Jesús Ruiz Mantilla Madrid
Charles Nurney, retratado en 1770, el año de su
viaje a Francia. / Anónimo
La exposición sobre Veronese se ha convertido estos días en uno de los
acontecimientos de la temporada artística en Londres. Si Charles Burney
(Shrewsbury, 1726-Chelsea, 1814) viviera hoy, y no en el picante y efervescente
siglo XVIII, no hubiera tenido que llegarse hasta Venecia para quedar deslumbrado
por el pintor que le impactó colgado en algunas de las casas donde lo
acogieron. Tampoco habría pasado a la Historia como el pionero de la crónica
musical moderna, tras pasearse por Francia, Italia y Alemania, haciendo acopio
de todo lo que tuviera que ver con un arte necesitado entonces de testigos
curiosos y notarios apasionados.
Eso es lo que hizo este músico, también escritor de fuste y retranca,
en su Viaje musical por Francia Italia en el siglo XVIII (Acantilado).
Dejar constancia de la variedad, el genio y la desmesura con que se encendían
los sentidos en teatros y conventos, en iglesias y plazas, donde la música
brotaba de una forma natural y desacomplejada entre los borbotones del
advenimiento de las luces.
Esta obra siempre fue considerada por críticos, musicólogos,
intérpretes y compositores como uno de los documentos claves para entender el
barroco. Pero hasta el momento no había sido publicada en español. Ahora se
puede acudir directamente a la fuente con una edición cuidada, amplia y certera
en su contextualización a cargo del escritor y estudioso de la música Ramón
Andrés, quien reflexiona: “Es cierto que existe ese consenso acerca de la
importancia de esta obra, pero no entiendo cómo hasta ahora a nadie se le había
ocurrido sacarla a la luz en nuestro idioma”.
- Charles Burney nació en 1726, en Shrewsbury, y murió en 1814, en Chelsea (Inglaterra).
- Fue alumno del compositor Thomas Arne, autor del tema que se convertiría en el himno nacional, Dios salve a la reina.
- Entre sus amigos estaban Voltaire y Samuel Johnson, quien además de escritor, fue uno de los grandes críticos literarios de la Historia.
- Disfrutaba de la compañía de grandes artistas de la época como Farinelli, il castratto, sigue los pasos de Giuseppe Tartini y reivindica a figuras como Rousseau.
La alarma y la sugerencia del propio Andrés, y el gusto de Jaume Vallcorba,
editor de Acantilado, han zanjado esta deuda. Y, de paso, ambos han debido de
disfrutar de lo lindo con este trabajo. Lo han pasado en grande sin duda,
porque el viaje de Burney se transforma en un relato vivaz y jugoso, entusiasta
e iluminador, sobre toda una época. “Aparte de lo simpático que resulta el
personaje”, apunta Andrés.
Bien es cierto que su curiosidad de hombre vivaz, su ojo clínico, un
juicio atinado y personalísimo sobre lo que le sale al paso, colocan a Burney
en la órbita de un género propio, perfectamente comparable con lo que
exploraron alrededor del mismo periodo, en clave de memorias, clásicos como
Casanova, Chateaubriand o Lorenzo da Ponte.
Burney, en la línea de aquellos brillantes autores que se zamparon la
vida y dieron cuenta de ello, impone una mirada abierta. Se muestra moderno,
desprejuiciado y cosmopolita. Expectante ante los placeres y penitente con los
achaques. No deja sin tarjeta de visita ningún archivo, tampoco colecciones ni
casas en que se le dé cuartel. Acude a todos los lugares donde se cuece un ensemble
o una orquesta renombrados, cualquier cantante de quien le den noticia y
muestra un especial interés en catalogar los órganos de cada iglesia. Una
auténtica fijación en él, que le venía de dominar el instrumento y de haber
sido alumno de Thomas Arne, el creador de Rule Britannia.
“Es un libro único, te hace rendirte por su honestidad y talento”
Pero junto a ese trabajo de campo, centrado ante todo en la música,
Burney disfruta del arte, la amistad, la tertulia improvisada y la comida. Se
mezcla y adentra con el mismo desparpajo en las tabernas que en los palacios.
Da rienda suelta a su mitomanía acudiendo a visitar a Voltaire, por ejemplo. El
monstruo que todos pintan resulta un anciano encantador y deseoso de escuchar
noticias de Inglaterra. Solo espera que su visitante no se asuste al
encontrarse con un muerto viviente. También Burney acude tras los pasos de
Tartini, el músico que supo explorar la creatividad de su disciplina unida a
las matemáticas, muerto antes de su llegada a Padua, mientras da cuenta de
gloriosas conversaciones y reivindicaciones de otros científicos, de jesuitas
marcados a los que apoya, de artesanos y lutieres. Ni que decir tiene que
disfruta de la compañía de Farinelli, el mayor castratto de todos los
tiempos, a quien acude a visitar como un peregrinaje, lo mismo que se muestra
cruel con algunos talentos, para él, sobrevalorados. Sus comentarios son tan
enjundiosos como vitriólicos. Y su capacidad de síntesis o comparación, ejemplar:
“La ópera francesa tiene una ventaja sobre la italiana: si la despojáis de
música sigue teniendo el encanto de una comedia, mientras que a la ópera
italiana, si le quitáis la música, se queda en nada y, desde el punto de vista
dramático, se hace poco menos que insoportable".
Despotrica sobre las posadas y aplaude en comandita cuando se
encuentra con mujeres bellas. Reivindica a Rousseau, describe minuciosamente
los instrumentos con que se va topando y se escandaliza ante el público de
París cuando lo ve capaz de destrozar asientos y tirárselos a los intérpretes
si no les place lo que escuchan. Claro que llegó en una época un tanto
traumática. Cuando las celebraciones por la boda del delfín que sería Luis XVI
y María Antonieta habían provocado una tragedia. Casi mil personas habían
muerto, comenta Burney, tras padecer el efecto de unos fuegos de artificio
desbocados.
Portada de 'Viaje musical por Francia e Italia en
el S. XVIII' (Acantilado).
“Este es un libro único, pionero por lo que supone en la manera de
contar lo que ve, te hace caer rendido ante su honestidad, su estilo y su
talento. Transmite un entusiasmo juvenil, te enamoras del personaje”, asegura
Andrés. Concebido como un paseo cronológico por las ciudades que pisa, de París
a Nápoles y vuelta, Burney muestra cierto estrés por la necesidad de hacer
acopio y sus escasos medios para alargar el viaje. Pero en cualquier esquina y
por sorpresa, salta con un comentario y un punto de vista que ayuda a
comprender toda una mentalidad: lo mismo si contempla Pompeya o cae rendido
ante Miguel Angel como si desprecia a un cantante que en vez de afinar
adecuadamente grita como un cordero degollado.
Conforma así Burney un paseo completo por las cotidianeidades, los
traumas y el color de un mundo, dejando patente su amplio sentido de la
curiosidad y una voluntad de fresca elocuencia. “Es una época cuyo protagonismo
ha quedado en la Ilustración y la Revolución Francesa, pero que a través de
libros así, comprobamos cómo se expande y se contagia un gusto por el saber
aleccionador para cualquier circunstancia”, explica Ramón Andrés.
Entre el exceso y una sabia medida moral y estética, guiado por el
ansia de descubrimiento y la determinación de devorar lo que le sale al
encuentro, Burney nos regaló un clásico que proporciona luz al detalle,
contagiándonos lo que en su día vio y admiró.
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/05/16/actualidad/1400270596_551407.html
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