Fue uno de los músicos más
prometedores del primer cuarto del siglo XIX. Nació en Bilbao y a los 13 años
compuso su primera ópera. Murió en París a los 19 años por una tuberculosis.
Dejó 23 composiciones y le dieron sepultura en una fosa común a las afueras de
la ciudad.
ANTONIO LUCAS
A Juan Crisóstomo de Arriaga no le dio
tiempo a cumplir con el penúltimo estirón de la edad: murió a los 19 años de
tuberculosis. Era el 17 de enero de 1826. Martes y en París. El hijo del
organista de la iglesia de Berriatúa compuso su primera ópera a los 13, como
Mozart. Nació en Bilbao el mismo día que Mozart, 50 años después. Y comenzó a
tocar el violín a los 3 años, a lo Mozart. Todo lo predisponía para ser un dios
con ráfagas de acné capaz de armar una bulla incalculable en el scalextric del
pentagrama. Pero las coincidencias menguan muchísimo cuando no se dan más que
en la estadística y no alcanzan plenamente la mucosa de la genialidad.
El muchachito de Bilbao gastaba unas cualidades
extraordinarias. Un talento más selvático que académico. Un delicadísimo
sentido del sonido para entusiasmo de la hidalguía fina. En aquella España
zarrapastrosa, la soldadesca de Napoleón iba dando tumbos y en
1810 se independizaban Argentina, Venezuela, Colombia y Paraguay. Asuntos
ajenos a la maraña cerebral de un niñito que iba con el violín en llamas por la
vida, distante a esos asuntos. Por fuera del cuerpecito zangolotino de Juan
Crisóstomo de Arriaga se convocaban las Cortes Generales y Extraordinarias en
San Fernando (Cádiz). Por dentro, sus glóbulos rojos soñaban con composiciones
inesperadas. Aquel mocoso dejaba turulato al público de las sociedades
musicales del arranque del siglo XIX. El mozo se presentaba con una casaca de
sastre y las manos limpias, levantando una estela de misterio como si aquella
música suya emplazase mortalmente a quien la creara, porque no se podía llegar
tan lejos.
Entre su padre y el maestro Faustino Sanz peinaron
el arrebato tierno de Juan Crisóstomo, cuya expedición estaba desprovista de
toda épica. Lo diseñaron para que fuese un hombre de repente, de los que piensan
que lo mejor de la juventud es que ya pasó. El nene parecía un profeta
evangélico al que las composiciones se le acumulaban en el córtex y en este
ambiente compuso a los 11 años su primera obra seria. El octeto 'Nada y mucho',
para trompa, cuerda, guitarra y piano. Era 1817 y su prestigio empezaba a
emparejarse con su fama.
Las infancias sobresalientes tienen la capacidad
de activar la nostalgia ajena por lo que uno también pudo ser y no fue. Hay
algo de circo en la niñez brillante, como si lo normal fuese mirarla desde el
ángulo muerto de la madurez, que simplifica el pasado y lo engrandece con una
punta de fe y otra de estremecimiento. La infancia está sobrevalorada.
Juan Crisóstomo Arriaga era algo así como la
revancha de su padre contra la vida. Fue el último de ocho hermanos, de los que
tres murieron antes de que él naciera. A los 13 años la ambición le llevó a
complicarse la existencia y dio a la imprenta su primera ópera en dos actos,
Los esclavos felices, la única que actualmente se conserva y de estilo
italiano. La creatividad del mozo estaba en plena combustión y parecía que Mozart iba
a saltar de su estatua para abrazarlo.
España empezaba a resultar un establo agotado para
un talento agudo como el del joven músico bilbaíno. El padre, consciente de la
necesidad de ensanchar el caudal, envió a Juan Crisóstomo a estudiar a París.
Era 1819. El Romanticismo estaba abriendo vértigos nuevos y
tenía en 'La balsa de la Medusa', de Géricault, el icono del nuevo movimiento
en el que Arriaga empezaba a clavar la suela de los escarpines rematados con
lazo de cinta color sobrasada.
