La biografía “no censurada”
de Unity Mitford sostiene que la joven aristócrata británica fue amiga de
Hitler y protagonizó orgías con oficiales nazis
JACINTO ANTÓN
Hitler y Unity Mitford, en
Múnich en 1937. GETTY IMAGES
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Cita con la momia de la
mala suerte
No diré que las haya oído
cabalgar de niño como dicen que lo hizo Wagner (quién si no) pero siempre he
tenido, desde que me alcanzan los recuerdos, una debilidad por las valkirias;
como por las amazonas: por todas las mujeres salvajes y guerreras, en realidad.
Brunilda, Sigrún, Waltraute (que tiene nombre de vino del Rhin), Skuld, Gunnr,
Orlinde o Göndul son algunas de esas doncellas sobrenaturales que “asignan la
muerte y gobiernan la victoria” y que en la mitología nórdica recogían a los
más valientes caídos en la batalla para llevarlos al Valhalla, donde Odín los
instalaba en el famoso salón de 540 puertas del Vingölf, a fin de que le
echaran una mano cuando llegara el Ragnarök, el fin de los tiempos.
En tiempos modernos, la
valkiria más destacable, versiones operísticas al margen, ha sido Valkiria
Mitford, la quinta de las seis famosas y aristócratas chicas Mitford, esas
celebrities avant la lettre que parecen salidas de la pluma de Evelyn Waugh o
Noël Coward y que, en los años treinta, y después, cautivaron la imaginación de
los británicos como representación de la más puesta clase alta de su país.
Hermana de las célebres Nancy, Diana y Deborah (que se convirtió en duquesa de
Devonshire y fue muy amiga y correspondiente de Patrick Leigh Fermor, a su vez
amigo mío, lo que me daría una entrada directa con las Mitford, si no fuera
porque están ya todas muertas), Unity Valkyrie Freeman-Mitford (1914-1948) -ese
era su nombre completo- pareció destinada desde su bautizo, e incluso antes,
pues sus padres decían que la habían concebido en la población de Swastika,
Ontario, a liarla parda.
Y así lo hizo: presa desde
niña de una germanofilia de aúpa, Valkiria (el nombre vino de la amistad de su
abuelo con Wagner) se convirtió en una nazi redomada, de un furibundo
antisemitismo, y consiguió con veinte añitos no solo llegar a conocer a Hitler
sino a entrar a formar parte de su núcleo íntimo de amistades, un grupillo
detestable en el que desde luego no desentonaba (no dudaba en denunciar a quien
cuestionaba al régimen y se instaló en un piso requisado a un matrimonio judío,
redecorándolo mientras ellos estaban aún recogiendo sus cosas). El infame
Julius Streicher la dejaba hablar en sus mítines y escribir en su periódico
antisemita. Eva Braun le tenía celos.
Yo pensaba que la joven
británica, a la que llamaban Bobo, no era más que una excéntrica rebelde, naíf,
con poco seso e incluso grave inestabilidad psicológica, que perseguía con su
comportamiento de niña bien mala darse notoriedad y escandalizar a su familia y
a la sociedad británica (hacía el saludo nazi y gritaba “¡Heil Hitler!” hasta
en Chelsea, y afirmaba en público que había que disparar a los judíos). Es
verdad que la chica, la oveja negra de las Mitford -aunque resultaron ser unas
cuantas-, estuvo muy próxima a Hitler, al que trataba de tú, y que este la
apreciaba (a su singular manera de apreciar) y le puso piso, pero me parecía
que había mucho de fantasía en lo que contaba de su experiencia, y en lo que se
contaba de ella. Tenía a Unity por una valkiria de vía estrecha, vamos.
Sin embargo, tras leer la
biografía Hitler’s Valkyrie, the uncensored biography of Unity Mitford (The
History Press), del escritor, periodista y director de documentales David R. L.
