'Today's life and war', fotografía de Gohar Dashti (2008).
Durante siglos, la guerra fue considerada un
capítulo necesario e ineludible en la historia de las naciones. Pero, en un
momento preciso a principios del siglo XIX, apareció un desencanto respecto al
belicismo imperante que nunca se esfumaría del todo. De ese incipiente
sentimiento parte la exposición Los desastres de la guerra (1800-2014),
que ayer abrió sus puertas en el Louvre de Lens,
sucursal que el museo parisino inauguró hace año y medio en el deprimido
paisaje minero del norte francés, arrasado hace un siglo por la Gran Guerra. A
través de cerca de 500 obras, firmadas por Goya, Picasso, Dix, Grosz, Moore,
Capa o Richter, la exposición indaga en la aparición de la sensibilidad
antimilitarista en el arte y, por extensión, en el clima cultural.
Esta panorámica sobre la representación artística
del conflicto bélico arranca con el célebre retrato ecuestre de Napoleón que
firmó Jacques-Louis David, donde el cónsul aparece erguido sobre un caballo
blanco, con el índice apuntando hacia delante, listo para emprender la campaña
transalpina. El retrato no solo resulta fantasioso –en realidad, Napoleón
habría cruzado el desfiladero subido a una mula–, sino que sienta las bases a
la representación clásica de cualquier líder en la propaganda política. El
resto de obras incluidas en la muestra se oponen diametralmente a la de David.
No encontraremos ni frescos soviéticos, ni arte hitleriano, ni devotos retratos
a líderes norcoreanos. Un par de salas más allá, Paul Delaroche exhibe su
propio retrato napoleónico, pintado a pocos días de su abdicación y en el ocaso
de su imperio, convertido en un líder abatido, entrado en carnes y de mirada
siniestra. Entre ambos retratos solo habían transcurrido 40 años, pero la
percepción de la guerra había cambiado para siempre.
“Existe un antes y un después de Napoleón. Antes,
la guerra siempre se había representado de manera heroica. Después de las
revoluciones dieciochescas, emerge el concepto de individualidad. El valor del
individuo cambia y el soldado deja de formar parte de una masa anónima”,
sostiene la comisaria, Laurence Bertrand Dorléac, historiadora especialista en
el conflicto armado y que ya orquestó la muestra L’art en guerre,
sobre la actuación de los artistas franceses durante la invasión nazi, que pudo
verse en París y en el Guggenheim de
Bilbao.
Su nueva exposición apunta a dos responsables de
este radical cambio de paradigma. En Coracero herido (1814),
Géricault fue el primero en pintar a un soldado magullado y aislado del resto
del grupo. Goya fue todavía más allá con Los desastres de la guerra,
su catálogo de horrores en 82 aguafuertes, repletos de hombres decapitados,
ahorcados o enloquecidos, y pintados en plena invasión napoleónica de la
Península. Con ellos, evidenciaba el sentimiento de regresión histórica que
implicaba todo conflicto, lo que en 1810 era cualquier cosa menos corriente. La
exposición, que toma prestado el título de la obra, parte del mismo principio:
establecer una serie de macabras viñetas –en doce episodios históricos, de
Waterloo a Abu Ghraib– que nos ayuden a entender por qué hoy seguimos
prefiriendo la paz a la guerra.
El itinerario abarca desde lúgubres panorámicas
nocturnas de Gustave Doré durante la batalla de Sebastopol –en plena Guerra de
Crimea, cuando se inventó la telegrafía y la ayuda humanitaria– hasta tropas
envueltas en una niebla de explosivos, como Lejeune pintó en Somosierra.
