Paco Ibáñez, anoche en su recital
en el TNC. / JUAN BARBOSA
Desde hace solo cinco días Paco Ibáñez puede
presumir de su condición de octogenario y asumir con una cierta resignación que
una vez tras otra le vayan recordando que nadie lo diría. Pero es totalmente
cierto, no se notan fuera del escenario y subido en la tarima aún menos. Para
dejar clara esa juventud que lleva dentro Paco Ibáñez convocó en la noche de
ayer a amigos y conocidos en el Teatro Nacional de Cataluña (TNC) con un
sencillo lema Vivencias y como en las grandes ocasiones, que
lo era, en la sala no cabía ni un alfiler.
Se respiraba ese ambiente cargado
de electricidad que parece a punto de estallar. Y estalló con una de esas
ovaciones que no se olvidan cuando, con escasos diez minutos de retraso, el
cantante irrumpió sobre un escenario minimalista en rojos y negros (obra de
Frederic Amat). Vestido de negro, como es su norma, y guitarra en mano Paco
Ibáñez saludó en catalán, apoyó su pierna izquierda sobre una silla también
negra y atacó Es amarga la verdad de Quevedo. “Empezamos
bien”, bromeó, “pero las amarguras de hoy pueden ser la dulzura comparadas con
las amarguras de mañana”.
A Quevedo siguió Góngora, no podía
ser de otra manera, y ahí inició un recorrido sereno y aparentemente
desordenado por toda su ya larga obra. Llegó hasta sus propios inicios con La
canción del jinete, de García Lorca, cantó en gallego, euskera y castellano
y acabó la primera parte recordando a Che Guevara (“el único que no fue un
cantamañanas como el resto”) en palabras de Nicolás Guillén, memorable todavía Soldadito
boliviano.
El acordeonista Joxan Goikoetxea y
el guitarrista Mario Más le acompañaron de forma tan discreta como efectiva. Un
repertorio sin aparentes sorpresas que sorprendió cuando el bailaor Chicharro
se marcó unos pasos de auténtico carácter sobre un sentido poema lorquiano, un
momento mágico.
Abrió la segunda mitad con Como
tú, una canción de esperanza (“que buena falta nos hace en estos
tiempos que corren”) de León Felipe y volvió a Lorca acompañado por los sonidos
naturales y siempre increíbles de Pep Pascual y el saxo telúrico de un Gorka
Benítez sensacional. El bandoneón de otro viejo amigo, César Stroscio, le
secundó con aires porteños al recordar a Neruda y Alfonsina Storni.
Ayudado por la voz de su hija abogó
por la paz entre Israel y Palestina cantando en hebreo. Acompañado por el
contrabajo de Horacio Fumero cantó a José Agustín Goytisolo y aprovechó la
coincidencia familiar para declararse en estos momentos más a favor de los que
rechazan los premios que de los que los aceptan: ovación cerrada. Y el público
cantó a voz en grito Me lo decía mi abuelito y volvió a
estremecerse con Palabras para Julia. El TNC se vino abajo.
Y aún faltaban esos eternos Andaluces
de Jaén que, una vez más, todo el público cantó con el entusiasmo que
le había contagiado el cantante.
Un entusiasmo que se desbordó
cuando Ibáñez invitó a Pasqual Maragall a cantar con él una canción de George
Brassens, Les copains d’abord en francés acompañados por todos
los músicos. Y el ex presidente de la Generalitat hasta se permitió para la
ocasión unos pasos de baile.
El público pedía A galopar y
la noche acabó a galope tendido. “Hemos de galopar mucho que todavía hay mucho
que galopar”. Y al acabar de galopar el público le deseó felices ochenta años a
Ibáñez, que concluyó bailando un vals con su mujer. Pero no era el final, y aún
quedó espacio para otro bis, esta vez en catalán. Así, Paco cantó en los cuatro
idiomas peninsulares.
Entre familia y buenos amigos,
dentro y fuera del escenario, Paco Ibáñez mantuvo durante más de dos horas al
público en vilo, siempre al borde del estremecimiento, con esa voz
terriblemente cercana que más que cantar susurra las canciones al oído y
penetra así hasta lo más profundo. Explicando delicadamente pero con auténtica
rabia verdades con mayúsculas que no por conocidas deben dejarse de repetir. Y
Paco Ibáñez las sigue explicando envueltas en músicas que nunca molestan a las
palabras, al contrarío las llenan de sugerencias. Ayer en el TNC fue un
derroche de belleza, de sentimientos compartidos. Una demostración más de la
eterna pervivencia de la poesía, de su poesía, de la nuestra.
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