El comisario europeo de
Economía conoce de primera mano los sufrimientos provocados por la deriva
autoritaria
BERNARDO DE MIGUEL
Pierre Moscovici, este
martes en Estrasburgo. VINCENT KESSLER REUTERS
"Un cretino, un
provocador y un fascista. Y puedo añadir otros adjetivos".
La jerga
inescrutable de Bruselas ha adquirido esta semana una claridad desconocida por
boca del comisario europeo de Economía, Pierre Moscovici (París, 1957). El
veterano político francés cargaba sin demasiados eufemismos contra el
eurodiputado italiano de Liga que el pasado martes restregó su zapato made in
Italy por encima de los papeles de la Comisión Europea en plena sede del
Parlamento Europeo. La simbólica ofensa se producía minutos después de que la
Comisión Europea rechazase el proyecto de Presupuestos presentado por el
Gobierno de coalición entre 5 Estrellas y la Liga por considerarlo incompatible
con las normas comunitarias. Una decisión sin precedentes seguida por una
barrabasada inaudita y rematada por una tormenta en las redes sociales a favor
y en contra de Moscovici.
A sus 61 años, Moscovici
disfruta este zambullido de fama digital con una emoción casi adolescente,
fruto de dos rasgos que quienes le han tratado consideran prominentes: un
cierto egocentrismo que no encaja mal con la vida pública en la que se embarcó
hace cuatro décadas (de la mano del socialista francés Lionel Jospin, que
llegaría a ser primer ministro) y una capacidad para mantener la vitalidad por
detrás del calendario. Hace solo cinco meses ha sido padre por primera vez tras
casarse en 2015 con Marine Charlie Pacquot, 22 años menor que él. El niño se
llama Joseph, un nombre que apunta con precisión a los orígenes de la familia
Moscovici.
Moscovici, el hijo del
refugiado que ajusta cuentas con Salvini Pierre Moscovici: “España no es
Italia, tiene un Gobierno que cumple las reglas”
Y es que al hijo de un
refugiado judío que escapó por poco de la persecución fascista en Rumania le ha
tocado la responsabilidad de enfrentarse al Gobierno italiano, dominado por un
ultraderechista, Matteo Salvini, que ha negado la entrada en puerto a los
barcos con migrantes rescatados en altamar. Migración y xenofobia se han
cruzado muchas veces en la historia de Europa. A menudo, de manera estrepitosa.
Y en el actual torbellino de esas dos corrientes, el choque institucional entre
Moscovici y Salvini se anuncia como un verdadero ajuste de cuentas. Y no solo
presupuestarias.
El francés afronta la
batalla a sabiendas de que otros gobiernos ultracatólicos o ultranacionalistas,
como los de Hungría y Polonia, aguardan una victoria de Salvini que les abra el
camino hacia una Europa monocromática, cristiana y dudosamente democrática.
Justo lo contrario de lo que representa la trayectoria de Moscovici. "No
nos engañemos. Quienes invocan sin cesar la exclusividad de las raíces
cristianas de Europa son a menudo los herederos de corrientes políticas que
antes querían una Europa sin judíos y ahora quieren una sin musulmanes",
acusaba Moscovici en un artículo publicado en plena crisis europea de
refugiados.
Moscovici conoce de primera
mano los sufrimientos provocados por las derivas autoritarias. Su padre, el
eminente antropólogo y sociólogo francés Serge Moscovici, fue expulsado del
instituto en su país natal, Rumania, por las leyes antisemitas de 1934. Logró
escapar de Bucarest justo antes del gran pogromo de 1941 y tras siete años de
éxodo llegó a París. En Francia estudió con una "beca para
refugiados", primer peldaño que le llevó hasta lo más alto de las Ciencias
Sociales en su patria de acogida.
La madre del comisario
también procedía del Este. Famosa psicoanalista, Marie Bromberg era de origen
polaco. Moscovici vivió con ella tras el divorcio de la pareja. La muerte de
ambos se produjo tras la llegada de Moscovici a la Comisión Europea, en
noviembre de 2014. Y como con tantas otras circunstancias personales, el
comisario apenas ha dejado traslucir emociones durante su labor profesional.