También se detiene en las oscuras litografías de Manet sobre las víctimas en
las barricadas de la Comuna de París y los torturados, explosivos y
caricaturescos cuadros de Grosz, Dix y Beckmann, además de los perturbadores
estudios sobre mujeres, niños y otras víctimas colaterales del conflicto en la
obra de Käthe Kollwitz. Más tarde, artistas como Martha Rosler y Jenny Holzer
tomaron el relevo, demostrando que otra guerra tenía lugar en la retaguardia, a
través de irónicos collages sobre la intrusión del belicismo en el frente
doméstico, o bien de estudios fotográficos sobre las violaciones en serie
practicadas en la Guerra de los Balcanes. La muestra incluye numerosos ejemplos
sobre la relación entre fotografía y el conflicto bélico, empezando por las
imágenes tomadas por Couppier en la campaña italiana de 1859 –las primeras que
mostraron un muerto en el encuadre–, un par de años antes de que otros
pioneros, como Gardner o Brady, originaran el escándalo en Nueva York con sus
fotos de cadáveres capturadas durante la Guerra de Secesión.
'L'Oublié!', de Emile
Betsellère (1872).
Para Dorléac, la guerra es un concepto proustiano.
“Todas son distintas y, a la vez, todas contienen las mismas matrices”,
asegura. Su exposición incluye imágenes, motivos y discursos de décadas
distintas, pero que se acaban superponiendo inevitablemente en nuestro
imaginario. A veces, incluso dentro de la misma obra, como en las
reinterpretaciones del Tres de mayo de Goya a cargo de Yan
Pei-Ming o Robert Morris, en las que parecen resonar otros episodios
sanguinarios, como Auschwitz o Tian’anmen. “Para los artistas, el impulso para
enfrentarse a la guerra siempre es la conmoción y la herida que supone haberla
presenciado. La guerra es algo traumatizante e irresoluble que les persigue
hasta el final de sus días, como les sucedió a Aragon o Camus. Todo conflicto
genera imágenes que traumatizan a sociedades enteras”, apunta la comisaria. A
la vez, cada guerra es distinta, porque ha venido acompañada de una pequeña
revolución visual. Durante la Guerra Civil se propagó el fotoperiodismo: ahí
están Robert Capa y Agustí Centelles para demostrarlo, junto a un par de
esbozos para elGuernica y una máscara de Juli González que lanza un
silencioso grito en medio de la sala dedicada a la guerre d’Espagne.
Se anticiparon al dilatado militantismo artístico
de los años cuarenta, representado por los dibujos que el gobierno británico
encargó a Henry Moore, que retrató a ciudadanos cobijados en el metro durante
el blitzlondinense. El profético fotoensayo sobre Hitler a cargo de
Erwin Blumenfeld y los bustos de víctimas de Hiroshima capturados por Christer
Strömholm completan este surtido muestrario, junto al perturbador autorretrato
que pintó Nussbaum al lado de su sobrina. El pintor falleció pocos meses más
tarde en Auschwitz. Desde los cincuenta, pese a la amenaza de la extinción
biológica que impuso la bomba atómica, la guerra se ha encadenado década tras
década, de Indochina y Argelia a Afganistán y Siria. Cientos de artistas han
seguido documentándolas lejos de la contienda y sirviéndose de otro tipo de
artefactos.
Sophie Ristelhueber visitó el sur de Irak a
principios de los noventa. Descubrió un paisaje devastado por la guerra, lleno
de cavidades informes y otras huellas de destrucción pendientes de cicatrizar.
Se pasó una década entera obsesionada con esa tierra baldía, antes de decidir
volver al lugar, unos meses antes del 11 de septiembre de 2001, para
fotografiar su llamado tríptico iraquí: tres paisajes desérticos,
pero en los que no cuesta imaginar detonaciones y bombardeos. “Cuando el
responsable de la guerra está ausente, logramos verlo todavía más”, afirmaba
ayer desde los pasillos de la exposición. “Mi trabajo no es militante, porque
sé que no lograré detener la guerra”, lamentaba. Aún así, no puede evitar que
esas palmeras decapitadas –“símbolo de tantos ejércitos sometidos”, dice– la
sigan torturando otra década más tarde.
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/05/28/actualidad/1401293436_270195.html
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