Jean-Marie charcot en una
de sus demostraciones fotografiado en 1885 por Sigmund Freud. GETT
Freud es el padre del
psicoanálisis, uno de los descubrimientos que marcaron el siglo XX. Pero hay un
Freud anterior al psicoanálisis.
ÁNGEL VIVAS
París, finales de 1885. Un
joven Sigmund Freud de 29 años está en la ciudad pasando unos meses de
vacaciones con una beca de estudio, y va a experimentar un auténtico
deslumbramiento. Viene de la que será la capital incontestada de la medicina
científica; Viena, pero en París reina una eminencia, el doctor Jean-Marie
Charcot, uno de los más grandes de la historia de Francia que oficia en el
histórico Hospital de la Salpêtrière. De la talla de Charcot y el respeto que
concita a su alrededor da idea el apodo con el que se le conoce: el Napoleón de
las neurosis. Esa es, en efecto, su especialidad, y el método que utiliza para
tratarlas es el de la hipnosis.
La técnica de la hipnosis
está en el ambiente en ese momento, aunque no todos la aceptan. Seis años
antes, un famoso hipnotizador, el danés Carl Hansen, ha pasado por Viena con un
espectáculo de hipnotismo que despierta gran expectación.
En esos primeros años 80 y
antes de llegar a París, el joven Sigmund es un brillante estudiante de
Medicina, de orígenes humildes, que ansía incorporarse a la alta sociedad en la
que abundan los judíos como él y, concretamente, los médicos. Un buen ejemplar
de esa casta es Josef Breuer, médico de esa alta sociedad y mentor del propio
Freud. Una noche de 1883, charlan el médico consagrado y el joven ambicioso en
casa de aquél. Breuer, con la soltura de la gente acomodada y el conocimiento
del cogollo social típico de su estatus, le habla a Freud de una conocida a la
que ha tratado. Y en la conversación salen a relucir secretos familiares,
problemas, enfermedades, historias personales complicadas, un oscuro mundo que
se agazapa tras la hermosa fachada de los triunfadores. Otra cosa curiosa es
que esa mujer, Bertha Pappenheim, muestra unos síntomas muy parecidos a los de
los hipnotizados por Hansen... pero sin que nadie la hipnotice. Breuer trata a
esa mujer con lo que él llama cura a través del habla, pidiéndole que le cuente
sus experiencias cuando está en trance.
Enfermedades de la mente,
cura a través del habla, secretos... Es como si las cartas de lo que más tarde
será el psicoanálisis se estuvieran desplegando sobre la mesa, esperando a
alguien que las recoja y las junte. Pero faltan todavía unos años para el gran
descubrimiento. Freud, de momento, está formándose, y está en París. Allí, lo
que ha podido conocer en Viena del hipnotizador danés y lo que ha escuchado a
su mentor Breuer, cobran un nuevo sesgo ante las prácticas del gran Charcot, el
maestro indiscutible de las enfermedades del sistema nervioso, que se ocupa de
una población de casi 5.000 enfermos. Charcot estudia especialmente la
histeria; y se interesa por la hipnosis, que le parece un fenómeno
específicamente histérico. La que él practica es una hipnosis científica, y a
sus demostraciones acuden la flor y nata de la medicina y de la sociedad
francesas: Alphonse Daudet, Mirabeau, Huysmans... Y Zola y Maupassant, que
buscan inspiración y documentación para sus obras; o Sarah Bernhardt, que
quiere aprender a representar la locura.
Freud está fascinado
(salpetrizado, dice el autor de este libro, el especialista Mikkel
Borch-Jacobsen). En una carta a su novia reconoce que Charcot, «un hombre cuya
inteligencia está cerca de la genialidad, está haciendo añicos mis ideas y mis
proyectos». Dice bien, porque se trata de sus ideas médicas y de sus proyectos
personales, su viejo deseo de ser parte de la rutilante sociedad que ha
conocido en Viena. Y en París, mientras absorbe como una esponja, se da cuenta
de que, siendo «médico de los nervios» como Charcot, se puede conseguir. «Freud
tira sus demás proyectos por la borda y se pone a las órdenes de Charcot»,
escribe Borch-Jacobsen en la larga introducción que pone en contexto esos
artículos primerizos de Freud.