Litchfield, me he quedado patidifuso. El autor, que tuvo acceso a nueva
documentación, en parte por razones familiares al haber conocido bien su madre
y su abuela a Unity, traza un retrato absolutamente distinto del que yo me
había formado de la joven. Mucho más interesante, sin duda.
Unity Mitford con Fritz
Stadelmann, ayudante de Hitler, en Berlín en 1933. GETTY IMAGES
Explica que de tonta, Unity
ni un pelo, e inocente -era una ávida lectora de Blake y tenía un talento
sobresaliente para dibujar figuras desnudas copulando (decía que eran “ángeles
caídos”)-, menos. De hecho, abre su biografía, dotada de unas estimulantes mala
leche e ironía dignas de Truman Capote o de Terenci Moix, y muy bien escrita,
con la descripción de una de las orgías que, sostiene, se montaba la valkiria
con miembros de las SS, a los que denominaba, familiarmente, storms por
Sturmführers, jefes de asalto (!). Litchfield explica cómo Unity lleva a seis
SS a su apartamento en el Múnich de preguerra y tras dejar que la aten a la
cama rodeada de banderas nazis y le venden los ojos con un brazalete con la
cruz gamada, se deja tomar por la escuadra mientras en el gramófono suena el
Horst Wessel Lied, el himno icónico nazi. Como se ve, de valkiria estrecha,
nada. Parece que estemos en los predios de Salón Kitty o Portero de noche, pero
Litchfield asegura que el cuadro erótico de "Sturms (sic) und Drang" que, señala, se repitió muchas veces, es
absolutamente real y que fue testigo la hermana de Unity, Diana (otra Mitford
parda: también admiraba a Hitler y se casó con Oswald Mosley, el líder del
partido nazi británico), que la habría pillado una vez in fraganti. Diana no
solo no le reprocharía nada a su hermana menor, sino que también habría tenido
amantes de las SS, “aunque de uno en uno”.
La promiscua valkiria, a la
que le gustaba uniformarse ella misma de negro, realizaría esos actos como una
especie de ceremonia mística de entrega por persona(s) interpuesta(s) a su
adorado Führer, Adolf Hitler. El biógrafo afirma que el propio Hitler sabía de
esas fiestas con final feliz y se las tomaba como un excitante cumplido.
Siempre se ha debatido si Hitler y Unity, que tenía un aspecto de recia y
sanota doncella aria de ojos azulísimos, de las que le gustaban al líder nazi,
pasaron a mayores (incluso se les acreditó un hijo que hoy correría por
Inglaterra). Lichfield no lo cree y opina que la relación se mantuvo en el ámbito
de lo platónico-morboso por ambos lados. Para Unity, que veneraba a Hitler, era
prácticamente imposible consumar con el que tenía por una divinidad. Mientras
que Hitler, aunque le ponían las aristócratas, era consciente de los problemas
políticos de hacérselo con una británica, por muy nazi que esta fuera –y menos
aún con una que se había llevado a la cama a la mitad del Leibstandarte SS-. Al
parecer, hubo sin embargo un momento en que Adolf decidió lanzarse: invitó a
Unity a una cita íntima en la cancillería y esta al llegar observó que su amado
Führer había dispuesto sobre una mesa una botella de champán.
Finalmente, la relación
habría entrado en lo más patológico y “necromántico” al desear ella morir por
él y Hitler convencerla de que su misión era hacerle de “valkiria personal”, y
esperarlo más allá de la muerte.
La aproximación de Unity a
Hitler, que no tuvo nada de banal ni de pose, fue minuciosamente planificada.
Tras caer rendida en el multitudinario congreso nazi en Núrenberg, en 1933, en
el que la familia Mitford tenía asientos VIP, como para otros parties del
partido, lo rondó durante meses en sus lugares favoritos, hasta que por fin él
la invitó a su mesa, en la Osteria Bavaria de Múnich, el 9 de febrero de 1935
(“el día más feliz de mi vida”, escribió ella), y empezaron la relación. Se
vieron al menos en 140 ocasiones, incluido, claro, el Festival de Bayreuth, al
que la invitó él, que tenía buenas entradas.
