MARTA SANZ
Un mendigo duerme
junto a una entidad bancaria en Madrid.
SAMUEL SÁNCHEZ
Como soy una mujer optimista, no me queda más remedio que defender
el pensamiento negativo. Antítesis, dialéctica, una alegría no tan loca, basada
en la destrucción sistemática de los vídeos de bebés supergraciosos y del
oficio de coach —lo escribo en inglés porque el oficio lo merece—. La
resiliencia, entendida como capacidad de adaptación al cambio traumático, es un
mantra del pensamiento dominante. Si no eres resiliente, eres una loca, una
cascarrabias, una tocapelotas.
La habilidad para superar crisis afectivas —muerte, desamor— se
traslada a la medicina, la educación o el empleo, y convierte a cada individuo
en alguien culpable: somos culpables de la crisis o de no haber luchado para
vencer una enfermedad. De permanecer en el paro, porque se te nota en la cara
que estás hasta los ovarios. Para explicar la resiliencia y su nube conceptual
—flexibilidad, elasticidad, adaptabilidad, maleabilidad, disponibilidad para
viajar, pluriempleo— se utiliza la metáfora de la forma del agua. Bruce Lee,
actor-karateka, filósofo-publicista, muerto prematuro, sonríe: “Sé agua, amigo
mío”. Porque el agua adopta la forma del cántaro que va a la fuente y no se
rompe. Polimórfica e inalterable, llena cantimploras y botellas. Pero ¿qué pasa
si la vasijita que contiene el agua resiliente es horrible? Si no me gusta la
vasijita en la que vivo, el mandato de mi felicidad me obliga a romperla o a
pegarle martillazos hasta se adapte a mis necesidades. Sin embargo, se nos
canta que la vasijita no se puede cambiar y, entonces, somos nosotras quienes
debemos hacerlo. En esa imposibilidad de cambios estructurales se sitúa tal vez
el olvido repentino de un impuesto a la banca. Ante lo inmutable, he de ser
resiliente. Pero me resisto a la crisis como oportunidad y al adiestramiento de
los corazones. Me quejo porque el cinturón me aprieta y porque miro más allá de
mi cintura. Reivindico un impuesto a la banca y el fin del terrorismo
energético. Y no. No voy a hacer más yoga.
Como soy una mujer optimista, y ya que hablamos de botellas, la veo
medio vacía. Aunque me aseguren que está medio llena, lo urgente es llenar lo
que falta. Para alcanzar la felicidad. Hay quien enfoca una calle de Madrid y
ve los bares de bote en bote. Yo veo un mendigo que duerme en un cajero. Hay
quien se jacta de que los inmigrantes han entrado en el mundo hipotecario. Yo
veo camas calientes. Medimos nuestros niveles de indignación frente a la
ignominia. Decidir lo que se ve es un problema cuantitativo, pero también
cualitativo. Como soy una mujer optimista, me puedo permitir no cerrar los ojos
y practicar una tolerancia cero hacia las distintas modalidades de
analfabetismo y hambre en el Primero, Segundo y Tercer Mundo. Tolerancia cero
frente a los que convierten en pobres a los pobres. Si fuese una mujer triste,
no querría que nada arañase el espejismo de mi felicidad. Como soy optimista,
llevaría a mis descendientes a un colegio público en el que los educaran, no
para la resiliencia y para ahormarse a las necesidades del mercado laboral,
sino a uno en que les enseñasen música dodecafónica, latín, griego, filosofía,
una historia que no ha terminado, juegos del lenguaje, baile, caligrafía,
ciencias naturales y del cuerpo, dibujo artístico, destrezas memorísticas, a
contar con los dedos y, sobre todo, a construir su sentido crítico y su alegría
pinchando globos de agua y rompiendo vasijitas feas en todas las clases de
trabajos manuales.
https://elpais.com/elpais/2018/10/02/opinion/1538468575_573849.html
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