Escultura de César Augusto EM
ADRIÁN COLDSWORTHY
César Augusto falleció el 19 de agosto del 14 d.
C., de modo que acabamos de celebrar el aniversario 2.000 de su muerte, claro
que siendo el centenario del comienzo de la Gran Guerra me
atrevo a decir que la fecha ha pasado sin pena ni gloria. Le faltaba poco para
celebrar su septuagésimo séptimo cumpleaños y había estado gobernando sin mucha
oposición durante más de cuatro decenios, desde que Marco Antonio se quitara la
vida en el 30 a.C. Le sucedió su hijo adoptivo, Tiberio, y a pesar
de que el linaje familiar terminó con Nerón, los emperadores siguientes
adoptaron los nombres de César y Augusto como títulos. A lo largo de su vida
creó el sistema monárquico que gobernaría Roma durante siglos, teniendo el buen
sentido de ocultar veladamente su poder sin por ello renunciar a él, pero
evitando pese a todo títulos como rey o dictador.
Por algún motivo, a pesar de todos sus logros y de
la crucial importancia de sus actos, Augusto ya no se encuentra entre las
figuras del mundo antiguo que siguen deambulando por entre la imaginación del
gran público. Julio César, Calígula o Nerón son reconocidos de inmediato
-aunque a menudo sólo con una vaga idea de quiénes fueron-, no así Augusto. Hoy
en día, su nombre se escucha sobre todo durante las misas navideñas,
cuando se lee la descripción que hace Lucas de la Natividad. Augusto aparece en
Julio César y Antonio y Cleopatra de Shakespeare -ambas representadas a menudo
y estudiadas en el colegio, de modo que siguen siendo bien conocidas-; pero no
mereció una obra de teatro propia. Quizá se deba a que murió de edad provecta,
en vez de ser apuñalado hasta la muerte en una reunión del Senado, como César,
o suicidándose, como Brutos y Casio, Antonio y Cleopatra.
Lo curioso es que la historia de Augusto no carece
de drama. Cuando estudian los primeros momentos de su carrera hay que hacer un
esfuerzo consciente para recordar que sólo tenía 18 años durante los idus de
marzo del 44 a.C. No supo que el testamento de su tío abuelo lo nombraba su
heredero principal hasta que éste fue asesinado.Durante la República los
cargos públicos no podían ser heredados, como tampoco nadie podía ser
adoptado de forma póstuma, a pesar de lo cual fue así como decidió interpretar
lo que significaba su legado. Su ambición fue precoz, sobre todo en Roma, donde
los cargos estaban ligados a la edad y la madurez, pero al principio nadie lo
tomó en serio. Marco Antonio lo desdeñó refiriéndose a él como "un
chico que se lo debe todo a un nombre". Cicerón pensaba que
Antonio era el principal peligro y consideró al joven Augusto como un arma que
usar en su contra: "Debemos alabar al joven, recompensarlo y deshacernos
de él".
No salió como pensaba el orador. Augusto luchó
primero por el Senado en contra de Antonio, para luego unirse a éste y a Lépido
y formar el segundo triunvirato. Tomaron Roma y ejecutaron a sus enemigos,
reviviendo la técnica de Sila de publicar listas de proscripciones. Un hombre
que apareciera en ellas perdía todos sus derechos legales y podía ser asesinado
por cualquiera. Cicerón fue atrapado y muerto antes de que se colgaran las
listas. Años después, los triunviros intentaron echar las culpas de esta
masacre a sus colegas; pero Augusto quedó marcado con una reputación de
crueldad joven. De ese modo pragmático tan romano, se consideraba
sorprendente que una persona tan joven tuviera ya tantos enemigos.
LIBERTAD FRENTE A TIRANÍA
Al final de sus días describió esos primeros años
diciendo simplemente: "A la edad de 19 años, bajo mi propia
responsabilidad y a mi cargo, reuní un ejército, con el cual triunfé luchando
en pos de la libertad de la República cuando ésta se encontraba oprimida bajo
la tiranía de una facción". No menciona el hecho de que se suponía que los
ciudadanos particulares no podían reunir ejércitos. Como era de
esperar, posteriormente Tácito juzgaría estos acontecimientos de forma más
cínica: "Cuando el asesinato de Bruto y Casio desarmó al Estado; cuando
[Sexto] Pompeyo fue aplastado en Sicilia y con Lépido dejado de lado y Antonio
muerto, incluso el partido juliano carecía de líderes excepto César
[Augusto]".
Augusto ganó y, tras la batalla de Accio, no hubo
más aspirantes con el poder militar para oponérsele... circunstancia que se
preocupó mucho por mantener así conservando un estrecho control sobre
el ejército. El éxito no lo volvió popular, pero lo que tanto los romanos
como los provinciales deseaban más que nada era paz y estabilidad.
La guerra civil llevaba asolando la República
desde el 88 a.C., cuando Sila lanzó sus legiones contra Roma. Las bajas habían
sido importantes, sobre todo entre las familias senatoriales, mientras que los
ejércitos lucharon y saquearon por todo el Mediterráneo. Muchos líderes y
comunidades apoyaron lealmente a Roma, sólo para encontrarse a menudo en el
lado perdedor de una guerra civil y obligados a pagar muchísimo para complacer
al vencedor. Las comunidades italianas habían sufrido confiscaciones cuando
los caudillos como Augusto tuvieron que encontrar granjas que entregar a sus soldados
licenciados. En los años 30 a.C., Virgilio imaginó los pensamientos de uno de
esos desposeídos, quizá a partir de su propia experiencia; pues puede que su
familia perdiera tierras por entonces. "¡Ah! ¿Acaso volveré, luengos años
desde aquí, a mirar de nuevo a los límites de mi patria, a mi humilde casita de
campo con su revestimiento de hierba... volveré, luengos años desde aquí, a
mirar con asombro unas pocas espigas de trigo, antaño mi reino? ¿Es un impío
soldado quien tiene ese bien labrado barbecho? ¿Un bárbaro esas cosechas? ¡Ved
donde el conflicto ha llevado a nuestros infelices ciudadanos!".