Unity finalmente se pegó un
tiro en la cabeza con una Walther de pequeño calibre, el 3 de septiembre de
1939 en el Englischer Garten de la capital bávara al enterarse de que Gran
Bretaña le había declarado la guerra a Alemania. Es curioso cuántas mujeres que
rodeaban a Hitler se dispararon: su sobrina Geli, Eva Braun, Magda Goebbels.
Unity Valkiria no murió (todo el episodio está rodeado de teorías
conspiratorias y rumores) y Hitler arregló que la trasladaran a su país, donde
vivió, incomprensiblemente sin ser juzgada por traidora, y ni siquiera
investigada, hasta su muerte en 1948, a causa de secuelas de la herida (no sin
antes haber seducido la chica a un piloto de la RAF). Parece que la trastornó
especialmente la noticia del suicidio de Hitler, al que sintió que le había
fallado como su valkiria.
Hay revelaciones en la
biografía que me han parecido bastante increíbles, como lo de que Unity perdió
la virginidad con su cuñado Mosley sobre una mesa de billar. Pero, desde luego,
es sugerente. Lo mejor es que Litchfield les pega un viaje de aquí te espero a
los tan esnobs Mitford, especialmente a la madre, Lady Redesdale -una bruja
maliciosa que, sostiene, ambicionaba casar a su hija con Hitler-, a los que
califica de “la familia fascista número uno de Gran Bretaña”. Asegura que Unity
no era una excepción (con Diana), como trataron de hacer creer, sino producto
de la forma de pensar de todos ellos (solo se salva la comunista Jessica, la
más joven), característica de la aristocracia británica de la época, cuyas
retoñas (y retoños) se pirraban por los uniformes de los nazis y lo que había
dentro. El antisemitismo era corriente en esa clase, como la idea de higiene
racial, aunque, apunta con característica sorna Litchfield, la esterilización
de los alcohólicos les habría parecido ir un poco lejos porque los hubiera
diezmado.
No es extraño que tras la
guerra se quisiera correr un velo de silencio y olvido sobre esa época, y
convertir a la valkiria en un patito ideológicamente feo y excéntrico, aunque
visto cómo marcaba el paso sería más acertado decir una oca.
PRACTICANDO LA AUTOASFIXIA
ERÓTICA CON EL HERMANO DE ‘EL PACIENTE INGLÉS’
Por la estupenda biografía
de John Bierman sobre Lászlo Almásy, el personaje real que inspiró la novela y
la película El paciente inglés, ya sabía de la relación íntima de Unity Mitford
con el hermano mayor del explorador, Janos Almásy, un tipo corrupto y compañero
de viaje de los nazis. Pero Litchfield descubre aspectos morbosos de esa
relación, como que la valkiria y el castellano de Burg Bernstein (la fortaleza
familiar en la frontera entre Austria y Hungría), reputado astrólogo y
satanista, oficiaban ritos nigrománticos en el castillo y se entregaban a
prácticas sadomasquistas, entre ellas la autoasfixia con un lazo de seda, que
Unity denominaba graciosamente “mis jadeos”. La joven británica habría conocido
a Janos a raíz de la amistad de este, bisexual, con su hermano Tom, otra joya
de los Mitford, también admirador de los nazis y que se negó a luchar contra
ellos en Europa, así que lo enviaron a pelear contra los japoneses (lo mató un
francotirador en Birmania). Habiendo visitado el castillo Bernstein, doy fe de
la extraña atmósfera que se respira –incluso tienen fantasmas acreditados- y de
la nutrida biblioteca ocultista. Desgraciadamente, estaba entonces más
interesado en el conde Almásy y sus experiencias en el desierto que en las
andanzas de su hermano y Unity. A saber qué secretos hubiera podido descubrir
aquella larga noche entre los muros de la casa de los Almásy, donde aún debían
resonar los jadeos de la valkiria.
https://elpais.com/cultura/2018/08/11/actualidad/1533993979_082940.html
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