Existe un conflicto entre
el conjunto de edificios, calles y plazas (la 'ville') y la manera en que la
gente vive, transita y hace suya esa realidad física o construida desde su
experiencia cotidiana (la 'cité')
JOAN SUBIRATS
Las ciudades viven las
tensiones del cambio de época de manera cada vez más intensa. Y no siempre sus
estructuras urbanas, el diseño de sus calles y barrios, ayudan a que esas
tensiones se puedan encauzar creativamente. Es evidente que el conflicto es
inherente a la condición humana y las ciudades concentran mucha humanidad y,
por tanto, mucho conflicto. Cada ciudad vive de manera distinta la tensión
entre aquellos que la piensan desde su capacidad técnica, desde su saber
racional, y aquellos que sienten y viven la ciudad desde su experiencia
cotidiana. En su último libro, Richard Sennett plantea la tensión entre la
ciudad física o construida (lo que llama la ville) y la ciudad vivida (la
cité).Por un lado, el conjunto de edificios, calles y plazas; por otro, cómo
vive, transita y hace suya la gente esa realidad física. Y, en medio, esa
constante posibilidad de que lo que “es” pueda convivir con lo “inesperado”.
¿Pueden coexistir distintas
cités en una misma ville? Esa posibilidad es precisamente lo que ha hecho y
sigue haciendo atractiva la ciudad, a pesar de sus estrecheces. La complejidad
de la ciudad, la riqueza de sus interacciones le permiten ser siempre
cambiante, nueva. La complejidad enriquece la experiencia urbana, la
simplicidad restringe, reduce esa posibilidad. Si la perspectiva de las
llamadas smart cities es hacer las cosas más sencillas, más fáciles, quizás lo
que acabemos encontrando es una menor capacidad de innovación y creatividad. En
este sentido, las ambigüedades en los usos de cada espacio, la poca claridad en
la determinación de actividades o en el perfil específico de sus habitantes,
más que ser considerado un problema, debería valorarse como algo que abre
posibilidades, que alarga los espacios de maniobra en cualquier ciudad. Y no
digamos la merma de vínculos que puede suponer la erosión de la función de
intermediación que realizan los comercios de proximidad debido a la conexión
directa, cada vez más frecuente, entre productores y consumidor final.
Sennett nos habla de un
“urbanismo modesto”, capaz de hacer ciudad sin que se limite la posibilidad de
que esa ciudad contenga distintos proyectos. Una ciudad positivamente ambigua,
moldeable, cambiante. Más Cerdà que Haussman. Más Jacobs que Le Corbusier. Una
ciudad diseñada no solo por los que saben cómo hacerlo, sino también que cuente
con los que en ella viven, los que la discuten, los que resisten y se enfrentan
a sus problemas y conflictos. Lo que está en juego en cualquier ciudad es la capacidad
de que lo “construido” acabe siendo “habitado”. Vivido y sentido como propio
por los que allí acaban residiendo. Un tema especialmente complicado cuando lo
que se está haciendo en muchos casos es afrontar los problemas de vivienda
construyendo ciudades de la nada (en China, en México… o antes en Francia con
los complejos HLM) que luego presentan dificultades para incorporar vínculos,
lazos, complejidades propias del “habitar”.
La complejidad de la
ciudad, la riqueza de sus interacciones le permite ser siempre cambiante, nueva
Es frente a este tipo de
desafíos cuando la posición de Jane Jacobs defendiendo la vitalidad y densidad
vital propia de barrios consolidados a los que ella se refería puede parecer
ingenua o fuera de lugar. Las ciudades pulpo (Joan Clos, dixit), cuya
construcción viene determinada por las infraestructuras y vías rápidas que
conectan sus distintos núcleos, son pensadas en los despachos y construidas en
un abrir y cerrar de ojos, pero ello las aleja de las fortalezas que Jacobs señalaba.
Lo cierto es que en ese tipo de operaciones a gran escala se antepone la forma
a la función, y luego no hay quien genere de la nada función, vínculo, arraigo.
Los habitantes están ahí, la habitan, pero no la sienten como suya. No viven la
ciudad como su espacio.