El viaje fue la primera comunión musical de un
creador que aspiraba a instalar su nombre en los mejores salones de la ciudad.
En el conservatorio tiene por jefes de expedición a François-Joseph
Fétispara estudiar contrapunto y fuga; y a Charles-Auguste de
Bériotpara perfeccionar el violín. París promulgaba un viento erótico que
se expandía secretamente por la jurisdicción de la primera burguesía, que
encontraba en los conciertos privados y en los pediluvios de rapé la más alta
expresión del hedonismo. Un festival de gestos, posturas y códigos secretos
entre escudos de mazapán.
Nuestro Mozart de Bilbao alzó el vuelo en aquella
sociedad encampanada que se movía por la ciudad como una logia de cuernos y
conspiraciones, y con el dedo meñique muy tieso sujetando las copitas de crème
de cassis. Su primera composición importante de entonces fue una fuga a ocho
voces, 'Et vitam venturi', pieza que fue premiada y quedó en
paradero desconocido tras la prematura muerte del autor. Poco después despachó
tres cuartetos muy alabados por Fétis, que era una de las megafonías más
acreditadas para asestar gloria en aquel París sin asfaltar: "Es imposible
imaginar nada más original, más elegante, ni escrito con mayor pureza que estos
cuartetos...".
Pero Juan Crisóstomo de Arriaga, que tenía 16 años
y la gloria de un maestro maduro, estaba enfilado ya por la muerte. Le quedaban
dos años de vida.Dos años que colisionaban como una fiebre de espumas contra la
urgencia incombustible de su talento. París lo excitó, lo inspiró, le sacó toda
la creación hasta dejarlo exhausto y destruido por dentro.
Con la tuberculosis ensayando maniobras de
aproximación, compone una obertura pastoral para su ópera 'Los esclavos
felices', una Sinfonía orquestal en cuatro tiempos, una Misa en cuatro
voces, un 'Salve Regina' y un 'Stabat mater' para coro y orquesta. Y junto a
esto: cantatas, dúos, quintetos, arias... Obra religiosa, sinfónica y
dramática. La pasión le llenaba la vida. Aquel cuerpecito dotado para la
sensibilidad de la melodía tenía en la música un lugar de consolación y de
encuentro con el mundo. No le dio tiempo a la grandeza, pero sí a la extensión.
Era el audaz emisario de un romanticismo que
tintineaba con tenedores de plata. Un movimiento en el que convivían Jean
Louis David y Chateaubriand, Madame de Stäel y los ecos de
Rousseau. Es la vindicación de lo individual frente a lo colectivo. Los
sentimientos contra la razón. Y un joven español, de la calle Somera de Bilbao
(aunque criado en la calle Ronda, en el mismo edificio donde más tarde nació
Miguel de Unamuno) empezaba a cincelar su condición de mito con sólo 23 obras
rematadas, donde estaban los vapores de Haydn, Mozart,Schubert y hasta el
mismísimo Cherubini.
Aquel 'pollopera' de conservatorio comenzó a
sentir frío en la Navidad de 1825. En sus pulmones se estaba librando una
mascarada que le iba retirando el suministro de aire. La tuberculosis le hizo
nido a la altura del pecho con el alboroto de la enfermedad cuando acecha un
cuerpo nuevo.
No duró mucho más. En la segunda semana de 1826
apareció muerto en su casa del 314 de la rue Saint Honoré. De su muerte dio
noticia el músico Pedro Albéniz. Había rematado sus dos últimas
piezas: 'Herminie' y 'Agar en el desierto'. En la iglesia de Saint Roch le
echaron unos salmos de cuerpo presente y el cadáver recibió sepultura en una
fosa común del cementerio Norte de París.
El honrado pueblo español, tan dado al grito, la
oración y la soflama, olvidó durante más de un siglo que Juan Crisóstomo de
Arriaga existió. Aquel conglomerado de talento precoz quedó como unholograma
de malogrado, una promesa quebrada, una psicofonía por concretar. Hoy es un
teatro.
http://www.elmundo.es/cultura/2014/11/16/5467a50e268e3e0f598b4587.html
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