miércoles, 24 de diciembre de 2014

ELLEN DEGENERES TOMA PARÍS



Ellen DeGeneres busca en Francia inspiración para su nueva marca, E. D., que lanzará la próxima primavera. Antigüedades, obras de arte y piezas de mercadillo conforman su universo estético.
Hamish Bowles

En el mercadillo Clignancourt de París. Lleva una camisa diseñada en colaboración con su estilista a tiempo completo Kellen Richards, unos chinos, un sombrero porkpie de paja y una bolsa vintage de cartero de Hermès.
Foto: Hamish Bowles 

«Estamos en Parísss, nena!», dice Ellen DeGeneres exultante, «la ciudad de los enamorados», y le planta un beso en la mejilla a su mujer, Portia de Rossi. Me he unido a la feliz pareja en su viaje a Europa, un torbellino visual en busca de inspiración para E. D., la atrevida nueva marca de estilo de vida y ropa de Ellen, que está poniendo en marcha con el inconformista inversor J. Christopher Burch. «Ambos somos muy, muy, competitivos», dice de su empresa con Burch, «y queremos romper todas y cada una de las reglas». E. D., casualmente, se pronuncia como «Ed», el apodo de Portia para Ellen, quien juguetonamente sostiene que viene de «diseñado sin esfuerzo» (effortless design), uno de los mantras de su equipo creativo, junto con «fortuitamente pulido» y «humor espontáneo».
Todos estos conceptos estarán reflejados en sus colecciones, que arrancarán de una forma lo suficientemente modesta con una línea casual de fin de semana, para luego desarrollar un catálogo más extenso que incluirá de todo, desde alegres platos de cerámica a divertida papelería y alfombras, ropa de cama, herramientas de jardinería y velas. Habrá diseños de precios accesibles para hombres y mujeres que reflejarán el eternamente clásico estilo universitario de Ellen (aligerado con vestidos que sugieren la discreta sensibilidad femenina de Portia). Todo se venderá a través de la página web de E. D. (que se lanzará en la primavera de 2015), pequeños comercios colaboradores (todavía desconocidos) y tiendas pop-up. La estrategia puede no resultar innovadora –después de todo estamos en la época de Aerin, Martha, Blake y Gwyneth– , pero la jugada final es ambiciosa. Su visión es, nada menos, que conseguir una marca de dominio global, para redefinirse como el icono del estilo de vida elevado. «Cuando algún día decida dejar el mundo del espectáculo», sostiene Ellen, «me centraré por completo en el diseño».