Tras tantos trastornos, los ciudadanos querían
asegurarse de que transcurridos unos años seguirían poseyendo sus
propiedades y no serían llamados a filas para luchar en otra guerra
civil. Los líderes y los órganos gobernantes de las provincias también querían
tener la seguridad de que los honores y obligaciones que les habían repartido
no cambiarían de un día para otro según fueran ascendiendo y cayendo los
caudillos romanos. Décadas de inercia por parte de un Senado demasiado
enfrascado en una enconada y a menudo violenta competencia por cargos y honores
había dejado muchas apelaciones sin respuesta y muchas disputas sin resolver.
Augusto puso manos a la obra para solucionarlo. A
menudo se olvida que viajó más que ningún otro emperador hasta Adriano. Augusto
pasó más tiempo de su reinado en las provincias que en Roma e incluso Italia.
Trabajó duro, recibiendo delegaciones y escuchando peticiones, algo que hacía
donde quiera que estuviera. Las diputaciones iban a él ya estuviera en Roma, o
en España, Galia, Grecia o Siria, esperaban a ser llamadas y al final eran
escuchadas y recibían una respuesta.
Augusto se esforzó porque el Estado funcionara de
nuevo y, al mismo tiempo, le proporcionó paz; un tema celebrado constantemente
en el arte y la literatura, de forma destacada en el ara pacis augustae (el
altar de la paz augustea), un honor concedido por el Senado en el 13 a.C. Se
trataba de paz interna y de ausencia de guerra civil, pues al mismo
tiempo fue uno de los grandes conquistadores de nuevos territorios. Derrotar a
enemigos extranjeros era un logro completamente honorable y adecuado para un
aristócrata romano. Como diría Virgilio: "Recuerda, romano -pues estas son
tus artes- que has de gobernar naciones con tu poder, añadir buenas costumbres
a la paz, perdonar a los conquistados y derrotar al orgulloso en la
guerra".
EL PRINCIPAL SERVIDOR
El orden regresó al mundo, un orden basado en las
victorias romanas y el respeto al poder de Roma. Ovidio escribió sobre el ara
pacis en sus Fastii, reflexionando sobre cómo entendían la paz los romanos:
"Ven, Paz, con tus delicados tirabuzones coronados por laureles accios, y
deja que tu gentil presencia permanezca en todo el mundo. De tal modo que nunca
haya enemigos, ni hambre de triunfos, tú debes ser para nuestros jefes una
gloria mayor que la guerra. ¡Ojalá que el soldado sólo tenga que portar armas
para controlar al agresor armado [...]! ¡Ojalá que el mundo cercano y lejano
tema a los hijos de Eneas y si hubiera tierra que no temiera a Roma, que la
ame"». La paz y la prosperidad procedían de la victoria de Accio y el
continuado poder de Roma bajo el liderazgo de Augusto.
Augusto se llamaba a sí mismo princeps -el
principal servidor de la República- y presumía de haberle devuelto el poder al
Senado y al Pueblo. Su posición constitucional evolucionó gradualmente mediante
la improvisación tanto como mediante una cuidadosa planificación; pero nunca
alteró la sencilla verdad de que él controlaba las legiones y no se podía hacer
que las devolviera.
A los historiadores les gusta entrever una
oposición senatorial que loobligó a mantener una apariencia de conducta
constitucional, pero aquélla existe mayormente en su imaginación. Como dijo
Tácito, Augusto "sedujo al ejército con botines, a la gente con repartos
de grano gratuito, al mundo entero con el confort de la paz y luego,
gradualmente, asumió el poder del Senado, los magistrados y la creación de
leyes. No había oposición, pues los más bravos de los hombres cayeron en la
línea de batalla o ante las listas de la proscripción...". El único límite
real al comportamiento de Augusto provino de su propio sentido de lo que era
sensato y correcto.
No existía ninguna alternativa real, y atractiva
aún menos, a su gobierno. Hasta donde alcanzaba la memoria, la República no
había funcionado adecuadamente. Bruto y Casio asesinaron a César para restaurar
la libertad, para seguidamente reclutar un ejército y actuar exactamente igual
que el resto de caudillos de la época... y al final perdieron. Augusto le
dio al imperio estabilidad e hizo que las instituciones funcionaran de
nuevo o creó otras nuevas.
Requirió tiempo, pero los beneficios de su régimen
no tardaron en ser evidentes -y su intención de mantener el poder fue tan
obvia- que el triunviro empapado en sangre fue difuminándose en el recuerdo
para dejar sólo al princeps, el padre de su país (pater patriae), como fue
saludado en el 2 a.C. Pocos emperadores gobernaron durante más tiempo, o fueron
tan llorados cuando murieron.
Adrian Goldsworthy es el autor de «Augusto. De
revolucionario a emperador», ya a la venta. (La Esfera)
http://www.elmundo.es/cronica/2014/11/16/5467355922601d8e578b4573.html
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