El pianista regresa a España
para actuar este domingo en el festival 'Ciudad de Úbeda'
Jesús Ruiz Mantilla Madrid
El pianista Ivo Pogorelich, ayer en el Escuela
Katarina Gurska de Madrid. / Samuel Sánchez
(Belgrado, 1958) no se encuentra en los relojes convencionales.
Tampoco muchas veces en las partituras que ejecuta ante el público, aunque se
las plante delante de los ojos y aparezca acompañado de alguien que le pasa las
páginas. Su medida tiene algo de ensimismada, de reconcentrada intensidad.
Puede llegar a ser muuuy lento, desesperadamente trabado, uno no sabe
bien si por voluntad provocadora o ansia de diferenciación permanente. Marca su
regla en la vida y en su carrera desde que saltó a la fama por no ganar
el concurso Chopin de 1980 con el consiguiente escándalo y la retirada del
jurado de Martha Argerich en su apoyo.
Su visión de los Cuatro scherzi de Chopin (1998) le ha
llevado a las controversias más tensas con el público.
Desde entonces, como un cruzado, tiende a apartarse y a lanzarse a la
yugular del mundo en que se desenvuelve, incontrolablemente rebelde, bastante
altivo, aunque un día su lanza fuera la de un veinteañero y la víctima de sus
exabruptos Herbert von
Karajan, a quien puso a caldo en vida y dejó plantado en una
grabación porque el director no quiso ensayar lo que Pogorelich consideraba
necesario.
Su hábitat es el de las estirpes quizá hoy poco visibles ante el gran
público, pero de cierto pedigrí en su mundo, el de las ramas y las conexiones
que le emparentan artísticamente con lo legendario. “Yo soy el séptimo heredero
de la escuela de Beethoven
y el quinto de Liszt”. Quiere decir que de los discípulos a quienes ambos
genios alumbraron, él ha ido heredando, generación a generación, algo de lo que
ellos directamente enseñaron. Tampoco le importa que esas estirpes hoy no
signifiquen nada ante el empuje, por ejemplo, de pianistas chinos: “Ellos no
están emparentados con esas escuelas, pero la música china es muy rica. Lo que
también tienen es un culo bien grande para aguantar 14 horas al día
practicando”.
Chopin,
Ravel y Prokófiev (1983). Un disco esencial por sus tres maneras de
analizar el virtuosismo en distintos estilos la gravedad de la muerte en la
sonata número 2 de Chopin, una cierta ligereza francesa en Ravel y la
contundencia a veces desesperada de Prokofiev.
Escuchándole el miércoles en el Auditorio
Nacional de Madrid —donde actuó dentro del ciclo Juventudes
Musicales con un programa enteramente consagrado a Beethoven— no son pocos los
que, aunque arrebatados por su contundente discurso original incluso despistados
ante su desprecio al mal llamado virtuosismo, captaron su obsesiva manera de
entroncar al músico alemán fuera de la medida de cualquier época. Pero tampoco
son menos quienes quedaron convencidos de que don Ludwig le hubiese tirado su
propia partitura a la cara. “Bueno”, comenta Pogorelich en un bien matizado
español, “cada nota de este autor es un enigma…”.
Pero no la vida de Pogorelich, croata por elección tras el
desmembramiento de su país. Si en Madrid eligió tocar según qué obras —la
sonata Patética, el Rondo a capriccio, la Número 22 en fa
menor, Op. 54, la Apassionata (número 23) y la Número 24 Op. 78—
fue porque parte de su biografía y sus cuentas pendientes se encuentran
esparcidas entre esas notas. “Cuando tenía nueve años, un profesor me obligó a
aprender la Patética para el examen final. Yo me negué, me sentí incapaz
de afrontar semejante cumbre, aquella catedral. Era virgen musicalmente,
inocente, incapaz de entender el alcance de esa obra que si llegó a ser
revolucionara fue porque en su tiempo supuso todo un impacto que un músico
expresara tanto de su yo más íntimo en una pieza”.
La historia del Rondo a capriccio tiene tinte de reto.
“Entonces tenía 12 años y el profesor me dijo que esa pieza no era para mí, que
debía elegir cosas más románticas. No comprendían que en ella, Beethoven, con
sentido del humor, lo que esconde es una rabia tremenda ante lo que le rodea.
Pero son tan perezosos en sus visiones que no ahondan y se muestran incapaces
de analizar lo que hay dentro”.
Bach / Scarlatti(1996).
El barroco oscuro de Pogorelich queda patente en este emparejamiento de lujo.
Entre tanto roce y desencuentro de quien se empieza a saber distinto y
a mostrar distante ante un ambiente demasiado agobiante —bien fuera en su
antaño Yugoslavia natal, como en la Rusia donde se formó en los conservatorios,
“llena de chivatos y gente que vigilaba”—, apareció ella…
Ella era Alizia Kezeradze. Su maestra, 21 años mayor que él.
Terminaron casándose. “¿Que cómo era? Nobilísima, riquísima, de antigua
estirpe, con la sangre de milenios, como si se hubiera presentado ante mí una
reina de Mesopotamia, hija de un príncipe, muy bella, audaz, con una sólida
formación excepcional, tenía la capacidad de percepción y disección de un rayo
láser. Fue una de esas historias que se dan en las novelas decimonónicas o
proustianas, un honor haber compartido mi vida con ella”.
Él tenía 16 años; ella 37. “Todo el mundo sabía, comentaba, más con
aquella vigilancia. A los 22 decidí que debíamos casarnos, arreglar nuestra
situación ante la sociedad porque corríamos el riesgo de que destruyeran
nuestra historia. La edad no significa gran cosa cuando la vida te ofrece una
experiencia así. Son cosas difíciles de creer, algo muy elevado, que se da con
la lógica de lo místico, lo inexplicable”.
Murió en 1996 tras una penosa enfermedad que obligó a Pogorelich a
padecer en silencio y a afrontar con cara de fachada el drama para ocultarlo.
En resumen, a mentir, algo contrario a su dinámica, a su naturaleza
abruptamente sincera, expansiva, sin caretas. Sus altibajos han sido frecuentes
después. Con retiradas incluidas como la del año 2000. “Aunque han llegado a
decir que estuve 14 años inactivo, eso es exagerar”. Pero la leyenda del
pianista solitario, anacoreta, crecía quizá avivada por sus reservas a grabar
discos, por ejemplo. “Un disco es como la leche en polvo, se le quita el agua
para llevarla de un sitio a otro y luego se le añade otra que lo desvirtúa. Una
grabación está hecha de esa misma falsedad: sacas de su ambiente a la música y
la reproduces en otro lugar. La interpretación debe ser en vivo, para mí,
aunque por otra parte, no todo el mundo puede disfrutarlo y en ese sentido
puede ser útil”.
Para volver a verlo en España hay que acudir a Úbeda este domingo,
donde, a propósito de su actuación, se le otorga la medalla de oro del festival
de música de la ciudad jienense o esperar a la próxima temporada, cuando actúe
en Barcelona dentro del ciclo de Ibercámara con un programa, dice él, en que
demostrará su faceta más virtuosa, radicalmente alejada de la íntima que regaló
el pasado miércoles en Madrid reviviendo a Beethoven.
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/05/29/actualidad/1401387676_262903.html
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