Rosa Grilo
sobrevivió en 1924 a la matanza de 500 indígenas organizada por el Estado
argentino. Su testimonio es clave en un juicio por delitos de lesa humanidad
aún impunes
Rosa Grilo, última sobreviviente de la masacre de Napalpí, en su
casa de Colonia Aborigen, provincia de Chaco. JORGE TELLO / VÍDEO: CHACO TV DIGITAL
FEDERICO RIVAS MOLINA
“Parece que me da miedo”, dice Rosa Grilo
cuando se le pide que recuerde. Está sentada bajo un algarrobo frente a su casa
de ladrillo sin revoque y techo de chapa. A sus más de 100 años (no sabe
exactamente cuántos), sus ojos pequeños se iluminan y mueve con energía las
manos cargadas de anillos al hablar de su familia. Pero baja la voz cuando
vuelve al momento en el que llegó aquel avión que trajo la muerte a su
infancia. “Se asusta uno, porque parece que está viniendo [el avión], por eso
no quiero hablar de la matanza. Ya pasó, ya pasó. La gente que murió,
criaturitas como estas [señala a una niña] las mataban. Le largaron la bomba”,
relata.
Rosa prefiere no
explicar cómo murió su padre, miembro de la etnia qom que cayó en una matanza
con al menos otros 500 indígenas en julio de 1924. Se habían declarado en
huelga por las malas condiciones de vida y laborales en la reducción (poblado
organizado por el Estado para trabajar la tierra expoliada a los indígenas) de
Napalpí, en el Chaco argentino (norte del país). Aquel crimen quedó impune. Un
fiscal impulsa ahora un juicio por la verdad en aquel suceso. Y, por primera
vez, el relato de Rosa se escucha.
Rosa Grilo es la
última sobreviviente de la masacre de Napalpí, que acabó con la mitad del
millar de habitantes del poblado. Los recuerdos que la atormentan son muy
antiguos, pero es ahora cuando ha decidido contarlos. Era una niña cuando el 19
de julio de 1924 policías y terratenientes de la zona dispararon y remataron
con machetes a familias enteras que se negaron a seguir trabajando en las
plantaciones de algodón de la reducción, por algo de ropa y vales que no podían
convertir en dinero. Eran los tiempos de la avanzada supuestamente
civilizadora, cuando los indígenas pasaron de ser dueños de la tierra a mano de
obra barata y explotada. En la cabeza de Rosa aún suena el avión desde el que
arrojaban comida a los indígenas en huelga para que saliesen del monte. En el
descampado recibían las descargas de los fusiles Winchester, que en la cabeza
de Rosa resonaban como una "bomba".
“Pensaban que era
mercadería. Y dice mi abuelito: ‘No vayan, porque ese está llevando la bomba,
vamos a huir. Fue la gente a buscar la mercadería, y cuando están todos juntos
largan la bomba. Los que buscaron murieron, nosotros nos salvamos porque mi
abuelito no quería que fuéramos, había criaturas. Ellos escaparon, mi abuelito,
mi abuelita, mi mamá. Menos mi papá, a él lo agarraron porque quedó ahí. Y nos
quedamos en el monte y mi abuelito fue a buscar a no sé dónde para poder
comer”, recuerda. Rosa habla con lucidez, con un vaso de vino a mano, y
responde con un “más vale” a preguntas que cree divertidas. Su familia calcula
que tiene al menos 105 años. Su casa es humilde y hasta hace una semana no
tenía electricidad. Cuando el calor arrecia, Rosa duerme bajo un árbol,
protegida por mosquiteras de tul que ella misma cose.
Su testimonio se ha
sumado al expediente en el que el fiscal en derechos humanos Diego Vigay
trabaja desde hace unos años y que presentará antes de fin de 2018 a un juez.
Si prospera, el Estado deberá avanzar en un juicio por la verdad, en el marco
de una investigación por delitos de lesa humanidad. “Las voces de los testigos
son muy importantes. Y que la justicia esté dispuesta a escucharlos ya es un
acto de reparación, porque estamos ante un largo proceso de invisibilidad”,
dice Vigay. Esa invisibilidad tiene múltiples protagonistas. Por un lado el
Estado de 1924, por la implicación directa en la matanza, y el de ahora, por
amnésico. Por el otro los sobrevivientes y sus familias, siempre calladas, ya
sea por temor o resignación. “Napalpí fue siempre un tema tabú para las
familias y los testigos se mantenían en silencio. No dimensionan el valor
histórico de esos testimonios”, explica Vigay.