 Foto: Getty Images

El plan para nuestro largo fin de semana es escrutar los mercadillos de París, visitar a amigos con buen gusto, estar al día con una o dos exposiciones, viajar al sur y visitar la feria de antigüedades de Isle-sur-la-Sorge y luego correr hacia Amberes. Está previsto que esta estimulación visual alimente la estética de la emergente línea de Ellen, que aún está tomando forma en los luminosos estudios de E. D. en Manhattan. Su siempre en expansión equipo cool de Williamsburg, que ahora incluye a cinco diseñadores de ropa, cinco diseñadores de artículos para el hogar y dos diseñadores textiles («¿Toda esta gente trabaja para mí?», se sorprende la presentadora), ha aceptado el reto de canalizar los mantras de Ellen y su rebuscado estilo en todo tipo de objetos, desde blazers entallados de aspecto juvenil hasta perfumes. Aunque ahora se rodea de muebles de Prouvé y Royère y obras de arte de Basquiat y Warhol, la conocida presentadora sabe cómo decorar sin mucho presupuesto. «Sigo pensando que todo el mundo debería poder tener un gran diseño en su casa», dice, «así que dejadme hacerlo de un modo más accesible».
Su primera noche en París ha sido de insomnio. Pese al breve descanso, se encuentra más que dispuesta a navegar por el afamado laberinto del mercado de las pulgas de Clignancourt. Siempre ha tenido instinto para el diseño. «Cuando pienso en decoración», afirma, «empiezo a meditar». En los primeros tiempos de su carrera como monologuista, hizo tanto dinero renovando casas como a través de la profesión que había elegido. Todavía siente un deseo urgente de comprar, renovar, decorar y seguir viajando. Un legado, quizás, de una infancia itinerante y sin privilegios vivida en una serie de apartamentos de alquiler entre Metaire, Louisiana, Atlanta y Texas; años que pasó soñando con las casas de las zonas residenciales que ella no pudo conocer porque se encontraban fuera del alcance financiero de sus padres.
En París somos una troupe de diez personas (más la seguridad) que incluye a varios miembros de su equipo de E. D. y a la imperturbable Cheryl, que está aquí para negociar los mejores precios con los comerciantes de los mercadillos y ocuparse de la logística («He tenido una pesadilla sobre enviar lo que compremos a Los Ángeles», confiesa Ellen. «Un año después, llegan estas cosas y yo en plan: ¿pero qué es esto?»). Ellen lleva una camisa azul diseñada en colaboración con su estilista a tiempo completo, Kellen Richards, unos chinos verde salvia, un sombrero porkpie de paja y una bolsa vintage de cartero de Hermès cuelga de su hombro. Portia es como una estrella de película old school, inmaculada en un maravilloso y lozano traje de pantalón de lino blanco de Band of Outsiders, con un pañuelo de seda de Hermès plegado y anudado como una banda para el pelo, y unas sandalias de Prada de suela gruesa con el look ergodinámico del zapato de carreras de un atleta. «¡Va de blanco!», dice Ellen, riéndose. «Se va a poner indecentemente sucia. ¡No vamos a ir a Wyeth!».
La última vez que acabamos aquí, no compramos nada», añade cuando llegamos al Marché Paul Bert. «No vamos a cometer ese error de nuevo. ¡Que comiencen las compras!». En esta ocasión, Ellen no está bromeando. Entre el repleto expositor de fotografías enmarcadas en negro de la pared del puesto de un vendedor y el trabajo de un artista joven que se ve en otro (que la hace ponderar la idea de incluir colaboraciones con artistas en su línea), en solo un momento, ha tomado notas sobre una estantería de acero de fin de siglo con puertas corredizas de cristal y un gigantesco caballete del siglo XIX, e invertido en un escultural asiento exterior de hormigón de los años 70, un conjunto de ocho sillas utilitarias de metal de los años 30 de Mallet-Stevens, una estilosa silla Art Déco de jardín que una vez estuvo en los Campos Elíseos y un total de 16 lámparas, la mayoría de ellas con formas puntiagudas de mediados de siglo. El equipo E. D. llama bastante la atención, pero los altaneros vendedores son demasiado cool como para armar un escándalo por la visita de una celebridad, por lo que el maratón de compras apenas es interrumpido. «No tener paparazis detrás es todo un lujo», dice Ellen. «Deberíamos comprarnos un apartamento aquí». Solo paramos para comer –en Ma Cocotte, desde luego, el restaurante diseñado por Philippe Starck que ha dotado de un glamuroso rincón gastronómico al mercadillo–. Ellen admira los libros y los hallazgos propios de mercado de las pulgas en las estanterías, la ecléctica mezcla de cómodos sillones de mediados de siglo y azulejos encáusticos al estilo del siglo XIX. «Adoro ir de compras», dice, «y si no me gustara tanto estaría llorando en la calle, llorando con la mejilla pegada a la cera. Así de cansada me encuentro».


En septiembre de 2012, junto a su madre, Betty, con su estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood.
Foto: Cordon Press

Sin embargo, el señuelo de una visita a la galería de Patrick Seguin, santo grial de los coleccionistas de Prouvé, es demasiado atractivo como para resistirse. Uno de los primeros regalos de Portia a Ellen fue la silla Cité de Prouvé. Le siguió una escultura de un gato de Giacometti: «¡Resulta cara para los regalos!».
Detrás de la discretamente anónima puerta de su almacén, el luminoso espacio de enormes techos de Seguin está salpicado de las obras maestras de Prouvé: es un templo del diseño industrial chic. Ellen está casi desmayada de deseo. Tiene el sofá cama Cité en otro color, pero ama esta versión cremosa en verde y marrón; posee 20 sillas Standard de Prouvé; tiene el escritorio Aile d’Avión; tuvo la mesa Tropic 506, y ahora, viéndola de nuevo en todo su esplendor, se está volviendo loca por haberla dejado escapar (tanto, que más tarde, ese mismo día, se cuelga del teléfono, con destreza –y éxito– para negociar su compra de nuevo).
Después de dormir la siesta, nos reunimos para cenar en chez Marco Scarani y Jamie Creel (de los neoyorquinos Creel and Gow), en su cautivador apartamento ancien régime de la Rue de Seine. La anunciada presencia de Lee Radziwill ha puesto a Ellen en una momentánea disyuntiva sobre la etiqueta. «Voy a llevar un traje de noche y un tocado», dice socarrona. «Y un velo». Viste una camiseta y unos pantalones blancos, por supuesto, y Portia está tan impresionante como de costumbre de encaje negro y con los diamantes negros que Ellen le regaló. El apartamento es el compendio del chic del Sexto Arrondissement y el chef estrella Claude Colliot ha sido contratado para cocinar la cena –su refinado menú vegetariano con pescado, muy elaborado e imaginativo, resulta apetecible, pero no encaja demasiado con DeGeneres y De Rossi–. (Ambas son estrictamente veganas. «La gente me pregunta: ‘¿Puedes comer pan?’, bromea Portia. ‘¡Sí, no tiene ojos y una madre!’»). El atardecer sobre la cúpula de la Bibliothèque Mazarine con el Sena y el Louvre a lo lejos, sin embargo, resulta hechizante. La irónicamente interesante Lee Radziwill se sienta junto a Ellen pero le presta atención a Portia, a quien encuentra «fascinante».

