Los museos modernos se
fundaron sobre la base de un ideal ilustrado: el valor universal de la
experiencia artística. Hay otras instituciones, con poco público, que han dado
lugar a una categoría separada del mercado, con sus propias ferias y subastas
TOMAS LLORENS
Había leído algo sobre
Naoshima, pero hasta el otoño pasado no me llegó un testimonio directo. Un
amigo me contó que se había quedado una noche allí. Naoshima es una pequeña
isla situada en el Mar Interior de Japón. Aunque está cerca de la costa, no es
fácil llegar en transporte público. Hay un pequeño hotel, el Benesse House
Museum, que es al mismo tiempo, como su nombre indica, un museo. Alberga obras
de Richard Long, Jasper Johns y Andy Warhol, entre otros artistas. No es el
único; tras él se han ido construido a lo largo de los años otros pequeños
museos, generalmente dedicados a un solo artista, a veces a una sola obra. El
mayor, llamado Chichu Art Museum, tiene tres espacios separados con obras de
Walter de María, James Turrell y Claude Monet, respectivamente. Los museos y el
hotel forman parte de un conjunto, el Benesse Art Site Naoshima, propiedad de
Benesse Holdings, una compañía privada dedicada a la venta de servicios
educativos y de asistencia social.
NICOLÁS AZNÁREZ
Mi amigo quedó
impresionado. El Chichu Art Museum está enterrado “para no interferir en la
relación entre hombre y naturaleza”. Carece de electricidad; las obras solo
pueden contemplarse con luz natural. Para entrar hay que descalzarse. En cada
uno de los espacios una geisha vestida de blanco da la bienvenida con una
inclinación silenciosa. Para un visitante que venga de ver la Mona Lisa en el
Louvre el contraste no puede ser más brutal.
La presencia de Walter de
María en Naoshima me trajo a la memoria la obra más famosa de este artista: una
instalación titulada Lightning Field realizada en 1977 por encargo de la Dia
Art Foundation. Consiste en un rectángulo del desierto de Nuevo México sembrado
de pararrayos. Solo se puede acceder allí durante seis meses al año. Hay que
reservar noche en un albergue construido en el desierto junto a la obra misma.
Tiene tres habitaciones.
Cuando mi amigo me contó su
noche en la isla de Naoshima yo estaba leyendo La secesión de los ricos, un
libro publicado el año pasado por Antonio Ariño y Juan Romero. La “secesión” a
la que se refiere el título es la de los principales agentes y beneficiarios
del proceso globalizador: “los ricos”. Constituyen una minoría cuya distancia,
económica y de todo tipo, respecto del resto de la población ha venido
creciendo vertiginosamente. Tanto como para suscitar entre “los ricos”
fantasías de “ruptura del contrato social”. Me llamó la atención que Benesse
Holdings hubiera elegido una isla para instalar su art site. Según Ariño y
Romero, las islas son figuras centrales en esas fantasías. “Peter Thiel,
cofundador de Pay Pal, sueña con vivir en aguas internacionales, libre de todo
control gubernamental. Este individualista libertario y especulador financia
generosamente The Seasteading Institute, que está proyectando una ciudad
flotante, que pueda situarse en aguas internacionales, en territorio sin ley,
goce de autonomía política y en la que se puedan experimentar nuevas formas de
gobernanza, eludiendo obviamente los impuestos de los actuales Estados”. Esos
propósitos pueden “parecer descabellados”, pero “deben tomarse en serio” ya que
“funcionan como metáforas de la autoseparación y secesión de los ricos.
Nuestras sociedades se están volviendo desiguales y con mayores barreras. Una
minoría se separa del resto por ingresos, riqueza, educación, ocupación,
residencia, orientación política y estilos de vida”.
El Chichu Art Museum está
enterrado para no interferir en la relación entre hombre y naturaleza
Y por sus museos, cabría
añadir. Los museos modernos, empezando por el Louvre, se fundaron sobre la base
de un ideal ilustrado: el valor universal de la experiencia artística. Un
pasaje de la novela de George Eliot Middlemarch, escrita en torno a 1870-1872,
ilustra elocuentemente sus implicaciones morales. Dorothea Brooke, que está
visitando Roma por primera vez, decide comprar unos camafeos antiguos como
regalo para su hermana. Lo hace con escrúpulos. “Me gustaría embellecer la vida
—quiero decir la vida de todo el mundo—. De modo que todo este gasto inmenso en
arte, que parece de algún modo ajeno a la vida y no mejora el mundo, me da
pena. Lo que me impide gozar de estas cosas es la conciencia de que la mayor
parte de la gente está excluida de ese goce”.
Los museos modernos, el
Louvre, el Prado o la National Gallery de Londres, nacieron para reducir esa
exclusión. La mayor preocupación de sus responsables (y la mayor dificultad de
su gestión) estriba en mejorar el número de sus visitantes, manteniendo o
mejorando al mismo tiempo la calidad de la experiencia que ofrecen. Pero junto
a ellos, o frente a ellos, han aparecido los llamados “museos de arte
contemporáneo”, un conjunto de instituciones que tienen poco público y dicen
ocuparse sobre todo de la experiencia artística en sí. Aunque comparten el
nombre de museos constituyen una especie aparte. Su distancia respecto de los
museos normales forma parte de una escisión más amplia que concierne al mercado
y que ha dado lugar a una categoría separada del mismo, con sus propias ferias
y sus secciones especializadas en las subastas. En líneas generales ambas
secesiones se gestaron en los años setenta del siglo pasado, básicamente en la
misma época en que se gestaba el proceso histórico que Ariño y Romero etiquetan
como “secesión de los ricos”.
Las preocupaciones del
Louvre o el Prado son los visitantes y la calidad de la experiencia
Esas dos secesiones, la de
los museos y la del mercado de arte contemporáneo, están interrelacionadas.
Según un estudio publicado en The Art Newspaper en 2015, un tercio de las
exposiciones organizadas por los principales museos norteamericanos de arte
contemporáneo entre 2007 y 2013 se centraron en artistas representados por
cinco galerías de Nueva York: Gagosian, Pace, Marian Goodman, Zwirner y Hauser
& Wirth. En el caso de los museos de Nueva York el porcentaje
correspondiente a esas cinco galerías alcanzó el 45%.
¿Cómo se ha originado esa
situación? Los relatos que circulan en el mundo del arte apuntan a una ruptura
que surgió en Nueva York en la década de los setenta como una rebelión contra
el pop art. La protagonizaban artistas críticos con el éxito comercial de esa
tendencia y que reclamaban el derecho de hacer un arte radicalmente indiferente
u hostil a las expectativas del público. Las galerías punteras no tardaron en
convertir esa hostilidad en una cualidad vendible, precisamente, como
privilegio de exclusividad. Representada por artistas como Carl André, Donald
Judd, Bruce Naumann, Robert Smithson, Richard Long, Walter de María o James Turrell,
esa tendencia se expandió hasta ocupar la totalidad de un espacio específico
que hoy se nos presenta genéricamente como “arte contemporáneo”. Visto desde la
perspectiva de sus cuatro décadas de existencia, su rasgo fundamental parece
ser la voluntad de contradecir radicalmente la reflexión de Dorothea Brooke en
Middlemarch: proponer como goce artístico precisamente la conciencia de que la
mayor parte de la gente está excluida de ese goce.
Tomàs Llorens es
historiador del arte y fue director del Reina Sofía (1988-1990).
http://elpais.com/elpais/2017/02/03/opinion/1486142484_013941.html
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