La versión oficial
de la época, reflejada en la prensa, fue que no hubo matanza, sino un
enfrentamiento entre aborígenes. La policía, entonces, solo puso orden al
desorden. La verdad histórica fue bien distinta y dejó heridas profundas y
perdurables. A la matanza le siguieron meses de persecución a los
sobrevivientes que, como Rosa, se habían ocultado con sus familias en el monte.
Así lo contó ya entonces el exdirector de la reducción Enrique Lynch
Arribálzaga, en una carta que envió entonces al Congreso: “La matanza de indios
por la policía del Chaco continúa en Napalpí y sus alrededores. Parece que los
criminales se hubieran propuesto eliminar a todos los que se hallaron presentes
en la carnicería del 19 de julio (...), para que no puedan servir de testigos”.
La oposición
socialista exigió al Gobierno del radical Marcelo Torcuato de Alvear que
investigase lo ocurrido en el confín del norte, pero nada ocurrió. Los policías
interrogados repitieron como un mantra el mismo testimonio defensivo y los
terratenientes algodoneros, promotores de la cacería de indígenas, se escudaron
en la necesidad de proteger la avanzada criolla en la conquista del Gran Chaco.
“Fue en ese contexto que se crearon las reducciones como Napalpí. Lynch
Arribálzaga las proyectó basándose en el sistema estadounidense. Eran
territorios acotados donde se concentraba población indígena que era utilizada
como mano de obra para actividades agrícolas y forestales. Tenían un
administrador puesto por el Estado y los indígenas cobraban teóricamente un porcentaje
de lo que se producía”, explica Mariana Giordano, historiadora e investigadora
principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas.
Giordano se ha
acercado a Napalpí a través de las fotografías del etnólogo alemán Robert Lehmann-Nitsche,
conservadas en el Instituto Iberoamericano de Berlín. Así descubrió la imagen
del avión cuyo sonido aún atormenta a Rosa. “En ella, Lehmann-Nitsche escribe
en alemán ‘avión contra levantamiento indígena”, explica. En otras fotos se ve
a indígenas con un pañuelo blanco anudado en el brazo, señal de que “eran de
los buenos”. Estos pertenecían en su mayor parte a los vilela, una etnia que
pactó con los criollos e hizo trabajos de vigilancia en las reducciones. El
resto eran qom y mocovíes, como Pedro Balquinta, muerto en 2015 con 108 años y
el que se creía último sobreviviente hasta que se conoció el testimonio de
Rosa.
En el hallazgo de
estas voces tuvo mucho que ver Juan Chico, director de la Fundación Napalpí y
sin duda el hombre que más ha hecho por salvar del olvido lo ocurrido. Chico se
reunió con Rosa en su casa antes de acercarla al fiscal. “La protesta de
Napalpí fue en busca de mejores condiciones de trabajo, pero no tuvo el eco
necesario. Al contrario, los indígenas fueron estigmatizados por la sociedad de
la época, que empieza a acusarlos de supuestos saqueos y asesinatos de familias
enteras”, explica. Sus investigaciones son la médula de la reconstrucción
histórica y ahora judicial de la masacre, basada en el testimonio de las
familias de los muertos y el visto y oído de las comunidades.
Todos saben, pero
nadie investigó, que cerca de lo que hoy se llama Colonia Aborigen hay una fosa
común. Ahí están enterradas las víctimas de Napalpí. Expertos del Equipo
Argentino de Antropología Forense (EAAS), el mismo que trabajó en la
identificación de los soldados argentinos sin nombre enterrados en Malvinas,
está listo para realizar exhumaciones en el lugar, en cuanto el juez lo pida.
“La excavación es viable. Intentaremos establecer un número mínimo de
individuos y en lo posible dar rangos de edad y de sexo e indicios de la causa
de las muertes”, dice la antropóloga Silvana Turner, del EAAS. Una
identificación será compleja, pero se podrá reconstruir lo qué pasó en Napalpí.
“No estoy mintiendo yo, lo que pasó, pasó”, recalca Rosa a la sombra de su algarrobo.
El Estado argentino debe ahora saldar su deuda.
https://elpais.com/internacional/2018/12/10/argentina/1544472752_380853.html
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