A la mañana siguiente, Ellen rechaza visitar Isle-sur-la-Sorgue para dormir hasta tarde; así que indecisos entre el vergonzoso número de exposiciones parisinas de nombres intrigantes, decidimos asistir a la aclamada retrospectiva de Lucio Fontana en el Musée d’Art Moderne. Dentro, babeamos ante las poco conocidas primeras cerámicas de Fontana y nos embelesamos con las pinturas con tajos que revolucionaron el mundo del arte en la década de los 50.
«¿Qué significa collection particulier?», pregunta Ellen, que ha estado leyendo con cuidado el folleto de la exposición. «¿Colección privada? Eso quiere decir que está a la venta, ¿no?». Tal vez no, respondo. «Pero lo estarán algún día», afirma Ellen, impávida. Mientras deambulamos a través de las galerías restantes, la cómica se encuentra discretamente ocupada con su iPhone. Antes de que salgamos del museo, varios marchantes con los que trata habitualmente le han ofrecido tres pinturas diferentes de la serie de los tajos. Estas damas, hay que decirlo, no pierden el tiempo.
Un viaje a Colette ha sido cortado de raíz por culpa de una invitación sorpresa para visitar el apartamento chic de Seguin en una mansión del siglo XVII situada en el Marais, un tesoro con obras maestras de Prouvé, Royère y Le Corbusier. «Eres muy inspirador», le dice Ellen. «Vamos a volver y redecorar nuestra casa». Entonces, en un surrealista cambio de humor, nos vamos al frondoso campo, a un picnic cuyos anfitriones son William Holloway, cofundador de 1stdibs, junto a su compañero, el decorador Jean-Louis Deniot, en su château del siglo XIX de estilo falso renacentista de Chantilly (una de sus nueve propiedades).



El famoso selfie de la pasada edición de los Oscar, que arrasó en Twitter. A la iquierda, en el desfile de primavera de 2011 de Richie Rich.
Foto: Getty Images

Ellen y Portia, amantes de la naturaleza, exploran los campos de berros y los establos. Si Ellen sueña con casas, Portia sueña con caballos. «Mira todas estas bellezas», dice Portia. «Soy realmente una granjera». «Tenemos tres perros, tres gatos y tres caballos», explica Ellen. «Me encantaría tener ovejas y cabras, y los pollos me gustan de verdad», añade Portia. «Necesitamos comprar una granja».
Y de ahí en alfombra mágica a Amberes, donde nos instalamos en el hotel de diseño Julien, que ejemplifica la ligeramente orgánica estética belga. Ellen y Portia son prácticamente empujadas hacia un restaurante, pero apuestan por una rápida retirada. Prefieren comer en el hotel.
Nuestro destino al día siguiente es el santo grial: el castillo Gravenwezel, la casa de Axel y May Vervoordt, un lugar sagrado en la mente de Ellen al que Portia una vez intentó organizar un viaje sorpresa, coincidiendo con el 50 cumpleaños de la presentadora. El hijo de Axel, Boris, un modelo de hospitalidad caballeresca y conocimiento elegantemente presentado, nos guía hasta allí en un Rolls-Royce Corniche verde cocodrilo.
Un sendero de hayas inmemoriales conduce hasta a un castillo rodeado por un foso con una belleza imposible de cuento de hadas. «Ella es tu mayor fan», le dice Chris Burch a Axel. «Realmente lo soy», afirma Ellen. «Es muy inspirador. Mi sueño era conocerte». Los interiores, desde el calabozo del sótano al ático, son un estudio de los gustos refinados de Vervoordt: paredes moteadas color tabaco de las que cuelgan trabajos abstractos de artistas japoneses de posguerra; magníficos objetos del gabinete de curiosidades de un príncipe flamenco colocados en una antigua mesa de granja que celebra «la belleza de la imperfección», según opina Axel. «Me encanta lo basto», coincide Ellen. «Me gusta todo lo orgánico».
Los jardines son reveladores, y es allí donde comemos, a la sombra de un bajo y retorcido manzano, con vistas a un jardín rematado por setos recortados como nubes, celebrando un banquete de vegetales frescos del huerto que ha sido orquestado con esfuerzo por May, la mujer de Axel. Después de comer, Ellen y Portia parten a un crucero por la costa croata. Mientras se van, Ellen echa un último vistazo al almenado castillo, con destellos como de lentejuelas provocados por la luz que se refleja en su foso. «Belleza en todas partes», dice. Ahora solo le falta capturar esa esencia y canalizarla en una vela aromática.

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