflictiva y es la poesía la que nos conecta con él de un modo más profundo. Es algo extraordinario.
Aunque, por desgracia, la poesía está muy olvidada. Y ése es un mal síntoma. Este año Yves Bonnefoy fue el protagonista de la Feria del Libro de Guadalajara (FIL). Y figura desde hace tiempo en la nómina de firmes candidatos al Premio Nobel. Ha firmado algunos de los ensayos más audaces sobre Baudelaire y Rimbaud. Es un traductor que piensa desde dentro el ejercicio de traducir. Es autor de un extraordinario 'Diccionario de mitologías' y un infatigable viajero. Todo lo que sucede en la jurisdicción de Bonnefoy es una defensa de la cultura como pilar de la existencia. Tiene esa hechura de los hombres que no creen en la vejez como un desalojo, sino como una reválida donde no cabe el contrabando de nostalgias.
Pero Yves Bonnefoy no es un erudito a la violeta. Está anclado firmemente a lo real con un discurso crítico que no esquiva las torceduras del presente ni el compromiso intelectual. "Debo decirle que soy algo pesimista respecto a este momento de la historia. No hay más que ver lo que estamos haciendo con el planeta: los polos se derriten, la contaminación avanza sin límite, la población del mundo crece desmedidamente y son muchos los que no cuentan con los recursos básicos... Las condiciones que favorecen una vida digna son cada vez más escasas. Y desde el poder no se está atendiendo a eso, ampliando enormemente las desigualdades. Hemos perdido la implicación con nuestro entorno".
Hace algunos años puso en marcha una de las definiciones más sensatas sobre el concepto de democracia: "La democracia es un modo de hacer sitio para dar cabida a la realidad de los otros". Sin embargo, cada vez el espacio común es más estrecho. Cada vez la libertad se achica con más ímpetu. Cada vez la democracia es menos precisa: "Por eso creo tanto en la poesía, porque es el origen de la conciencia democrática. La poesía restituye la presencia de los otros y nos hace respetarlos. Si abandonamos la poesía, que es lo que ahora está sucediendo, corremos el riesgo de devaluar el espíritu democrático. La poesía es una gran escuela de tolerancia".
En su estudio de la Rue Lepic de París, en la falda de la colina de Montmartre, el autor de 'Principio y fin de la nieve' ha desarrollado una vasta obra muy en solitario. Bonnefoy ha hecho el camino sin compañeros de viaje. No cree en escuelas ni en generaciones. Él pertenece a la raza de los exploradores sin cofradía. Pero no por desafección, sino convencido de que las voces auténticas se maceran en un solfeo estepario. "El ejercicio de la literatura requiere en ocasiones mantenerse prudentemente apartado. Es una condición necesaria, pero no por eso me siento aislado. El surrealismo, por ejemplo, era un movimiento colectivo confeccionado desde individualidades muy bien determinadas. No hay otra manera de avanzar en este oficio".
¿Qué queda de aquel joven impetuoso que tomó impulso en las letras desde aquel surrealismo de segunda hora?
Quedan señales y huellas, cómo no. Para mí el surrealismo fue una escuela. Aprendí que la poesía no es un generador de palabras bellas y esteticismos, sino que tiene la misión de transformar la vida. El surrealismo fue algo transitivo para mí, pero me enseñó a apreciar lo fundamental del sentido de las palabras. Por otro lado, aquel movimiento resultó también un modo de combate que era necesario.
¿No echa en falta hoy la efervescencia de las vanguardias?
Para que algo así se diera de nuevo sería necesario que prendiera un cierto espíritu revolucionario. Y no creo que estemos en condiciones. Falta autenticidad. No es un problema de ideología, sino de la capacidad de generar nuevas condiciones de libertad. Lo que sí es necesario es una conciencia crítica e individual para oponer resistencia a los nuevos totalitarismos que están entre nosotros.
En cada una de sus visitas a Madrid, Yves Bonnefoy tiene una parada ritual: el Museo del Prado. Y, sobre todo, las 'Pinturas negras' de Goya. En las escenas con las que el artista decoró las paredes de la Quinta del Sordo encuentra no sólo una modernidad sin fatiga, sino el positivado de un drama que es la perversión a la que alcanza el hombre en cualquier época. Le seduce la falta de resignación de Goya ante el terror, ante lo siniestro, ante lo extremo. "Esos trabajos me acompañan desde hace demasiados años. Escribí un largo ensayo sobre este inmenso artista y en él afirmaba lo mismo que confirmo cada vez que voy a ver sus obras: no es una forma de pintar, sino un espíritu".
Sucede igual cuando el autor de ensayos como 'La nube roja', 'Donde la flecha cae' o 'El artista del último día' habla de Rimbaud. A él dedicó un estudio esencial, 'Rimbaud por sí mismo', que sólo cuenta con una traducción en español realizada en Caracas en 1975. "Deberíamos volver más a él. El carácter fundamental que representó para la vida es extraordinario". Habla de Rimbaud como quien se refiere a una mitología más que a una referencia de la historia de la literatura. "Rimbaud está mucho más allá del mito", exclama. "Es el más extraño y el más convulso de los poetas europeos".
¿De esa Europa hoy tan devaluada?
De la misma.
Mañana son las elecciones europeas, ¿cómo valora el escepticismo general que hay sobre la UE?
Con preocupación. La creación de la Unión Europea fue para mí un momento de gran felicidad. Recuerdo perfectamente aquel día y lo que entonces era este conjunto de países: cañones que se apuntaban de país a país, recelos, fronteras inexpugnables entre nosotros... Pero gracias a aquel proyecto logramos sumar y dejar de restarnos. La cultura y la idiosincrasia de los estados miembros no han sido alteradas por el proyecto común europeo. Al revés: hoy son más notables y visibles. Por eso lamento tanto el recelo que los ciudadanos de casi todos los países tiene hoy ante la UE. En Francia se prevé un récord de abstención, dicen que como en España... Ese no es el camino.
Hay en Yves Bonnefoy algo de crepuscular y algo de luminoso. Casi de esotérico. Es un poeta replegado hacia dentro, embarnecido de un suave trasluz de inteligencia intacta que se hace más visible cuando descapota una de sus sonrisas de calígrafo oriental. A ratos echa un vistazo alrededor y sigue volando ideas con algo de cetrero, de hombre adentro. La poesía, las matemáticas, la música, el poder sanador de los símbolos (la luz, la flecha, la nieve) y el entusiasmo por el arte contemporáneo le dan contorno. Ha colaborado con artistas como Joan Miró, Tàpies, Chillida y Palazuelo. "Para mí son la verdadera modernidad. Y de todos ellos, por quien siento quizá una mayor admiración es por Chillida. Su obra es la síntesis de la delicadeza y de la rotundidad. También de Tàpies me siento muy cercano".
A lo largo de una hora, el viejo poeta francés va desgranando gravedades con levedad de heterodoxo que no se deja palpar del todo. A los 92 años sigue siendo aquel verso suyo que no se extingue: "Yo no era más que tierra deseosa". Y ese apetito, a los noventa y tantos se le nota. Y nos desborda.

http://www.elmundo.es/cultura/2014/05/24/537f8191268e3e6c338b456c.html

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