Joyce DiDonato, Silvia Tro Santafé y Vito
Priante, en un momento de la obra. A. BOFILL
JAVIER
BLÁNQUEZ Barcelona
Joyce DiDonato está en un momento dulcísimo, y las ovaciones
prolongadas que le dedicó el público del Liceu, arrancadas con impaciencia -e
incluso con instantes de histeria tras la caída del telón-, son un buen
termómetro para medir hasta qué punto la 'mezzo' norteamericana ha conquistado
de manera rotunda la cima de la ópera actual.
Ya no es sólo una cuestión de técnica vocal -ampliamente difundida y
bendecida-, sino de seguridad aplastante, de carisma evidente desde el primer
momento en que su figura regia asoma en la prisión de Fotheringhay. Hace un año
ya rindió el teatro a sus pies con 'Cendrillon', un rol mucho más
'light', sin especiales complicaciones. La conocemos bien.
Pero el viernes fue la euforia. El papel principal de 'Maria
Stuarda' es de una exigencia máxima: implica una coloratura puntual y
dificultosa, pero sobre todo una mesura controlada que permita encontrar lo
sublime en el borde del silencio; un personaje trágico que llega hasta el final
con la cabeza alta -sólo la baja cuando se la cortan- y expresa su majestad en
cada nota. 'Maria Stuarda' necesita una voz densa y una pericia actoral que
trascienda lo meramente musical, y ahí es donde DiDonato se refuerza como una
intérprete idónea para el papel.
Parece hecho para ella, y en su cada vez más evidente transición hacia
la vastedad del bel canto que apuntala su último disco, 'Stella di Napoli'
-cada vez hay más Bellini, más Donizetti y más descubrimientos
inesperados en su repertorio, dejando atrás el barroco-, Maria se confirma como
una de las especialidades de la casa. En sus arias, tristes y fatales, el aire
se cargaba de electricidad: los silencios y los 'pianissimos' no eran
descansos, sino cuchillas con las que se podía cortar la tensión.
Lo más admirable era -no es una sorpresa, pero sigue impresionando- la
seguridad con la que Joyce utiliza su instrumento: no se le percibe esfuerzo,
no sufre nunca, no suda, es como si para ella avanzar dando triples mortales
fuera más fácil que trazando pasos cortos. Seguramente tendrá sus momentos de
duda -en algunas zonas de canto grave no era tan sublime como cuando escalaba
agudos-, pero la sensación final es la de que Joyce, más que una diva, es
una bestia.
Esta 'Maria Stuarda', obra mayor de Donizetti escasamente
representada en el Liceu pese a haberla debutado Montserrat Caballé en
1969, tiene probablemente el mejor elenco de la temporada barcelonesa. En el
papel de Elisabetta también alcanzó altísima altura la 'mezzo' valenciana Silvia
Tro Santafé, igualmente segura en sus trances dificultosos, capaz de
convertir un agudo en un puñetazo de autoridad real más que en una pirueta
virtuosa: la dirección escénica del tándem francés Caurier/Leiser le obligaba a
ser una reina cruel -todo su desprecio resumido en el segundo cuadro del primer
acto, cuando arroja un hueso de pollo, o de faisán, a los pies de Maria
Stuarda, como si fuera un perro-, y su canto se adaptó a esa proyección
psicológica.
Lo que se conseguía era reforzar la tensión en el enfrentamiento entre
las reinas: una al borde de un ataque de nervios, la otra serena; así, cuando
les toca intercambiar la transferencia de energía en el momento cumbre del "figlia
impura di Bolena" y toda la ristra de insultos que precipitan la
sentencia de muerte de Stuarda, la producción hace 'click' y alcanza un vuelo
majestuoso.
Caurier y Leiser buscaban algún tipo de conexión con la política
contemporánea: en lugar de una ambientación de época, prefirieron una mezcla
entre el estilo Tudor -el ostentoso vestido de Elisabetta- y el
Eduardiano -sobre todo en el vestuario del coro, estupendo durante toda la
función-, como dando a entender que las rencillas por el poder son un
'continuum' inevitable, que la historia se repite, y que por una solución que
se encuentra aparecen siempre nuevos problemas.
De todos modos, la producción no funciona como parábola. Es más
elegante que conceptual; los decorados básicamente pretenden ser un marco
adecuado para que resalte el drama y brille el canto, y sólo en la última
escena, cuando Maria Stuarda sube al patíbulo, la iluminación -brillante como
la hoja del hacha que va a caer sobre su cuello- consigue inducir alguna forma
de dolor. Los retratos no son de ninguna ambición, sino de la excepcionalidad
humana, eso que los ingleses llaman ser 'larger than life'.
Completando el trío de voces prodigiosas estuvo, en el papel bisagra
de Roberto de Leicester, Javier Camarena: seguro en todo momento y a la
altura de sus dos 'partenaires' femeninas -una tarea, ya se sabe, ardua-, quizá
no lució como debería porque Donizetti no escribió para el conde enamorado de
Maria Stuarda esas diabluras vocales que sí aparecen en los papeles de Rossini
que son la debilidad del tenor mexicano. Sirve, al menos, para demostrar que
Camarena no es únicamente un cantante de piruetas.
La orquesta estuvo dirigida de manera rica y exacta por Maurizio
Benini, un especialista en repertorio italiano que le puso el lazo -junto a
las tres voces graves: muy bien Pertusi, Priante y Tobella- a una 'Maria
Stuarda' electrizante, felizmente recuperada y bien puesta a punto.
http://www.elmundo.es/cultura/2014/12/21/54960186ca474195758b458b.html
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