Quien entienda que la misa
taurina (en la calle o en los cosos) es un 'hapenning' artístico, que se la
pague; pero a precio de mercado
JESÚS MOTA
Boloencierro infantil en
Mataelpin (Madrid) CARLOS ROSILLO
Julio. Empieza la hecatombe
hispánica. No puede haber en España una sola fiesta local en la que no se
maree, encierre, trastee, pinche y, finalmente, mate a varios toros, en plazas
públicas o privadas (aunque subvencionadas). Hay diferencia de entrada. A una
plaza de toros el público elige asistir, para ver un espectáculo con cuadrillas
profesionales, aparato escénico de cortijo y un torero (“un matarife vestido de
cupletista”, según la definición hostil de Pitigrilli) de gran predicamento en
el sentir de los entendidos; en una plaza pública, durante festejos y
encierros, se impone la asistencia a todos los ciudadanos, salvo que se
enclaustren en sus domicilios. Pero en ambos casos se trata de acosos y muertes
de un animal subvencionados con dinero público. No deja de ser un contrasentido
lacerante que en los últimos 10 años, con un recorte de gasto público brutal,
en la vorágine del hundimiento de las rentas de todos los españoles, jamás se
haya escatimado un solo euro público para pagar festejos con animales o para
subvenir plazas de toros funcionando en régimen de concertación. La crisis ha
pasado por el mercado taurino y por el futbolístico sin mancharlos ni tocarlos.
Ya pueden vestir la
hecatombe hispánica de oropeles y pujos de misa pagana; o esgrimir la coartada
de la emoción popular para explicar la obsesión enfermiza con el toro. El gusto
por la sangre y el sacrificio ritual se explica mejor por la persistencia
regresiva de la violencia como basamento tribal propio de las religiones
arcaicas. Se mata —al enemigo, a las víctimas inocentes y a los animales—
porque en la concepción supersticiosa neolítica la muerte se combate con la
muerte. Lo sabemos desde Walter Burkert (Homo Necans). Ese mismo principio
—cuanto más se mata, más se aleja la muerte— está en la raíz de la violencia
contemporánea (Byung Chul Han). En España las manifestaciones más sórdidas de
esta pulsión no están erradicadas; durante siglos se han jaleado con entusiasmo
y financiado —en parte— con dinero público.
Tampoco sirve el argumento
de que las fiestas con animales producen beneficios. Atraen al turismo, dicen,
aumentan el consumo —sobre todo de alcohol, podría replicar un abstemio— y, en
la medida en que aumentan los ingresos locales, crecen la recaudación
tributaria. Bisutería conceptual. Cualquier espectáculo sangriento vende
entradas a cambio de la excitación de los impulsos violentos. ¿Qué sociedad
admitiría hoy un espectáculo de gladiadores o de lucha de unas fieras contra
otras con el argumento de su rentabilidad?
Ni un solo euro más para
subvencionar fiestas en las que se maltratan toros. Ni un solo euro público más
para celebraciones donde se mata al toro de un tiro en plena calle (como en la
localidad cacereña de Coria) un día tras otro para poner fin a la jornada de
jolgorio. Ni un solo euro público para “encierros didácticos” en los que
participan niños con el fin de prepararlos para futuras ordalías taurinas, ni
para lidias de novillos de promoción. En España no solo se está pagando con el
dinero del contribuyente el sacrificio ritual o lúdico de animales sino que,
además, se inocula desde tempranas edades la obsesión por el toro. Quien
entienda que la misa taurina (en la calle o en los cosos) es un happening
artístico, que se la pague; pero a precio de mercado.
https://elpais.com/elpais/2018/07/15/opinion/1531671971_432947.html
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