No es fácil cerrar la
ciudad, blindarla a las diferencias, cuando precisamente lo que ha
caracterizado a la ciudad es la confusión y la convivencia de personas,
talantes y sentidos vitales de todo tipo. Pero, precisamente, lo que vemos ahora
y de manera relevante en distintas partes del mundo es el rechazo al otro. Un
otro que puede empezar siendo el extranjero, pero puede llegar a ser el vecino.
La ciudad puede permitir que extraños vivan juntos sin necesidad de coincidir
en tradiciones, costumbres o credos, pero sí en el hecho de que comparten
espacio. Si pretendemos simplificar, aclarar esos espacios urbanos, lo que
podemos acabar encontrando es precisamente la exclusión de los otros.
Simplificar quiere decir aquí homogeneizar tipos de habitantes, segmentar usos,
unificar formas urbanas. El aislamiento (de cada quién o de los que son como
tú) permite evitar el desorden de la mezcla, pero comporta el aislamiento. Te
escapas de los problemas éticos que comporta la convivencia, aislando, separando,
excluyendo. La ciudad ha permitido históricamente convivir basándose en una
cierta amabilidad superficial. Es una forma de convivir con los demás sin que
sea preciso confiar en ellos. Lo que Emmanuel Lévinas caracterizaba como “la
vecindad de los extraños”. Entre la indiferencia y los vínculos comunitarios,
la ciudad ofrece estadios intermedios de relación que siguen siendo necesarios.
La ‘cité’ implica
sociabilidad, y conlleva una cierta capacidad de compromiso emocional con el
conjunto
La ciudad requiere vivirla,
sentirla, descubrirla. Un migrante que llega a la que será su nueva ciudad
tiene experiencias vitales en ella, pero aún no tiene experiencia de ciudad. La
diferencia es que los que tienen experiencia de ciudad son capaces de
mantenerse abiertos a nuevas eventualidades sin que ello implique perder el
control de dónde están, de quiénes son (en la ciudad). Una ciudad abierta es
una ciudad que permite que pasen cosas simultáneamente, más bazar que catedral.
Una ciudad que no pierda puntos de referencia, identidad propia, pero al mismo
tiempo porosa, capaz de absorber sin cambiar de forma. Una ciudad siempre
incompleta y, por tanto, capaz de adaptarse (como trata de hacer Barcelona con
las supermanzanas), permitiendo que se mantenga su capacidad de explorar nuevas
posibilidades.
La perspectiva de Sennett
nos sitúa en una ciudad que es abierta porque es capaz de reinventarse.
Innovadora porque acepta los conflictos que genera la densidad de sus
interacciones no programadas. Una ciudad que coproducen sus habitantes. Una
cooperación que no tiene por qué implicar intimidad o compartir a fondo valores
o perspectivas. Compartir ciudad, compartir la construcción permanente de la
ciudad, no obliga a la intimidad entre sus habitantes. Hacer cosas juntos sin
que necesariamente estemos siempre juntos. La cité implica sociabilidad y
conlleva una cierta capacidad de compromiso emocional con el conjunto,
aceptando las interdependencias, más allá de la impersonalidad, pero sin
necesariamente comprometerse tanto como en la lógica de comunidad.
Esa ciudad abierta ha de
saber mantener la capacidad de solidarizarse con los que lo pasan mal. Si no
puedes identificarte con alguien que padece, no sientes la necesidad de cuidar
de él. Seré extraño a quien permanezco extraño. Hacer lo justo en cada caso
permite un menor grado de identificación específica y refuerza la necesidad de
una ciudad justa. Caminar por esa ciudad abierta a la que nos invita Sennett
resulta prometedor y sugerente, pero es también un ejercicio exigente. No habrá
ciudades abiertas sin ciudadanos implicados, nos advierte. Una cultura de
ciudad nos permitirá defender nuestra concepción de ciudad vivida (cité). Y una
ciudad que ponga el acento en la cultura evitará que la ciudad construida
(ville) acabe siendo un lugar en el que solo algunos puedan vivir con plenitud.
https://elpais.com/elpais/2018/10/17/opinion/1539773083_417226.html
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