De vuelta en Viena, en la
primavera del 86, abre su consulta de neurología. Enseguida empieza a recibir
pacientes, la mayoría se los envía su amigo Breuer; son, por tanto, miembros
del opulento clan vienés, millonarios y neuróticos, cuya histeria es muy
distinta de la proletaria que Freud ha visto en París, tratada por su maestro.
«Es una marca de distinción, una sensibilidad exquisita... Se necesita una raza
antigua y civilizada para fabricar este tipo de nervios». Y es entre esos
millonarios neuróticos, mujeres en muchos casos, donde irá haciendo
descubrimientos que serán decisivos para llegar al psicoanálisis. De momento,
practica la hipnosis. Como recuerda el profesor Pedro Rocamora García-Valls,
autor de Psicología de la sugestión en Freud (2011), donde estudia la relación
de Freud con la hipnosis y la relación de la hipnosis con el psicoanálisis,
Freud pasó 10 años, de mediados de los 80 a mediados de los 90, en contacto con
las dos principales escuelas en que se practicaba la hipnosis: la de Charcot en
París y la Berheim en Nancy.
La técnica consistía en
preguntar al paciente bajo hipnosis y, una vez despierto, repetir las
preguntas; y él fue un buen hipnotizador, que se adelantó a técnicas modernas
que se usarían más tarde.
¿Hay un momento fundacional
del psicoanálisis? Para el profesor Rocamora ese nacimiento se produce el 12 de
mayo de 1889, el día en que la famosa (para los entendidos) Emmy von N. que
aparece en Estudios sobre la histeria y que era la rica aristócrata -cómo no-
Fanny Moser le dice que se calle y le deje decirle lo que ella tiene que
decirle. «Ahí se invierte el sentido de la palabra», dice el profesor Rocamora.
«Freud pasa a tener la posición del oyente y ella a asociar libremente; se pasa
del análisis psíquico al psicoanálisis».
Borch-Jacobsen, el autor
del libro que ahora saca Ariel, destaca el papel de otra mujer no menos
aristocrática ni menos charlatana, Anne von Lieben, su principal clienta, su
prima donna. Esta mujer se resiste a curarse de sus crisis nerviosas. Freud la
somete a hipnosis para que reviva los traumas que supone que están en el origen
de sus ataques. Son numerosos traumas (temores, vergüenzas, angustias,
pecadillos sexuales) que, en algunos casos -comprueba Freud con sorpresa- se
remontan a la infancia. Es otro paso en la dirección del psicoanálisis. Freud
extrae una teoría de este caso: que los síntomas de la histeria son
simbolizaciones del trauma, metáforas o conversaciones corporales cuyo sentido
literal debe redescubrir el médico. «La búsqueda psicoanalítica de los traumas
infantiles nació de la formidable memoria de Anna von Lieben», escribe
Borch-Jacobsen, que remacha: «El psicoanálisis como sexología nació de los pensamientos
inconfesables de Anna von Lieben».
Con unas y otras pacientes,
Freud ha dado un gran paso adelante. La alternancia de éxitos y fracasos con la
hipnosis le lleva a adoptar un nuevo mecanismo psíquico. Hay pacientes que
olvidan (reprimen) voluntariamente el trauma. En adelante, la tarea será, pues,
no olvidar el trauma ni servirse de la hipnosis para borrar los recuerdos,
sino, al contrario, combatir la voluntad de olvido de los pacientes y
obligarlos a recordar (Hitchcock lo plasmó de un modo esquemático pero eficaz
en Recuerda con Ingrid Bergman y Gregory Peck).
Y en el psicoanálisis, como
señalan, cada uno por su lado, Mikkel Borch-Jacobsen y Pedro Rocamora, se
mantienen muchos elementos propios de la hipnosis, como la posición tumbada, la
resistencia, la represión. La revolución la llevó a cabo un hombre que marcó el
siglo XX y del que el profesor Rocamora destaca «su construcción psicosocial,
casi tan importante como la clínica», la que plasmó en sus obras Tótem y tabú,
Psicología de las masas, El porvenir de una ilusión, El malestar en la cultura
y Moisés y la religión monoteísta.
http://www.elmundo.es/cultura/2017/02/07/5898d6cc22601d4b7e8b45a7.html
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