En Via Fondazza vivió casi
toda su vida, sin apenas salir de casa. Se cumplen 50 años de la muerte de un
artista que encontró la mejor compañía en los objetos cotidianos
Fuente de Neptuno frente al Palacio D'Accursio,
en la plaza mayor de Bolonia. / Olaf Protze
En el discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, Faulkner
afirmó que la escritura servía para crear a partir de los materiales del
espíritu humano algo que no existía antes. Así Giorgio Morandi con la pintura
de los objetos insignificantes, irrelevantes, vulnerables, socorridos por el
halo invisible que crea el artista con la luz, el espacio, la sombra o el color
siempre mate. Vasos, botellas, jarrones, flores, jarras, cestas, teteras,
candelabros, tazas, pequeñas cajas y materiales geométricos creados con
cartones o cualquier otro elemento de desecho. Todos objetos imprescindibles en
la monótona vida cotidiana pero que adquieren un valor inusitado cuando su
propietario se ausenta definitivamente y los abandona como derrelictos.
Pintores metafísicos como Morandi buscan lo que los ojos no pueden
ver, lo invisible, su atmósfera, su reflejo. Morandi también quiere captar lo
intemporal e incluso detener el tiempo. El artista encontró en estos objetos
una compañía para el existir. A su manera, cada uno de ellos, por su tamaño,
forma y volumen, son como flores secas, cuerpos momificados, segundos
congelados, frágiles vasijas del afecto humano, flores amarillas como aquella
de William Carlos Williams: “… no encontré ninguna cura, / más que
esta flor torcida: / con solo / mirarla / los
hombres sueñan…”. Morandi parece sugerirnos: “… no encontré ninguna
cura, / más que en estos vasos, jarrones, botellas…”.
Plaza Mayor de Bolonia con la basílica de San
Petronio al fondo. / Atlantide S.N.C.
Morandi en la Via Fondazza número 36. Aquí vivió con su madre viuda y
alguna de sus hermanas (era familia numerosa) desde el año 1910 (había nacido
en la misma Bolonia en 1890) hasta su muerte en 1964. Nunca se casó y apenas
viajó fuera de las fronteras de su provincia natal. Los veranos los pasaba en
Grizzana, un pueblo cercano a Bolonia, en los Apeninos. Mejor este estado
civil, mejor esta vida monástica dedicada a la pintura, así se evitó aquello
terrible que la bella e inteligente Alma Mahler dijo de su primer esposo
músico: “Le irritaba mi goce de la vida, lo consideraba una abominación.
Dinero: ¡basura! Ropa: ¡basura! Belleza: ¡basura! Viajes: ¡basura! Solo le
importaba el espíritu. Ahora sé que tenía miedo de mi juventud y mi
belleza”.
Morandi en su habitación-taller del amplio piso de la Via Fondazza, en
la periferia del casco histórico. Después de la desaparición de toda la familia
que en ella habitaba, Maria Teresa Morandi fue quien hizo la importante
donación para el museo. El piso pasó por varias manos hasta que, en el año
1999, fue comprado por el Ayuntamiento de la ciudad. Aunque se mantiene tal
cual el taller-habitación, el pequeño almacén y una especie de recibidor, el
resto ya no tiene nada que ver con la antigua morada.
Gustos geométricos
Los doscientos metros de superficie han sido divididos en dos
espacios. Uno museístico y otro dedicado a la biblioteca-archivo (con sus
propios libros y la mucha bibliografía que se le va dedicando en todo el
mundo), así como una pequeña sala para conferencias y reuniones. En 2009 se
abrió al público, pero poco después tuvo que cerrarse debido a problemas
económicos. Gracias a la amabilidad de la dirección del museo se me muestra. En
el lado expositivo vemos muchos objetos familiares y personales. Fotos,
documentos, cartas, libros. Hay un documental. Sus primeros dibujos, unos
diccionarios.
Javier Belloso
En la reconstrucción de lo que antes era la antecámara, o el salón
recibidor, hay otros cuadros de diferentes épocas heredados, así como una
cabeza que le regaló al pintor el escultor Manzú, además de mobiliario variado.
En un cuadro de 1915, un jarrón con flores, ya se ven las intenciones y los
gustos geométricos. Entre la correspondencia exhibida hay cartas de cineastas
como De Sica, Antonioni o Pontecorvo. El piso interior daba o dio, durante
muchos años, a un campo abierto. Después de la Segunda Guerra Mundial, la especulación
inmobiliaria acortó de manera drástica aquel espacio vital. El pintor luchó en
vano para que no se perdiera. El reflejo de la luz cambió entonces sobre su
taller y tuvo que reiniciar su búsqueda. Aún están los almendros y el gran
olivo al cual tantas veces se refirió, pero encajonados entre invasores
edificios.
Cuando murió Morandi se fotografió todo su taller-habitación. Este
hecho ayudó, años después, a reconstruirlo tal cual lo había dejado. Es
realmente una celda de eremita. El único lujo es ese gran balcón que da al
patio-jardín interior. Aquí pasaba todo el día trabajando, apenas veía a gente
y le molestaba la vida social. Un camastro, una silla, una pequeña cómoda con
libros presiden el resto de la estancia, que contiene caballetes, una mesa con
pinceles y pinturas, así como, sobre varias repisas, los objetos originales
tantas veces reproducidos. Llama la atención que muchas de estas jarras,
floreros y botellas hayan sido, a su vez, pintados de blanco por el artista
antes de ser trasladados al lienzo.
Sobre la pared que más luz recogía hay pegados papeles, algunos de
periódicos, para fijar los movimientos e intensidades de la luz en su rotación.
