Nueva York es un género
literario que se adapta al estado de ánimo del viajero, y que le acercan a
Truman Capote, Dorothy Parker, Andy Warhol, Tom Wolfe y a Woody Allen
MANUEL VICENT
Nueva York fue el lugar
donde a inicios del siglo XX se instalaron los nuevos dioses con sus modernos
cacharros, el automóvil Ford T, la radio, el cinematógrafo y el aeroplano, los
cuatro destinados a anular el tiempo y el espacio bajo la música de jazz y el
fervor del Martini seco, el trago que agitaba el barman como unas maracas
detrás de la barra. El alcohol prohibido por la Ley Seca era el espejo en el
que los escritores hermosos y malditos se miraban. Scott Fitzgerald era entre
todos el más guapo, el más borracho. Con los primeros dólares que le pagaron
por uno de sus cuentos en una revista de modas se compró unos pantalones
blancos de tres pliegues y un sombrero de ala blanda, dispuesto a comerse el
mundo que no era sino la aceituna verde que flotaba en la copa cónica de
ginebra con vermú y unas gotas de amargo de angostura.
Scott Fitzgerald, sobrio
o bebido, consiguió dotar de intensidad y consistencia a la pompa de jabón que
se estableció en el Nueva York, París y la Costa Azul de entreguerras dentro de
la cual bailaban y bebían criaturas vanas en fiestas que eran la cima de todos
los sueños. Más allá no había nada, salvo la derrota.
Existe un Nueva York de
Scott Fitzgerald y otro de Dorothy Parker, enhebrados con un mismo hilo del
alcohol del Martini seco. “Bebe y baila, ríe y miente, ama, toda la tumultuosa
noche, porque mañana habremos de morir”, había escrito Dorothy Parker, aunque
ella no conseguía morirse pese a haberlo intentando dos veces: una cortándose
las venas con una cuchilla de afeitar de su marido y otra con una sobredosis de
Veronal. Era la reina de un grupo de exquisitos y privilegiados intelectuales,
periodistas, críticos literarios y actores neoyorquinos que en los años veinte
tenía asiento en la Mesa Redonda del hotel Algonquin, en el 59 de la calle 44,
Oeste, en un almuerzo diario seguido de una tertulia hasta media tarde, donde
ella hizo famosa su lengua mordaz. Parker terminó por vivir allí en una suite
en la que sus amantes entraban y salían como si se tratara de una oficina de
Correos. No tanto sufrir como dejar de disfrutar, se decía viendo el final
reflejado en el fondo de la copa. “¿Qué va a tomar?”, le preguntó el camarero
de un garito. “No más catástrofes, por favor”, respondió ella.
Marilyn Monroe y Truman Capote bailan en el Morocco de Nueva York
en 1955. CORDON PRESS
Existe también el Nueva
York de Truman Capote, de Dashiell Hammett, de Andy Warhol, de Tom Wolfe, de
Woody Allen. Después de todo Nueva York es una ficción, un género literario que
se adapta a cualquier estado de ánimo del viajero. En 1979 se estrenó la
película Manhattan, en blanco y negro, con la que Woody Allen convenció a
muchos cuarentones de que aún podían enamorar a una adolescente como Mariel
Hemingway. Bien es cierto que en ninguna ciudad de España había un banco para
contemplar el atardecer sobre el puente de Brooklyn. Pero bastaba con soñar que
uno paseaba en Nueva York con un botellín de agua mineral y una manzana al lado
de una chica molona por Central Park, por una galería de arte del Soho, entrando
y saliendo en pequeñas tiendas de vitaminas y comida macrobiótica con una
música de swing al fondo.
Los viajeros más iniciados sabían que Woody Allen
tocaba el clarinete con unos amigos los lunes en el Michael’s Pub. Siempre
había alguien que juraba haberlo visto y escuchado allí en persona. A los demás
nos sucedía que, si de paso por Nueva York, te acercabas al 211 de la calle 55,
Oeste, y preguntabas por él, precisamente ese lunes Woody Allen no estaba, te
decía el conserje. El fracaso se repetía cuando años después el grupo se
trasladó al café del hotel Carlyle. Para compensar, no pude resistir la
tentación de tomarme un Martini en el River Café, como Woody, contemplando el
skyline de Manhattan. Era el rito ineludible que había que cumplir para ser moderno.
En cada viaje encontrabas
un Nueva York distinto, unas veces limpio, otras sucio, unas veces violento y
peligroso, otras seguro, sofisticado e íntimo. Recién llegado llamabas a los
amigos y en un restaurante de moda frente a una ensalada macrobiótica cada uno
se inventaba una experiencia neoyorquina distinta, galáctica o esotérica. Por
mi parte en uno de los viajes solo pude aportar a la mitología de Nueva York
que en el bar Polo del hotel Westbury donde me hospedaba había visto a Gregory
Peck tomándose un Martini mientras se tamborileaba con los dedos una rodilla. Y
en otra ocasión desde el hotel Chelsea vi salir de una alcantarilla a un hombre
rata. Poca cosa.
https://elpais.com/cultura/2018/08/18/actualidad/1534594072_051892.html
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