Una Estrella Morente enorme y
un ballet contemporáneo con fuerza bajo las órdenes de Víctor Ullate ponen
sobre las tablas 'El amor brujo'
Roger Salas Madrid
Estrella Morente en 'El amor brujo'. / Javier del
Real
Tal como aseguraba Enrique Franco hace más de un cuarto de siglo,
seguiremos durante muchos años analizando, vibrando, discutiendo y admirando El amor brujo, nos adentramos en las
diferencias y coincidencias entre la versión primera de 1915 y la segunda y
definitiva de 1925, y esta afirmación de quien conocía quizás como nadie y como
verdadero erudito el corpus de la obra de Manuel de Falla,
hoy cobra vigencia, nos coloca en la disyuntiva de escoger y posicionarnos. En
la platea del Real ayer noche las opiniones estaban divididas. Por una parte se
reconocía, de antemano, a una Estrella Morente enorme, poderosa, diva y jonda,
elegante y dominadora de la escena. Por otra, una compañía de ballet
contemporáneo eficaz, empastada en el estilo y la ejecución, con fuerza y hasta
un cierto virtuosismo. El problema está en los excesivos y ajenos añadidos al
original. Perdido el nervio de la continuidad, Josep Vicent se mostró muy
atinado a la batuta. Estamos ante unas funciones encargadas por Gerald Mortier
para conmemorar el centenario de las “Gitanerías” primigenias.
Coreografía: Víctor Ullate.
Música: Manuel de Falla, Luís Delgado y In Slaughter Natives.
Escenografía y luces: Paco Azorín.
Vestuario: María Araújo.
Director musical: Josep Vicent.
Víctor Ullate Ballet de la Comunidad de Madrid. Teatro Real. Hasta el
3 de enero.
Ahora Ullate ha ido mucho más lejos que en 1994, donde había algunas partes
musicales de Delgado (siempre sonido electroacústico), pero aún se reconocía la
unidad troncal de Falla, algo que ahora se diluye en unas parafernalia sonora y
visual, muy efectista y a la moda, pero desconcertante. Digamos que Ullate
exige del espectador del siglo XXI que una y module el todo, que sea el que
ponga el hilván a la sucesión de cuadros, algunos más felices que otros, como
si hubiera dos ballets metidos con calzador en uno. De la primera versión el
zaragozano ha conservado elementos valiosos, como la Danza del fuego y
la Danza del fin del día que tienen hasta un cierto perfume bejartiano
de homenaje a su maestro en la formación coral y que se yerguen atemporales. La
extraña música del grupo sueco In Slaughter Natives satura al público, lo saca,
por su excesiva largura, de situación en vez de adentrarlo en la cueva
misteriosa. Marlen Fuerte y Josué Ullate, en Candela (¿Por qué no Candelas,
como marcaba María Lejárraga?) y Carmelo respectivamente, ofrecieron un baile
cómplice e intenso.
'El amor brujo' de Víctor Ullate. / Javier del
Real
La escenografía, quizás pensada para la monumental caja del Teatro Real,
no tiene en cuenta la escala proporcional de la danza, su relación espacial con
los bailarines, y tanto es así, que se ven empequeñecidos. Las luces también
resultan escasas e inapropiadas, y junto al abundante humo, no dejan ver buena
parte de la acción bailada. Es una tendencia actual y muy a la moda eso de
mantener el escenario en sombras y neblinas, pero en general ayuda poco a
entender y asimilar el movimiento. Por otra parte, el vestuario es también en
tonos muy oscuros, cuando no negro, con un dibujo sobrio y atemporal que en los
largos hasta los pies capotes de los hombres remite a una posible inspiración
gótica y en cualquier caso muy distanciado de cualquier tipismo. Las
proyecciones de dibujos animados parecen sacadas de un cómic de vampiros y la
gigantesca luna de neón aplasta injustificadamente a los artistas.
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/12/30/actualidad/1419937697_319477.html
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