El balcón no solo era un lugar para contemplar la naturaleza sino, sobre todo,
para capturar el resplandor del día y traspasarlo a los objetos. Entre los
libros de cabecera, las obras completas de Leopardi y Pascal. El pensador
francés, al considerar lo irracional de la muerte y el vacío al que estamos
abocados, se preguntaba si filosofar valía la pena. En cada cuadro del artista
boloñés, esta misma cuita. Pascal, Leopardi, Morandi, tres personajes, incluso
en sus vidas, también muy semejantes, pese a las diferentes vicisitudes de sus
tiempos.
Las pocas salidas que efectuaba Giorgio Morandi las hacía a la Academia
de Bellas Artes donde había estudiado de 1907 a 1913, y a la cual regresó como
profesor de grabado de 1930 a 1956. No hizo demasiadas exposiciones en vida y
su reconocimiento público se produjo con el Premio de la Bienal de Venecia en
1948, en 1957 con el de la Bienal de São Paulo y en 1962 con el Premio Rubens
de la ciudad de Siegen. Poca cosa para tan sublime maestro. Lejos quedaba su
presencia en el movimiento futurista, su amistad con De Chirico y las lecciones
tomadas de los viejos maestros Giotto, Masaccio, Uccello, Piero della
Francesca, Chardin, Corot o, más contemporáneamente, Cezanne, Picasso o Braque.
Composición en el museo boloñés con objetivos que
aparecen en los cuadros de Morandi. / Roberto Serra
A veces pienso que Morandi quiso contestar a los bodegones cubistas,
deshumanizados, ateístas de Picasso, Braque o el español Juan Gris con estos
otros cargados de piedad, compasión y laica sacralidad. En estos objetos tan
sencillos están los pucheros de Santa Teresa, así como el verdadero, por
desconocido, Santo Grial. La transubstanciación se produce en todos ellos. La
luz provoca también el efecto de lo líquido. Sosiego y desasosiego. Al lado del
taller-dormitorio hay una oscura habitación donde se guardan muchos más objetos
utilizados por el artista. Otros floreros, botellas, flores de papel o tela,
conchas de mar, fósiles, cantos rodados.
Donde antes se encontraba cocina y comedor ahora está la biblioteca.
Unos 600 volúmenes, con estudios sobre Giotto, Della Francesca, Rembrandt,
Chardin, Corot o Cézanne, además de la compañía de Pascal y Leopardi. Tenía una
interesante colección arqueológica compartida con una de sus hermanas, que
había vivido en Oriente. De Rembrandt hay varios aguafuertes, así como una obra
de Bassano y la cabeza realizada por Manzú.
Después de un gran rato abandonamos el piso. Cerramos los balcones y,
al apagar la luz eléctrica, se hace la total oscuridad. ¿Cómo vivirán los
objetos en las tinieblas? Entonces noto inesperadamente cómo el ocaso cenital
nos acaba venciendo siempre. No creemos del todo en la muerte hasta que
acumulamos experiencias como esta: oscuridad y silencio. ¿Los objetos sentirán
temor? Las personas se ausentan ante nuestros ojos, igual que los objetos de
compañía. Nada tan impresionante en esta casa como esos enseres ya sin dueño,
sin destino, sin función, libres de compromisos. Si en los cuadros siguen vivos
es porque hay quien los mira, en este lugar las miradas sobre los originales
son escasas y yacen ya en una penumbra entre la vida y la muerte. Una muerte
lenta en su deterioro físico.
Pavarotti, coleccionista
De la vivienda particular nos trasladamos al Mambo (Museo de Arte
Moderno de Bolonia), sito en la Via Don Minzoni número 14. En el año 1964, poco
tiempo después de morir el artista, se creó un museo en su honor en el Palazzo
d’Accursio, en la plaza Mayor de la ciudad. En 2012 tuvo que trasladarse
temporalmente a este emplazamiento para llevar a cabo obras importantes de
rehabilitación.
Interior de la casa y estudio del pintor Giorgio
Morandi, en Bolonia. / Roberto Serra
La colección Morandi, procedente de donaciones como la de la hermana y
de otras adquisiciones y préstamos como el del cantante Pavarotti, es muy
interesante. Son un total de 85 obras.Escenografías inmóviles y geométricas.
Cuadros pintados en un estudio y no en plena naturaleza. Flores secas, en papel
o tela, en búcaros. Naturalezas muertas formadas por esos objetos
desapercibidos de la vida cotidiana. Todas estas obras del pintor boloñés están
acompañadas, en otras salas, por otras de artistas contemporáneos que lo
homenajean: Tony Crag, Jean-Michel Folom, Mike Bidlo o Roberto Longhi, de quien
se proyecta un interesantísimo documental. En los fondos del museo hay obras
también de Gilberto Zorio, Pier Paolo Calzolari, Mario Ceroli, Alviani o
Boetti.
Mirar los cuadros de Morandi es como caminar a solas. La capacidad de
hacerlo presupone mucho dolor pasado, pero también mucha felicidad. Kafka
comparaba su caminar hacia la soledad con el de los ríos hacia el mar: “He avanzado
un buen trecho, unas cinco horas a pie, solo y no lo suficientemente solo, por
valles desiertos y no lo suficientemente desiertos”. Objetos del desierto
también los de Morandi: objetos-palabras. Como a los seres humanos, tampoco se
les puede descuidar ni olvidar. Allí están vivos, latentes, pensantes, saltan a
la superficie y nos recuerdan que tan frágiles somos nosotros como ellos.
César Antonio
Molina, exministro de Cultura, dirige La Casa del Lector.
http://elviajero.elpais.com/elviajero/2014/11/27/actualidad/1417092115_703573.html
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