Discreto y reservado, quienes le han tratado en la arena política aseguran que
es reacio a mezclar los sentimientos con los expedientes y que prácticamente
nunca comenta nada personal en los recesos de las reuniones de trabajo.
Su perfil político también
se ha mantenido siempre un poco por detrás de sus aparentes posibilidades. Ha
llegado muy alto (ministro de Finanzas y de Asuntos Europeos, diputado nacional
y europeo, comisario europeo...), pero siempre se le ha resistido la cima. Se
le escapó la secretaría general del Partido Socialista. Soñó con la presidencia
de la República, pero al final se limitó a apoyar a Dominique Strauss-Kahn,
primero, y a François Hollande, después. Y hasta hace solo unas semanas
esperaba convertirse en el candidato de los socialistas europeos a la
presidencia de la Comisión Europea en 2019, pero acaba de renunciar porque ni
siquiera tiene el apoyo claro de su partido en Francia.
Se define como "de
izquierdas, de centro izquierdas, más bien", en una reorientación que cada
vez parece aproximarle más a La República en Marcha de Emmanuel Macron. Animal
político hasta la médula, su futuro parece muy abierto cuando concluya el
mandato en Bruselas (noviembre de 2019). El paso hacia el movimiento de Macron
parece difícil para una persona con tradición familiar y personal de izquierdas
(de joven perteneció a la Liga Comunista Revolucionaria), pero no oculta su
intención de seguir desempeñando un papel importante en la política francesa y
europea. La reciente paternidad, ha reconocido, añade otra dimensión al combate
político que quiere librar contra los populismos y los nacionalismos,
encarnados por figuras como Salvini, el húngaro Viktor Orbán o el polaco
Jaroslaw Kaczynski. "Tengo que demostrar a mi hijo que podemos dejarle un
mundo mejor", aseguró en una entrevista en una declaración tan
inesperadamente personal que sorprendió a propios y extraños.
En Bruselas le acompaña un
halo de persona dura y exigente en las relaciones laborales. Y una fama de buen
comunicador que, para envidia de otros oradores, le hace prácticamente inmune a
los patinazos verbales que puede sufrir cualquier político. Se ha curtido junto
a los grandes de la política francesa de final del siglo XX (desde François
Mitterrand, hacia quien mantiene una actitud crítica, a Jacques Chirac, durante
el período de cohabitación de la presidencia conservadora con el Gobierno
socialista). Y en Bruselas ha protagonizado buena parte del siglo XXI, con
destacada presencia en la redacción del frustrado Tratado Constitucional y como
comisario de Economía en algunos de los momentos más críticos de la crisis de
la zona euro. En las lides con Grecia cosechó uno de sus mayores enemigos
recientes: Yanis Varoufakis. El exministro griego de Finanzas le acusó de
intentar congraciarse con Atenas y al mismo tiempo plegarse las directrices de
Berlín.
Moscovici encaja con
aparente indiferencia críticas como las de Varoufakis. Y se le atribuye una
sangre fría y una cara de póker que ni las más exaltadas reuniones del
Eurogrupo (ministros de Economía de la zona euro) han logrado alterar. Las
reuniones oficiales le han llevado de una punta a otra de Europa y de los
cincos continentes. Y a pesar de la agenda, procura sacar tiempo para conocer
los lugares más destacados de la ciudad que visita. Empedernido lector, su
formación pasó por la Universidad de Ciencias Políticas y por la inevitable
Escuela Nacional de Administración (ENA). Se declara aficionado al esquí y al
surf. Y sus gustos musicales apuntan al rock, con David Bowie y Eric Clapton
entre los sonidos de cabecera. A un año de concluir su mandato en Bruselas, le
gustaría legar a su hijo una Europa laica, multicultural y diversa. Pero
empieza a temer que Joseph no vea su ideal de continente si las botas de "cretinos"
y "fascistas" pisotean los valores fundamentales de la UE.
https://elpais.com/internacional/2018/10/27/actualidad/1540656032_637731.html
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