SERGIO C. FANJUL
Hace no tanto tiempo los
monarcas y los nobles se preocupaban por mantener una piel tersa y traslúcida
para que, a través de la epidermis, se transparentara el fulgor de la sangre
azul, prueba irrefutable de su posición privilegiada.
Ahora se lleva más irse a
la playa a churrascarse al sol (o, en su defecto, a los rayos UVA), a pesar de
los riesgos melanómicos, para mostrarse más lozano después de unas merecidas
vacaciones. Antes el moreno era cosa de labriegos, que trabajaban de sol a sol
en el arado, o de rudos marineros, que curtían su piel a base de brisa, fotones
y salitre.
Demostrar el estatus ha
sido una obsesión eterna del ser humano, desde los incas que deformaban su
cabeza como un huevo o las empolvadas pelucas del XVIII, a los pelucos Rolex a
bordo de cochazo propios de los nuevos ricos. El hipotético buen gusto a la
hora de elegir vecindarios, restaurantes, ropa o productos culturales ha sido
en los últimos tiempos otra forma de distinción, aunque no se nade en la
abundancia: la clase social no solo depende de los ingresos.
Los pobres, tal como está
montada la cosa social, aporofóbica, no tienen mucho de lo que presumir, aunque
sí tienen que demostrar mucho que tienen poquísimo, según informó el compañero
Juan Diego Quesada hace unos días en esta misma sección. A los pobres de
solemnidad, es decir, a los mendigos que piden limosna en las aceras, se les
pide una declaración jurada de sus ingresos para descontarlos de la Renta
Mínima de Inserción de la Comunidad de Madrid, que sale a unos 400 eurillos
mensuales, no vaya a ser que se harten de cava y ostras.
De alguna manera, se
considera la mendicidad un trabajo en vez de una desgracia: al fin y al cabo,
muchos de los trabajos generados por la nueva economía son tan precarios como
pedir a la puerta de misa. Me imagino a los mendigos haciendo recibos a sus
donantes de confianza y contratando a un gestor que les lleve todo el papeleo, cual
contemporáneos trabajadores freelance.
Quién sabe si en un futuro
distópico tendrán que pagar cuota de autónomos: hoy en día, nos dicen, todos
somos empresarios de nosotros mismos y pedir unas monedillas en las calles
madrileñas (o de Silicon Valley) también puede ser visto como una señal de
emprendimiento: para eso no vale cualquiera. Pensamiento managerial con
harapos. Visto así, no se sabe si se dignifica la mendicidad o se devalúa el
trabajo.
Las asociaciones del ramo
dicen que, más bien, se fiscaliza a los pobres. Vamos hacia una sociedad de
ganadores y perdedores absolutos, que premia extraordinariamente a los que más
tienen y pisotea sistemáticamente a los que están en el arroyo.
https://elpais.com/ccaa/2018/10/09/madrid/1539080365_079447.html
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