Tubo exterior del Centro
Pompidou de París.
Manuel Braun
Los museos nos parecen con
frecuencia establecimientos abstraídos del tiempo que sucede fuera de ellos;
preservan una cultura ya transcurrida, perpetúan para el visitante un pasado.
La misma definición canónica de museo dice de él que es una institución
“permanente”, esto es virtualmente eterna, fuera del tiempo. Pero nada más
lejos de la realidad. Los museos, artefactos modernos, se transforman
permanentemente y hasta se diría que son agentes aventajados del cambio social.
Ningún otro episodio de la
Revolución Rusa tuvo mayor significación que la toma del palacio de Invierno
hace ahora casi un siglo, por la que los bolcheviques se hacían con el
Ermitage. La nacionalización del Museo del Prado se distinguió como signo
eminente de la revolución de 1868. La apertura del Louvre como museo público
tuvo lugar en 1793, poco después de la ejecución del depuesto Luis XVI.
Suponíamos que las revoluciones se hacían en cualquier lugar, excepto en los
museos, y la realidad histórica nos dice, por el contrario, que en sus espacios
ocurren cambios decisivos, a los que se prestan con la mayor fuerza simbólica.
Un constructo insurrecto a este propósito fue el que se inauguró hace ahora 40
años, el 31 de enero de 1977, con el nombre de Centre Georges Pompidou en
París. El edificio concebido por Renzo Piano y el high tech Richard Rogers no
guardaba ningún parecido reconocible con la arquitectura de museos precedentes.
El aspecto maquinal de esa construcción, andamio del devenir, instalación
hiperbólica de la mecánica productiva, fantasía naif de una fábrica de la
cultura, rompía con todos los esquemas conocidos en la edificación de museos
hasta la fecha. El entonces joven Renzo Piano, pródigo después en la edificación
de museos merecidamente célebres, como el de la colección Menil en Houston y la
Fundación Beyeler en Basilea, realizaba una ópera prima cuya incidencia en el
presente y en el futuro fue literalmente proverbial.
Inmediatamente después de
abrirse al público tamaña novedad apareció el escrito de Jean Baudrillard El
efecto Beaubourg, para denunciar la consagración del museo como espacio
predispuesto a dar rienda suelta a la cultura de masas y albergar un puro
simulacro como modelo de civilización. Quien lea el ensayo de Baudrillard
percibirá en su descuidada e insatisfecha escritura el apremio de una
sensibilidad cultural agraviada por el artefacto erigido en el Marais de París
contra todo pronóstico. Y de mil maneras secundaron otros los cargos de Baudrillard
contra el Beaubourg. Con mayor radicalidad lo había hecho ya en 1976 el relato
utópico del sociólogo libertario Albert Meister Beaubourg, una utopía
subterránea. Y con mayor amplitud, ya con datos para un balance de lo
acontecido, mucho después, en 2009, lo haría Stefania Zuliani en el ensayo
Efecto museo, cuyo objeto no era ya solo el Beaubourg, sino el museo mismo como
agente de perversión de la cultura.
Más de 100 millones de
visitantes han disfrutado de sus colecciones y exposiciones en estas cuatro
décadas.
http://cultura.elpais.com/cultura/2017/01/30/babelia/1485774420_800534.html
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