EKATERINA SEMENCHUK, MEZZOSOPRANO
PIANO: SEMJON SKIGIN
Programa
Nikolái Rimski-Kórsakov (1844-1908)
De lo que sueño en la
tranquila noche, op. 40, nº 3 (1897)
Las nubes comienzan a
abrirse, op. 42, nº 3 (1897)
El ruiseñor esclavo de la
rosa, op. 2, nº 2 (1865/66)
La alondra canta más
fuerte, op. 43, nº 1 (1897)
César Cui (1835-1918)
Rocé una flor, op. 49, nº 1
(1889/92)
Al oír los horrores de la
guerra, op. 62, nº 4 (1902)
La estatua de Tsarskoye
Selo, op. 57, nº 17 (1899)
Mili Balákirev (1837-1910)
¡Abrázame, bésame!, 20
canciones, nº 2 (1858)
Cuando oigo tu voz, 20
canciones, nº 18 (1863)
Le amaba, 10 canciones, nº
5 (1895/96)
Aleksandr Borodin (1833-1887)
En casa de unos tipos
(1881)
Modest Músorgski (1839-1881)
Olvidado (1874)
Jopak (1866)
Pausa
Piotr Ilich Chaikovski (1840-1893)
Una lágrima se estremece,
op. 6, nº 4 (1869)
Olvidar tan pronto (1870)*
Los fuegos en los cuartos,
op. 63, nº 5 (1866/67)
Nadie sino el corazón
solitario, op. 6, nº 6 (1869)
Era al principio de la
primavera, op. 38, nº 2 (1878)
El terrible momento, op.
28, nº 6 (1875)
Noches de insomnio, op. 60,
nº 6 (1886)
Muerte, op. 57, nº 5 (1884)
Juntos nos sentamos, op.
73, nº 1 (1893)
¿Reina el día? op. 47, nº 6
(1880)
*“Olvidar tan pronto, ¡Dios mío!
Toda la felicidad de la vida pasada!” (Traducción de los textos, Amelia Serraller Calvo)
Como anuncian desde el
Teatro de la Zarzuela, “De la coloreada escritura de Rimski a la sensual pátina
de Chaikovski pasando por la severa concentración de Músorgski, el toque
descriptivo de Borodin y las viñetas populares de Cui o Balákirev. Para cantar
tan rica música, la oscura, prieta, rotunda y contundente voz de Ekaterina
Semenchuk, una mezzo de grandes hechuras, de expresividad muy directa, de
probada autenticidad, con la que colabora el pianista Semjon Skigin”. Una
información detalladísima y muy didáctica se completa con el programa de mano
de Cristina Aguilar.
Este concierto ha sido
dedicado al conocido grupo nacionalista ruso, y a Chaikovski. Este grupo de creadores,
reunidos en torno a Balákirev incluía a Cuí, Músorgski, Rimski-Kórsakov y
Borodín —los cinco que se reconocen como «el grupo de los cinco» o también, «el
gran puñado»-. Gerald Abraham sugirió en el Grove Dictionary of Music que ellos
nunca se dieron ese apelativo a sí mismos, ni fueron llamados en Rusia «Los
Cinco», aunque no es raro encontrar su equivalente en ruso «Пятёркa» («Piatiorka»).
En sus Memorias, Rimski-Kórsakov habla del grupo como «el círculo de Balákirev»
y utiliza, poco, «El Gran Puñado», a veces con un tono despectivo.
Gran velada pues de música
rusa, con dos músicos de primera fila. El pianista, Semjon Skigin, completamente
volcado al servicio de una cantante exultante de vida, con una voz fresca,
reluciente, espléndida, que sin embargo no pierde su cuidada y encuadrada
condición de acompañante.
Efectivamente, Ekaterina
Semenchuk es una diva en ciernes, todo llega, a la manera de las que brotaron
de ese manantial incansable de talento que es la constelación del Teatro
Mariinsky y su factotum, Valery Gergiev. Como Anna Netrebko u Olga Borodina,
gracias a la dedicación de la Academia del mencionado teatro de San
Petersburgo.
Semenchuk por lo tanto,
realizó actuaciones con Larissa Gergieva, hermana del maestro homónimo y se
presenta a sí misma como una personalidad fogosa y fina. El recital, de hecho,
estuvo envuelto en su apasionamiento y entrega, a menudo nimbado por una
galaxia de ensoñación, nostalgia y ternura.
La mezzosoprano rusa tiene
un instrumento oscuro con una tesitura que le permite exhibir un registro grave
sorprendente, amaderada y nocturnal y unos agudos fáciles y elegantes, que
salen solos, con una línea de canto destacada. Un fiato que esconde una
respiración que no se puede percibir entre las entretelas de un escote de su
traje negro y dorado, de un raso sedoso y ancestral, como si se hubiera vestido
con galas del pasado imperial de los zares. Largo, suntuoso, y unas sandalias.
La performance de Semenchuk
es sentida, lírica, de una gran amplitud e interpretación escénica, en la
verdadera tradición de su país, con la fluidez de una voz de pecho que resuena
e invade el escenario y la sala como si fuera un inmenso samovar vocal.
Todas estas capacidades son
las que facilitan que un público, que en su gran mayoría no comprende el ruso y
tiene que guiarse por los sobretítulos del teatro, pueda seguir sus devaneos
escénicos, y acceder a los textos, dulces y en general, llenos de tristeza. Eros
y Tánatos, también hay tiempo para la exaltación y el casi galope teatral, como
en Jopak, de Músogorski, que cierra la primera parte con un brío y un
entusiasmo contagiosos.
La velada se clausuró con
varios encore, como una tonadilla dramática de Granados, un tema ruso, la Perichole de Offenbach, siguiendo la línea
chispeante y vividora, las Canciones que me enseñó mi madre de Dvorak o la Habanera de Carmen. Clásicos desconocidos,
enmarcados en partituras vividas por todos.
Solo faltó la resonancia de
un Steinway en el escenario, incomparable, pero la cantante rusa, venida de las
lejanas tierras del este, esas que llenan de ensoñaciones y aventuras nuestro
imaginario colectivo occidental, más abarcable y pautado, por conocido, suplió
con creces los armónicos maravillosos como una matrioska generosa y frutal.
Alicia Perris
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