Mercedes Sosa, en una actuación
incluida en el documental de Rodrigo Vila.
Para Podemos, la
crítica de la Cultura de la Transición es compatible con el reciclaje de su
banda sonora. Aunque Pablo Iglesias pudo
citar en la reunión de Podemos en Vistalegre al grupo vallecano Hechos Contra
El Decoro o retrotraerse a la movida con la mención a Polansky
y el Ardor (Ataque preventivo de la URSS) en el Parlamento Europeo, a la
hora del acto público se recurre a las mismas letras y melodías que seguramente
cantaron sus padres.
No es un recurso inocente. En el
acto del cierre de campaña para las elecciones europeas, Juan Carlos
Monedero entonó Puente de los Franceses, canción
popular identificada con la resistencia de Madrid durante la Guerra Civil. Un
éxito, sin duda, pero también un síntoma inquietante para grupos integrados en
Podemos, como Debate Constituyente, que detectó allí una contradicción capaz de
espantar a simpatizantes no habituados a la épica guerracivilista: "por un
costado se apela a la unidad ciudadana y popular, por encima de las etiquetas
ideológicas y basada en la democracia profunda y en medidas sensatas de
justicia social, y por el otro costado se muestra simbología propia de la izquierda
revolucionaria y militante".
El hit parade de
Podemos incluye temas integrados en la memoria sentimental de varias
generaciones, desde el sobrio Canto a la libertad, de José
Antonio Labordeta, al arrollador A galopar, poema de Rafael
Alberti musicado por Paco Ibáñez. También hay productos de ultramar, como El
pueblo unido jamás será vencido, de Quilapayún, folcloristas chilenos
que ejercieron como embajadores culturales del gobierno de Salvador Allende, y Todo
cambia, de Mercedes Sosa, obra de Julio Numhauser, también miembro
fundador de Quilapayún.
A primera vista, un cancionero que
se queda corto. No hace hueco a autores más jóvenes como Ismael Serrano o Pedro
Guerra, que –lejos de modas o de banderas- han mantenido viva la llama del
compromiso en su obra y en su vida profesional. Tampoco hay rastros de la
canción política de los últimos tiempos, dinamizada por iniciativas como la
Fundación Robo, que incluye al asturiano Nacho Vegas: se trata de ofrecer
conciertos y distribuir canciones hechas con intención crítica.
De momento,
aunque tenga pasado rockero, Iglesias prefiere alardear de humor progre:
el pasado jueves, saltó al escenario del Galileo Galilei madrileño para cantar
un ensayado Cuervo ingenuocon Javier Krahe; en su Twitter,
lo definió como “momentazo”. Dos días después, recuperada la
seriedad, en su asunción a la secretaría general de Podemos, Pablo Iglesias recitó
el poema “Vientos del pueblo me llevan”, de Miguel Hernández, un saludo a las
regiones de España unidas contra el fascismo. Lástima que olvidaron que hay una
vibrante lectura musical de esos versos, realizada en 1972 por el grupo folk
Los Lobos.
No hay dudas a la hora del cierre
de los actos. L’estaca, de Lluis Llach, transmite un mensaje
de ilusión colectiva y funciona como engrudo emocional: se presta a unir las
manos y cantar a pleno pulmón. Traducida a otros idiomas, L’estaca ha
demostrado sus poderes: era interpretada por los simpatizantes del sindicato
Solidarnosc en la Polonia comunista; tuvo también protagonismo en Túnez, en los
inicios de la Primavera Árabe.
Esta
recuperación de la canción comprometida puede ser entendida como un acto de
justicia poética. Pocos sectores de la música popular española tan maltratados
como el de los cantautores politizados: se supone que, tras funcionar como
“compañeros de viaje” durante los años duros, fueron rechazados al llegar los
ochenta. Se había adelantado Luis Eduardo Aute, que llegó a publicar un Autotango
del cantautor, también conocido como Qué me dices, cantautor
de las narices, donde se burlaba de los tópicos del género: “Qué
tortura, soportar tu voz de cura/ moralista y un pelito paternal/ muy aguda, metafórica
y sesuda/ De esa letra que te acabas de marcar/ qué oportuna, inmunizas cual
vacuna/ Y aún no sabes un par de cositas más/ que me duermo/ que tu música es
un muermo, que me pones muy enfermo”.
Fernando G. Lucini, experto en
canción de autor, habla de un “cierre en falso”. Autor de numerosos libros y
responsable de una página web
que debuta hoy, cancioncontodos.com, cree poder situar
la ruptura entre el PSOE y los creadores de canciones: “fue durante los actos
contra la OTAN cuando vieron las ovejas al lobo. Pensaron: ‘los mismos que nos
han colocado en dónde estamos pueden echarnos’. Y es cuando se sacaron lo de
Tierno Galván y la movida, marginando a los cantantes más
incómodos. ¿Nombres? Elisa Serna, Adolfo Celdrán, Antonio Mata, Benedicto,
Bibiano…”
El cantante Nacho Vegas,
fotografiado en Madrid.
Aunque hay quién relativiza esa
caída en desgracia. Pablo Guerrero, creador de A cántaros, piensa
que, en la Transición “algunos cantantes tuvieron una presencia yo diría que
excesiva. Igual que ahora, que los cocineros están en todos los medios. Ojalá
les toque pronto a los filósofos”.
Guerrero siguió trabajando como
profesor y haciendo canciones que “cuidaban tanto el fondo como la forma, como
siempre”; de hecho, acaba de terminar un nuevo disco,14 ríos pequeños. Reconoce
que sí hubo un ramalazo panfletario en sectores de la canción de autor, “aunque
esa tendencia venía más bien de América Latina, donde las urgencias eran
mayores y el mensaje se simplificaba.”
Desde allí, más exactamente de
Chile, nos llega un recordatorio: lo que pudo ser activismo político también
deriva en negocio o, si lo prefieren, un modo de ganarse la vida. Tras el
exilio, Quilapayún se rompió en dos formaciones del mismo nombre, los que
trabajaban el mercado europeo y los que residían en Chile. Los segundos, que
tenían la legitimidad histórica, pleitearon en Francia hasta que se reconoció
su propiedad en exclusiva de la marca Quilapayún.
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/11/17/actualidad/1416249887_186476.html
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